Se puede descargar este estudio completo en formato PDF: La Soberanía Divina PDF
“Y ellos, habiéndolo oído, alzaron unánimes la voz a Dios, y dijeron: Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay.” (Hechos 4:24)
¿Qué significa SOBERANÍA?
Soberanía.- Se refiere al ejercicio de la autoridad en un cierto territorio. La Soberanía significa independencia, es decir, un poder con competencia total.
En los primeros versículos de Lucas capítulo 13, tenemos la mención de un hecho histórico en el cual el gobernador romano Poncio Pilato mandó matar a unos galileos que habían ido a adorar al templo de Jerusalén. Se trataba de un acontecimiento violento del cual todas las personas estaban comentando en los días de Jesús.
Hechos de violencia y muerte, ya sea por accidentes o asesinatos, ocurren alrededor del mundo todos los días, a toda hora y en todo lugar. ¿Cuál es nuestra actitud ante estos hechos? ¿Cuál es nuestra mentalidad, nuestra forma de pensar acerca de las personas que sufren estos hechos de violencia? ¿Leemos en estos sucesos un juicio divino por parte de un Dios que está listo para castigar violentamente a los hombres cuando estos han fallado? ¿Nos alegramos por la destrucción de quienes consideramos que lo merecen? ¿Nos creemos superiores a esas personas, ya que nosotros no hemos sufrido esos mismos hechos? ¿Son esas personas más pecadoras que nosotros?
Los judíos, incluyendo a los discípulos de Cristo, pensaban que aquellos galileos merecían haber sufrido esa muerte violenta, y lo atribuían a un castigo divino. Jesús entonces les amonestó con las siguientes palabras:
“¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.” (Lc. 13:2-3)
Jesús condenó esta manera farisea y despiadada de pensar que manifestamos los seres humanos, especialmente aquellos que somos religiosos. Jesús condenó el dar un juicio apresurado sobre las personas que sufren un accidente o una muerte repentina, por muy violenta o terrible que sea. Dios no castiga ni recompensa en función del mérito del hombre. Esto es muy consistente con toda enseñanza sobre la gracia y la soberanía de Dios.
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios.” (Ef. 2:8)
Es por gracia que somos aceptados, perdonados y recibimos el bautismo del Espíritu Santo. No es por un mérito propio, sino en virtud de los méritos de Cristo, y gracias a que Cristo se presenta por nosotros ante el Padre y ante la Ley en el Santuario Celestial con sus preciosos méritos.
“Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre. Porque todo sumo sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios; por lo cual es necesario que también este tenga algo que ofrecer.” (Heb. 8:1-3)
Todo buena dádiva que recibimos de Dios, tanto los dones espirituales necesarios para la vida eterna, como los dones materiales que Dios nos brinda para esta vida temporal, son dados a nosotros y a todo el mundo por GRACIA—MISERICORIDA. Es Cristo quien como Hombre vivió una vida de obediencia perfecta y perpetua a la Ley de Dios, desarrolló un carácter perfecto, se mantuvo sin mancha de pecado, vivió una vida justa, murió por los pecados de la raza culpable, y resucitó al tercer día para poder ascender al Santuario Celestial e iniciar su Ministerio Sacerdotal Celestial. Es Cristo quien merece ser bendecido y no nosotros. Pero nosotros somos bendecidos en virtud de los méritos de Cristo. Todas las bendiciones eternas y temporales tienen una condición. Es Cristo como Hombre quien cumplió con todas las condiciones de la santa Ley de Dios, para que nosotros podamos recibir las bendiciones gracias a sus méritos y gracias a la misericordia inherente del Padre.
“Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.” (Jn. 17:19)
Entonces, nosotros recibimos todo don y buena dádiva de Dios en virtud de Cristo, por GRACIA—por misericordia de Dios.
La gracia es dada a quien NO LO MERECE. Si fuese dado en virtud a un mérito existente en nosotros mismos no podría ser gracia sino que sería una recompensa. Y la Palabra de Dios tendría que decir explícitamente “por recompensa sois salvos”. Pero la Palabra de Dios dice claramente: “POR GRACIA SOIS SALVOS”. No lo meremos nosotros, pero tenemos un SUSTITUTO que sí lo merece, y el Padre por misericordia nos acepta en su Hijo amado.
“En amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia.” (Ef. 1:5-7)
Por lo tanto, si todo lo bueno que recibimos, lo recibimos por gracia sin merecerlo, ¿cómo es que rápidamente juzgamos que todo lo malo que recibe el hombre lo recibe porque lo merece?
La paga del pecado es muerte (Ro. 6:23), pero es la llamada “muerte segunda” (Ap. 21:8). La muerte primera que los hombres experimentamos en esta vida, para Dios es tan sólo un sueño del cual seremos despertados para que después del milenio recién sea aplicada la condenación de la Ley.
“Dicho esto, les dijo después: Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle. Dijeron entonces sus discípulos: Señor, si duerme, sanará. Pero Jesús decía esto de la muerte de Lázaro; y ellos pensaron que hablaba del reposar del sueño. Entonces Jesús les dijo claramente: Lázaro ha muerto” (Jn. 11:11-14)
“He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados.” (1 Co. 15:51-52)
“Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego.” (Ap. 20:11-15)
Todavía no ha llegado el momento en el que Dios ejecutará la sentencia de muerte segunda con fuego y azufre sobre los pecadores que hayan salido reprobados en el Juicio. Entonces no debemos juzgar que una persona que ha sufrido una enfermedad, accidente o calamidad da evidencia de que son pecadores, mientras que los que no sufrieron tal calamidad no lo son. El juicio le compete únicamente a Dios que conoce y escudriña los corazones de los hombres.
“Tú oirás desde los cielos, desde el lugar de tu morada, y perdonarás, y darás a cada uno conforme a sus caminos, habiendo conocido su corazón; porque solo tú conoces el corazón de los hijos de los hombres.” (2 Cr. 6:30)
De igual manera, en los primeros versículos de Juan capítulo 9 encontramos una situación similar a la de Lucas capítulo 13, pero en esta ocasión no por causa de una muerte o accidente, sino por causa de una enfermedad. Se trataba de un hombre que nació ciego y entonces los discípulos manifestaron sus pensamientos y deducciones acerca de la enfermedad:
“Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?” (Jn. 9:1-2)
Es verdad que tanto la muerte, como el sufrimiento, el dolor y la enfermedad son el resultado del pecado. Nuestras acciones siempre traen consecuencias. Efectivamente siempre cosechamos lo que hemos sembrado. Pero es un error pensar que una enfermedad es una evidencia contundente de pecado, y que por lo tanto la sanidad es una evidencia de justicia o favor de Dios. ¿Acaso no se puede enfermar un hombre justo? ¿Todos aquellos que están sanos son hombres buenos?
El Señor Jesús reprendió esta vil mentalidad farisea de sus discípulos con las siguientes palabras:
“Respondió Jesús: No es que pecó este, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él.” (Jn. 9:3)
Nuevamente vemos la misma lección del Salvador, de que no todo lo malo que le sucede al hombre es indicativo de pecado o de un castigo de Dios. Dios permite aquello que en su sabiduría infinita y divina misericordia considera que es lo mejor para nosotros, lo mejor para que “las obras de Dios se manifiesten en nosotros.” Tristemente, muchas veces la enfermedad y el dolor son los medios necesarios para que un corazón terco y obstinado se arrodille humildemente a los pies del Redentor. Dios no nos da lo que merecemos, porque si Dios diera a los hombres lo que verdaderamente merecemos, tendría que aplicar la muerte segunda y hacer llover fuego del cielo sobre toda la tierra. Gracias a Dios, no nos da lo que merecemos, sino que nos da lo que es mejor para nosotros por gracia y en virtud de los méritos de Cristo.
“Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.” (Mt. 5:45)
La mala costumbre de dar juicios apresurados
Los seres humanos, especialmente los hombres religiosos, somos rápidos en dar juicios apresurados acerca de los accidentes y de las enfermedades que ocurren a nuestro prójimo. Lejos de desarrollar misericordia sobrenatural por los que sufren, damos rienda suelta a nuestra maldad y farisaísmo naturales, y fácilmente juzgamos que aquellos que padecen tales sufrimientos es porque de alguna forma lo merecen. Esto es simplemente una excusa para permanecer siendo malos y alimentar el egoísmo, en lugar de arrepentirnos y confesar que somos peores que aquellos que sufren tales padecimientos.
El juicio apresurado no solo estropea nuestro propio desarrollo espiritual, haciéndonos daño a nosotros mismos, sino que además hace daño y estorba la obra de Dios, pues damos a entender a los hombres que Dios es un juez severo y cruel que está listo para castigar a los hombres en cualquier momento y por cualquier error.
Lo más triste es cuando las personas que llevando más tiempo en el estudio de la Palabra y el camino del cristiano, por la dureza de su corazón natural, en lugar de animar, aconsejar y dirigir sabiamente a los más jóvenes en la vida espiritual, se dedican a desanimar dando juicios apresurados con aspereza. Esto también estorba enormemente la obra de Dios. A Dios tendremos que dar cuenta por todas las almas que fueron alejadas de Cristo por nuestra falta de amor.
“El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama.” (Mt. 12:30)
Un ejemplo de esto ocurrió cuando los adultos y experimentados Pablo y Bernabé llevaron consigo al joven e inexperto Marcos para hacer obra misionera.
“Pero la palabra del Señor crecía y se multiplicaba. Y Bernabé y Saulo, cumplido su servicio, volvieron de Jerusalén, llevando también consigo a Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos.” (Hch. 12:24-25)
El joven e inexperto Marcos no estaba acostumbrado a las dificultades de la vida misionera. Por lo tanto, ante los menores inconvenientes, decidió volverse atrás y abandonó a los obreros de avanzada: Pablo y Bernabé. Marcos no estaba listo todavía, era necesario seguir trabajando por él tierna y pacientemente.
“Habiendo zarpado de Pafos, Pablo y sus compañeros arribaron a Perge de Panfilia; pero Juan, apartándose de ellos, volvió a Jerusalén.” (Hch. 13:13)
Hechos de los Apóstoles, pg. 137.3 – “Allí fue donde Marcos, abrumado por el temor y el desaliento, vaciló por un tiempo en su propósito de entregarse de todo corazón a la obra del Señor. No acostumbrado a las penurias, se desalentó por los peligros y las privaciones del camino. Había trabajado con éxito en circunstancias favorables; pero ahora, en medio de la oposición y los peligros que con tanta frecuencia asedian al obrero de avanzada, no supo soportar las durezas como buen soldado de la cruz. Tenía todavía que aprender a arrostrar el peligro, la persecución y la adversidad con corazón valiente. Al avanzar los apóstoles, y al sentir la aprensión de dificultades aun mayores, Marcos se intimidó, y perdiendo todo valor, se negó a avanzar, y volvió a Jerusalén.” {HAp 137.3}
Muchas veces nos encontramos en circunstancias similares y encontramos a personas que todavía no están listas para entregar el corazón a Cristo. ¿Cómo debemos tratar con nuestro prójimo que por naturaleza no desea entregar su voluntad a Dios? Si verdaderamente comprendemos y aceptamos que el corazón del hombre es por naturaleza frío, sombrío y sin amor, entonces vamos a tratar a esas personas de la misma manera que Dios trata con todos nosotros: con MISERICORDIA. El gran problema es que la misericordia es un fruto del Espíritu (Ga. 5:22-23), y por lo tanto es un don sobrenatural que sólo el Espíritu Santo puede sembrar en nosotros. Por naturaleza los seres humanos no tenemos ni amor ni misericordia, como está escrito:
“Estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia.” (Ro. 1:29-31)
Tanto Pablo como Bernabé habían recibido el bautismo del Espíritu Santo como Agente Regenerador. Pero el Espíritu Santo, al venir a habitar o morar en el hombre, no borra ni la mancha de pecado, ni el egoísmo, ni la maldad natural del ser humano. Su trabajo es subyugar nuestra naturaleza pecaminosa y crear un nueva naturaleza santa, un nuevo corazón, un nuevo carácter semejante al de Cristo en nosotros, para que nosotros diariamente podamos desarrollarlo en el camino de la santificación verdadera.
“Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra.” (Ez. 36:25-27)
El momento en que el creyente ha nacido de nuevo del Espíritu, se inicia una lucha interna—entre el pecado que mora en nosotros en nuestra carne, y esta nueva naturaleza santa creada por Dios Espíritu Santo.
“Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado. Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.” (Ro. 7:14-25)
Dios no fuerza la voluntad de ninguna persona. Es el ser humano quien debe rendir su voluntad voluntariamente a Dios. La única obediencia que es aceptable a Dios es aquella que es voluntaria y movida por el principio divino del amor a Dios y amor al prójimo. La obediencia servil y obligatoria no es santificación verdadera sino espuria.
“Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí.” (Is. 29:13)
Pablo y Bernabé recibieron el amor, la misericordia y todos los frutos de Ga. 5:22-23 al nacer de nuevo. Pero en su naturaleza carnal todavía existía el odio y el egoísmo inherentes. Era deber de ellos desarrollar aquello sobrenatural que Dios había implantado en ellos, mientras crucificaban el YO. Es así que Bernabé desarrolló misericordia y por ello intentó posteriormente llevar a Marcos en otro viaje misionero. Pero Pablo, cediendo a su maldad natural, discutió con Bernabé a tal punto que los dos amigos terminaron separándose uno del otro, y se fueron cada uno por su lado. Bernabé llevó a Marcos para tierna y pacientemente instruirlo en los caminos del Señor. Es así que son siempre nuestros defectos naturales de carácter los que ocasionan disensión, pleito y discordia en la iglesia de Cristo.
“Después de algunos días, Pablo dijo a Bernabé: Volvamos a visitar a los hermanos en todas las ciudades en que hemos anunciado la palabra del Señor, para ver cómo están. Y Bernabé quería que llevasen consigo a Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos; pero a Pablo no le parecía bien llevar consigo al que se había apartado de ellos desde Panfilia, y no había ido con ellos a la obra. Y hubo tal desacuerdo entre ellos, que se separaron el uno del otro; Bernabé, tomando a Marcos, navegó a Chipre, y Pablo, escogiendo a Silas, salió encomendado por los hermanos a la gracia del Señor, y pasó por Siria y Cilicia, confirmando a las iglesias.” (Hch. 15:36-41)
¿Se imagina lo terrible que sería si Dios tratase a los hombres como los hombres nos tratamos unos a otros, inclusive llamándonos de labios “hermanos en Cristo”? Qué terrible sería si Dios nos desechara cada vez que dudáramos, cada vez que nuestra fe faltara, cada vez que nos equivocamos, cada vez que nuestros defectos de carácter salen a flor de piel. Estaríamos perdidos completamente. Gracias a Dios que por gracia somos salvos. Gracias a Dios por Cristo.
Si Dios nos trata misericordiosamente por gracia, aun sin que lo merezcamos, ¿qué nos da el derecho a nosotros—seres humanos pecadores y malvados—de juzgar al prójimo, de tratar mal al prójimo, de desechar al prójimo, de desanimar al prójimo, y de dar por perdido a nuestro prójimo? ¿Qué nos da el derecho de ser exclusivistas? ¿Qué nos da el derecho a ser intolerantes, fariseos y ásperos?
No es trabajo del hombre separar la cizaña del trigo, porque el hombre no tiene capacidad de leer los corazones de los seres humanos. Sin embargo, como en nuestra depravación nos creemos iguales a Dios, nos creemos capaces de juzgar quién es paja y quién es trigo. Esto se debe a que además nos creemos justos y mejores que los demás, de ahí que nos sentimos con el derecho de condenar y juzgar al prójimo. Triste sería que en realidad nosotros seamos la cizaña que está apartando al verdadero trigo del granero, pensando que nosotros somos trigo y los demás son cizaña. Para Pablo, Marcos se había constituido en cizaña. Pero Dios estaba trabajando para que Marcos fuera trigo limpio. Y Bernabé fue un colaborador de Cristo en esta maravillosa obra. Seamos colaboradores con Cristo, y dejemos de estorbar su obra. Dios es Soberano y es Él quien tiene la última palabra.
HAp pg. 138.1 – “Esta deserción indujo a Pablo a juzgar desfavorable y aun severamente por un tiempo a Marcos. Bernabé, por otro lado, se inclinaba a excusarlo por causa de su inexperiencia. Anhelaba que Marcos no abandonase el ministerio, porque veía en él cualidades que le habilitarían para ser un obrero útil para Cristo. En años ulteriores su solicitud por Marcos fue ricamente recompensada; porque el joven se entregó sin reservas al Señor y a la obra de predicar el mensaje evangélico en campos difíciles. Bajo la bendición de Dios y la sabia enseñanza de Bernabé, se transformó en un valioso obrero.” {HAp 138.1}
En el párrafo anterior leemos en el comentario de Ellen G. White, que la gran diferencia entre Pablo y Bernabé respecto al trato con el joven Marcos fue que Bernabé vio en Marcos “cualidades que le habilitarían para ser un obrero útil para Cristo.” Todos los seres humanos, independientemente de la raza o condición social, de la educación o cultura, todos tenemos dones que Dios nos ha dado para su servicio. Algunos tendrán más talentos—y por lo tanto tienen mayor responsabilidad—pero nadie puede decir que Dios no le ha dado ningún talento. La clave no está en cuántos talentos tenemos, sino de qué manera utilizamos los dones que Dios nos ha dado. El tiempo, la fuerza, el habla, las facultades mentales, el dinero, todo lo que tenemos es un don de Dios que debe ser empleado para su gloria y para la salvación de las almas.
Cuando el joven rico, que seguramente tenía muchos dones—no solamente en bienes materiales, sino que también en educación y cultura—se fue triste porque no estaba dispuesto a renunciar al ídolo de su corazón para entregarse a Cristo, seguramente los discípulos se sintieron decepcionados de que una persona tan culta e influyente no formara parte del grupo de seguidores de Cristo. Pero Dios puede hacer milagros con el pescador más humilde como con el príncipe más rico. Todo depende del corazón del hombre y no de su raza, cultura, educación o posesiones.
Pablo no vio nada recomendable en el joven Marcos. Pablo vio en Marcos solamente debilidad, duda, egoísmo, orgullo, inexperiencia, y seguramente muchas otras flaquezas que son naturales en los seres humanos. Bernabé en cambio se enfocó en los puntos positivos de Marcos. Bernabé obró a la manera como Dios obra. Dios no nos utiliza porque somos perfectos, sino que nos utiliza a pesar de nuestras imperfecciones. Debemos imitar a Dios, porque únicamente así podremos desarrollar un carácter semejante al de Cristo y ser obreros útiles y eficaces que, en lugar de estorbar, más bien contribuyen a su obra entre los hombres.
¿Cuál fue el resultado de la paciente misericordia ejercitada con el joven Marcos?
Marcos llegó a ser un valioso obrero en la viña del Señor. Marcos llegó a ser tan útil en la obra que el mismo Pablo lo llegó a reconocer, y llegó a pedir que Marcos trabajase con él:
“Solo Lucas está conmigo. Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio.” (2 Ti. 4:11)
Cuando Pablo llegó a ser encarcelado en Roma, muchos hermanos en la fe le abandonaron, pero no así Marcos. De hecho, Marcos llegó a compartir la celda con Pablo. El mismo Marcos que tiempo atrás no estaba dispuesto a sufrir penurias por la causa de Cristo, llegó a ser un hombre convertido dispuesto a dar su vida por el Evangelio. Marcos era trigo, pero Pablo en su momento lo había tratado como cizaña. De no ser por la misericordia de Bernabé, Marcos no hubiera sido restaurado y llegado a convertirse en un obrero fiel. La dureza y aspereza de Pablo pudo haber apartado para siempre a Marcos de Cristo. Esto hubiera sido un terrible pecado. Ojalá meditemos en este asunto y no participemos del mismo pecado.
“Aristarco, mi compañero de prisiones, os saluda, y Marcos el sobrino de Bernabé, acerca del cual habéis recibido mandamientos; si fuere a vosotros, recibidle; y Jesús, llamado Justo; que son los únicos de la circuncisión que me ayudan en el reino de Dios, y han sido para mí un consuelo.” (Col. 4:10-11)
HAp pg. 363.2 – “Desde los primeros años de su profesión de fe, la experiencia cristiana de Marcos se había profundizado. A medida que estudiaba más atentamente la vida y muerte de Cristo, obtenía más claros conceptos de la misión del Salvador, sus afanes y conflictos. Leyendo en las cicatrices de las manos y los pies de Cristo las señales de su servicio por la humanidad, y el extremo a que llega la abnegación para salvar a los extraviados y perdidos, Marcos se constituyó en un seguidor voluntario del Maestro en la senda del sacrificio. Ahora, compartiendo la suerte de Pablo, el preso, comprendía mejor que nunca antes que es una infinita ganancia alcanzar a Cristo, e infinita pérdida ganar el mundo y perder el alma por cuya redención la sangre de Cristo fue derramada. Frente a la severa prueba y adversidad, Marcos continuó firmemente, como sabio y amado ayudador del apóstol.” {HAp 363.2}
Cuando Marcos en su juventud se apartó de Pablo y Bernabé, Pablo quería que el joven Marcos obrara y actuara como él mismo actuaba. Muchas veces queremos ver en nuestro prójimo un cambio radical de la noche a la mañana. Exigimos de otra perfección y obediencia inmediata, cuando nosotros mismos somos imperfectos y desobedientes. Queremos que los demás piensen, actúen, y vivan como nosotros pensamos, actuamos y vivimos. Y cuando los demás no lo hacen, nos enojamos y los desechamos indignados porque no se someten a la fuerza a nuestra autoridad. Este es el espíritu de Satanás y no de Cristo. Este es el espíritu del cuerno pequeño que fuerza la conciencia de los seres humanos. Cristo nunca utilizó la fuerza, él atrae a los hombres con su amor y su carácter perfecto.
Si queremos ganar almas para Cristo, nunca debemos utilizar la fuerza que es un arma de Satanás, sino el amor que es el principio que rige en el Reino de Dios. En cambio, el reino de Satanás es un reino de fuerza.
El Deseado de Todas las Gentes, pg. 402.2 – “Si Lucifer hubiese deseado realmente ser como el Altísimo, no habría abandonado el puesto que le había sido señalado en el cielo; porque el espíritu del Altísimo se manifiesta sirviendo abnegadamente. Lucifer deseaba el poder de Dios, pero no su carácter. Buscaba para sí el lugar más alto, y todo ser impulsado por su espíritu hará lo mismo. Así resultarán inevitables el enajenamiento, la discordia y la contención. El dominio viene a ser el premio del más fuerte. El reino de Satanás es un reino de fuerza; cada uno mira al otro como un obstáculo para su propio progreso, o como un escalón para poder trepar a un puesto más elevado.” DTG 402.2
¿Por qué existe entre los profesos hijos de Dios contienda, discordia y enajenamiento? Es porque queremos que los demás se sometan a nosotros, en lugar de que todos nos sometamos a Cristo. Queremos ser la cabeza de todos y la mente de todos. Entonces la mente de Cristo no puede guiarnos a la armonía, al orden, a la paz y la eficacia.
Por naturaleza queremos ser los que dan órdenes, en lugar de los que reciben órdenes. Pues en este mundo contaminado por el pecado, el que es servido es el mayor, mientras que el siervo es el menor. Pero no es así en el Reino de Dios:
“Mas Jesús, llamándolos, les dijo: Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” (Mr. 10:42-45)
La orden de Dios es “No murmuréis contra tu hermano”
“Jesús respondió y les dijo: No murmuréis entre vosotros.” (Jn. 6:43)
“Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres hacedor de la ley, sino juez.” (Stg. 4:11)
Murmurar.- Significa hablar mal de una persona que no está presente. Es hablar entre dientes, manifestando queja o disgusto por algo o alguien. Manifestar queja o enfado, conversar en prejuicio de un ausente, censurando sus acciones.
Por naturaleza, a nuestro corazón carnal contaminado por el pecado, que en lugar de amor tiene odio y desprecio, le gusta hablar mal del prójimo a quien consideramos social, cultural, o intelectualmente inferior a nosotros. Por naturaleza tenemos un alto concepto de nosotros mismos (Ro. 12:3). Pero los hombres religiosos, además de esto, nos consideramos superiores espiritualmente a los demás, y por eso a nuestro corazón irregenerado le gusta hablar mal de quienes consideramos moralmente inferiores a nosotros. El fariseo exclama lleno de orgullo y presunción: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres” (Lc. 18:11).
Es necesario que el Espíritu Santo subyugue nuestro corazón malvado y siembre en nosotros la semilla del amor para que podamos vencer sobre esta inclinación satánica. Está escrito que Satanás es el “acusador de nuestros hermanos” (Ap. 12:10), y cada vez que murmuramos contra nuestro prójimo, damos evidencia que somos hijos del diablo (Jn. 8:44) en lugar de ser hijos de Dios.
«Porque he sido informado acerca de vosotros, hermanos míos, por los de Cloé, que hay entre vosotros contiendas.” (1 Co. 1:11)
Nos sorprendemos de la falta de amor fraternal en la iglesia y de la falta de obreros en la viña del Señor. ¿Pero cómo nos podemos sorprender de la falta de amor si no se practica el amor, y al contrario se practica la murmuración, el desprecio, la intolerancia, el exclusivismo, y el odio? La murmuración y el odio siempre engendran contiendas, celos y pleitos. “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.” (Ga. 5:22-23)
Si de manera personal e individual confesamos nuestro pecado de murmuración, desprecio y odio, y dejamos de sembrar estas semillas satánicas, para empezar a desarrollar la semilla del amor que nos es dada por el Espíritu Santo (Ro. 5:5), entonces veremos una maravillosa obra florecer en la iglesia. En la teoría podemos entender todo esto, pero es en la práctica que ahogamos y matamos lo que nuestros labios predican en sermones. La teoría y la vida práctica deben ir de la mano, caso contrario somos simplemente “como metal que resuena, o címbalo que retiñe” (1 Co. 13:1).
No murmurar contra nuestro hermano no significa que cuando vemos a nuestro prójimo en el camino de perdición debemos permanecer callados. Pero la pregunta que nos debemos hacer es, ¿cuál es nuestra intención que nos impulsa a hablar al prójimo? ¿Queremos ayudar al prójimo, o queremos lastimar al prójimo? ¿Queremos ganar a nuestro hermano, o queremos que se pierda? ¿Queremos desarrollar un nuevo carácter o queremos dar rienda suelta al demonio de la aspereza?
“Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano.” (Mt. 18:15)
Nuestro deber es ayudar en la restauración del prójimo. Las palabras que pronunciemos pueden ser un bálsamo de salvación para vida, o un veneno de maldición para muerte. No basta acudir al prójimo con una Biblia en la mano. Primero es necesario que nuestros labios sean tocados por el fuego divino para que en lugar de hablar de las profundidades de un corazón perverso podamos hablar de la pureza de un corazón regenerado.
“Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.” (Is. 6:5-7)
“Así también la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal. Con ella bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios. De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así. ¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga? Hermanos míos, ¿puede acaso la higuera producir aceitunas, o la vid higos? Así también ninguna fuente puede dar agua salada y dulce”. (Stg. 3:5-12)
Cuando murmuramos y damos juicios apresurados de condenación contra nuestro prójimo damos evidencia que no tenemos capacidad de amar a nuestro prójimo. Y si no podemos amar a nuestro prójimo que podemos ver y palpar, ¿cuánto menos podemos amar a un Dios santo al cual no podemos mirar cara a cara?
Mas la Ley eterna e inmutable de Dios demanda:
“Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas.” (Dt. 6:5; Mt. 22:37).
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv. 19:18; Mt. 22:39)
Nuestra naturaleza depravada da evidencia de que somos incapaces de satisfacer las demandas de esta Ley santa y perfecta. Es por esta razón que Cristo vino a la tierra como Hombre para dar satisfacción a todas las demandas de la Ley de Dios por amor a nosotros.
“Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.” (Jn. 17:19)
Además de esto, Cristo nos dejó una maravillosa promesa:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre.” (Jn. 14:16)
Como resultado de estar siendo aceptados en virtud de la justicia perfecta y perpetua de Cristo nos es otorgado el Consolador para que en nosotros se pueda desarrollar un nuevo carácter semejante al de Cristo—un nuevo carácter que, en lugar de odio y maldad, posee amor y desea la salvación de la raza caída.
Alza Tus Ojos. Pg. 115.3 – “La envidia, las sospechas, las calumnias y las críticas, que no se nombren siquiera entre los discípulos de Cristo. Estos defectos son la causa de la presente debilidad de la iglesia. Tenemos un modelo perfecto, la vida de Cristo. Debe ser nuestro ferviente deseo hacer lo que El hizo, vivir como El vivió, a fin de que otros, al ver nuestras buenas obras, puedan ser inducidos a glorificar a Dios. La bendición del Señor descansará sobre nosotros en la medida en que tratemos de bendecir a otros cumpliendo la obra que Cristo nos enseñó a hacer al venir a este mundo. {ATO 115.3}
“Dios dio a su Hijo unigénito para que muriera por una raza de rebeldes, a fin de que todo aquel que cree en El no perezca, sino que tenga vida eterna. ¿Por qué no caminamos y obramos en la forma como Dios lo ha señalado? ¿Cómo puede alguno agradar al enemigo destruyendo la obra de otros, utilizando las facultades que Dios le dio para destruir la esperanza y empujar a las almas al desánimo? En cada iglesia hay hombres y mujeres jóvenes que necesitan la ayuda de un fuerte y compasivo apretón de manos; de un interés amante como el de Cristo, que les impedirá irse. Pongan fin a las disputas acerca de las cosas pequeñas. Desaparezcan las declaraciones poco amables, como algo odioso y sin provecho. No pronuncien palabras que no benefician, y acérquense a los que han errado. Aférrense de ellos y atráiganlos a Cristo. Digan a Satanás que no puede tenerlos porque son propiedad del Salvador. No den a Satanás la oportunidad de introducirse en nuestras filas. ‘No he venido para condenar, sino para salvar’, declaró Cristo. Los ángeles son enviados desde las cortes celestiales no para destruir sino para valorar y proteger a las almas en peligro, para salvar a los perdidos, para traer a los extraviados de nuevo al redil. ¿No tienen, entonces, palabras para los perdidos y extraviados, que surjan de un corazón compasivo? ¿Los dejarán perecer o les extenderán una mano ayudadora? Alrededor de ustedes hay almas que están en peligro de perecer. ¿No trabajarán en favor de ellas y orarán con ellas? ¿No las atraerán al Salvador con cuerdas de amor? Cesen los reproches y pronuncien palabras que inspirarán en ellos la fe y el valor. Que vean en ustedes una vida cristiana consecuente.” {ATO 115.4}
En cierta ocasión, cuando toda una aldea no quiso recibir a Cristo y a sus discípulos, ellos se enfurecieron y desearon la destrucción de toda la aldea—desearon un castigo divino inmediato. No estaban conscientes de que, si Dios tuviera que hacer caer fuego sobre los hombres pecadores, ellos mismos deberían sufrir del castigo divino. Pero ellos no consideraban pecadores, ni que estaban infringiendo la Ley de Dios al tener odio y rencor en su corazón. Ellos no consideraron que ese deseo de desquitarse y vengarse es un deseo satánico. ¡Cuántas veces queremos hacer pasar el odio como un supuesto “celo divino”!
“Mas no le recibieron, porque su aspecto era como de ir a Jerusalén. Viendo esto sus discípulos Jacobo y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma? Entonces volviéndose él, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea.” (Lc. 9:53-56)
“Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego.” (Mt. 5:22)
El Señor reprendió a sus discípulos diciendo “No sabéis de qué espíritu sois.” El hombre confunde su odio natural hacia el prójimo, como si fuera un “celo divino” por Dios y su Palabra. Pero el verdadero amor a Dios no es compatible con el odio al prójimo. Donde hay amor no puede haber odio, “pues no se cosechan higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas” (Lc. 6:44). Es un espíritu satánico el que nos lleva a desear el mal, el desear apartar y ser exclusivistas e intolerantes con el prójimo. Es un espíritu satánico el que da por “perdido” a quien se considera espiritualmente inferior a uno mismo. En cambio, el espíritu de Cristo busca “salvar” las almas, en lugar de abandonarlas a la perdición. Si verdaderamente consideramos que una persona está en el camino de perdición, el amor de Cristo nos llevará a redoblar los esfuerzos para ayudar tierna y pacientemente a esa persona. No es el amor, sino el odio y el egoísmo, lo que nos lleva a apartarnos y condenar a los demás.
“Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina”. (2 Ti. 4:2)
La orden del Señor no abarca únicamente QUÉ debemos predicar, sino CÓMO debemos predicar. La orden del Señor es que prediquemos la “DOCTRINA”—lo que debemos predicar, “con toda PACIENCIA”—cómo lo debemos predicar. Lo que se predica tiene que ir de la mano con cómo se predica para que pueda tener valor y utilidad ante Dios. De lo contrario no llegaremos a ser colaboradores con Cristo, sino que más bien estorbaremos la siembra de la verdad. La forma en que predicamos tiene una influencia positiva o negativa sobre lo que predicamos y hacia quiénes predicamos.
No juzgues al criado ajeno
“¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme… Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano.” (Ro. 14:4, 13)
Dios es el único Soberano y Rey sobre toda su creación. Todo creyente que ha aceptado a Cristo como su Salvador personal y ha aceptado someterse bajo la autoridad del Padre, el Hijo y del Espíritu Santo se ha convertido voluntariamente en un siervo del Altísimo. Dios es Rey de reyes y Señor de señores. El momento en que deseamos dirigir la vida de los demás conforme a nuestras propias opiniones y prejuicios, enseñamos a los hombres a ser dirigidos por la carne humana en lugar de la voluntad soberana divina. Dirigir nuestra vida en base a las opiniones y deducciones de otro ser humano es apartarse de Dios, y sólo se puede esperar la ruina y la miseria.
“Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová.” (Jer. 17:5)
“¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno?” nos pregunta el Soberano Señor. ¿Acaso no somos todos hermanos, siervos del Dios Altísimo? ¿Acaso no somos todos seres humanos pecadores imperfectos y con una inclinación de continuo al mal (Gn. 6:5)? Es el espíritu del anticristo, el mismo espíritu del cuerno pequeño, el que se considera infalible, incapaz de fallar, y que por lo tanto juzga al criado ajeno.
“Cada persona tiene su propia individualidad, que no ha de sumergirse en ningún otro ser humano. Cada vida debe estar oculta con Cristo en Dios. Los hombres están bajo la dirección de Dios, no bajo la de los seres humanos débiles y descarriados. Deben estar libres para ser guiados por el Espíritu Santo, no por el espíritu caprichoso y perverso del hombre no santificado.” {ATO 225.5}
Consejos para los Maestros, pg. 75.2 – “Nunca quiso Dios que una mente humana estuviese bajo el dominio completo de otra. Los que hacen esfuerzos para que la individualidad de sus alumnos se fusione con la suya propia, y quieren ser mente, voluntad y conciencia para ellos, asumen terribles responsabilidades. Estos alumnos pueden, en ciertas ocasiones, parecer como soldados bien adiestrados; pero cuando desaparezca la restricción, se verá en ellos una falta de acción independiente regida por principios firmes.” {CM 75.2}
Nuestra Elevada Vocación, pg. 110.3 – “Dios permite que cada persona ejercite su individualidad. Ninguna mente humana debe sumergirse en otra mente humana. Pero se ha hecho la invitación: ‘Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús’. Cada persona debe comparecer delante de Dios con una fe individual, una experiencia individual, conociendo por sí misma que Cristo se forma dentro de uno, la esperanza de gloria. Si nosotros imitáramos el ejemplo de cualquier hombre—aun el de una persona a quien, en nuestro juicio humano, consideráramos casi perfecta de carácter—estaríamos poniendo nuestra confianza en un ser humano imperfecto y defectuoso, que es incapaz de comunicar una jota o un tilde de perfección a otro ser humano.” {NEV 110.3}
La iglesia es un cuerpo en Cristo
«Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros”. (Ro. 12:5)
“Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo.” (1 Co. 12:12)
En el cuerpo humano hay diferentes miembros, órganos, organismos, y todos diferentes en sus formas, responsabilidades y funciones. Pero a pesar de sus diferencias, todos ellos trabajan en armonía para que la maquinaria del cuerpo pueda obrar en conjunto y realizar las funciones necesarias de la vida. El apóstol Pablo compara al cuerpo humano con la iglesia de Cristo. No todos somos iguales, no todos pensamos igual, no hemos vivido igual, no hemos experimentado las mismas experiencias que han marcado nuestras vidas. Cada persona ha experimentado y vivido experiencias únicas que otra persona no puede comprender porque no las ha vivido. Pero todos somos enseñados y disciplinados por un Dios Soberano para que podamos ser salvos, regenerados, y podamos ser instrumentos limpios en sus manos.
En el cuerpo humano debe haber pulmones para que podamos respirar. Hay un hígado que ayuda en la digestión. Hay riñones que ayudan a eliminar los desechos y ayudan a mantener un equilibrio saludable en la sangre. Necesitamos tanto de un órgano como del otro, y esas diferencias en sus funciones y características permiten la vida y la salud porque obran en armonía con un solo propósito. No podríamos vivir con un cuerpo que únicamente tiene riñones, pero que no tiene pulmones, ni intestinos, ni un cerebro. Necesitamos de todos los diferentes órganos obrando en conjunto para que el cuerpo viva.
Asimismo, no podemos esperar que todos vivamos y pensemos en todo de la misma manera exacta. Siempre habrá diferencias entre nosotros. Pero si somos dirigidos por un mismo espíritu—el Espíritu Santo, y con un mismo propósito—la salvación de la raza pecadora, entonces obraremos en armonía con Dios y llegaremos a ser Uno en Cristo. Llegaremos a creer y compartir una misma verdad enseñada por Dios.
“Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.” (Jn. 17:21-23)
¿Con qué potestad?
En Hechos capítulo cuatro tenemos un hecho histórico de la iglesia primitiva en el que los líderes religiosos judíos, echando mano de la guardia del templo, encarcelaron a Pedro y a Juan.
“Hablando ellos al pueblo, vinieron sobre ellos los sacerdotes con el jefe de la guardia del templo, y los saduceos, resentidos de que enseñasen al pueblo, y anunciasen en Jesús la resurrección de entre los muertos. Y les echaron mano, y los pusieron en la cárcel hasta el día siguiente, porque era ya tarde. Pero muchos de los que habían oído la palabra, creyeron; y el número de los varones era como cinco mil.” (Hch. 4:1-4)
En estos versículos podemos ver el espíritu satánico de obligar por la fuerza las consciencias de los hombres. Leemos que estaban “resentidos de que enseñasen al pueblo” la verdad—aquello que iba en contra de las teorías, tradiciones y doctrinas que los líderes eclesiásticos enseñaban al pueblo. Los discípulos estaban enseñando una verdad que aprendieron del cielo mismo, en lugar de una enseñanza de los hombres que tenían influencia sobre el pueblo. Los sacerdotes consideraban que sólo ellos estaban autorizados de interpretar y enseñar al pueblo. Se creían infalibles y creían que únicamente ellos podían recibir la revelación de Dios—que únicamente ellos tenían acceso a Dios. Era inconcebible para los orgullosos saduceos que Dios pudiera revelar y obrar por medio de humildes pescadores—de hombres que no habían sido educados en sus centros de teología.
Cualquier persona o grupo religioso, por pequeño o grande que sea, que comparta este mismo pensamiento, y que obre de manera similar, creyéndo ser los únicos favorecidos por el cielo de recibir la verdad y la correcta interpretación bíblica, participan de este espíritu satánico exclusivista, intolerante y egoísta. Estas personas no saben de qué espíritu son.
“Aconteció al día siguiente, que se reunieron en Jerusalén los gobernantes, los ancianos y los escribas, y el sumo sacerdote Anás, y Caifás y Juan y Alejandro, y todos los que eran de la familia de los sumos sacerdotes; y poniéndoles en medio, les preguntaron: ¿Con qué potestad, o en qué nombre, habéis hecho vosotros esto?” (Hch. 4:5-7)
“¿Con qué potestad, o en qué nombre”—en otras palabras, ¿quién les dio la AUTORIDAD?—de predicar al pueblo lo que están enseñando. Esa fue la pregunta de las autoridades judías, porque ellos consideraban tener la autoridad y soberanía de determinar qué debe creer o no el pueblo. Todo aquel que no se somete a la autoridad de los líderes humanos es tratado como un disidente, hereje, perdido, o hasta un criminal. Los líderes religiosos no respetaban la Soberanía Divina y por lo tanto no enseñaban a los hombres a someterse a la Soberanía de Dios, sino que les adoctrinaban para que se sometan a la autoridad de los hombres. Nosotros podemos cometer el mismo pecado en nuestros grupos religiosos si actuamos de la misma manera, enseñando a los hombres a depender de las opiniones y consejos de una persona tan imperfecta y defectuosa como nosotros mismos, en lugar de depender completamente del Dios fuente de verdadera sabiduría. Cristo es el único verdadero “Consejero” (Is. 9:6) del pueblo de Dios.
El Dios infinito no ve las cosas de la misma manera en que los hombres finitos ven. Para los ojos humanos los líderes religiosos tenían la autoridad, pero en cambio para Dios eran sus humildes apóstoles los mensajeros escogidos para enseñar al pueblo. Que triste sería que nosotros nos consideremos los mensajeros escogidos cuando en realidad no lo somos, pues no nos hemos sometido voluntariamente a Dios.
Un corazón humano que ha sido tocado por el Espíritu Santo escuchará la verdad de Dios independientemente de la fuente humana. No importará si la verdad es pronunciada por un príncipe o por un pescador, por un hombre o mujer de una u otra denominación religiosa. La verdad es la verdad, así sea pronunciada por un católico o por un adventista, por alguien considerado creyente o por alguien que es llamado hereje. De igual manera, el error es el error así sea pronunciado por un adventista o por un católico. No interesa la profesión de fe, nos interesa distinguir la verdad del error, y esto únicamente se puede lograr por medio de las Santas Escrituras y la Ley de Dios. La verdad no es determinada por QUIEN la dice, sino por LO QUE dice en base a la Palabra de Dios.
La Soberanía Divina no está limitada por la denominación religiosa. Dios no brinda luz a una persona simplemente por el hecho de que se ha hecho parte de la iglesia adventista, de lo contrario, ¿cómo explicar las muchas divisiones dentro de la iglesia adventista entre personas que profesan distintos puntos de doctrina? No todos los adventistas aceptan la Reforma Pro Salud, no todos aceptan el espíritu de profecía. Hay quienes insisten en guardar la caducada ley ceremonial, y hay quienes creen que Cristo fue un humano pecaminoso. Claramente no todos los que profesamos ser adventistas andamos en la misma luz, y se puede ver que las tinieblas abundan. De igual manera, sería ilógico pensar que la misericordia de Dios no alcanza a brindar luz a personas en otros grupos o denominaciones religiosas. Cualquier persona en la que el Espíritu Santo ha encendido la necesidad de conocer a “Jehová justicia nuestra” (Jer. 33:16), lo conocerá por revelación y por medio de su Palabra. Dios no es ni intolerante ni exclusivista. Nosotros somos los intolerantes y exclusivistas que repiten el vino de Babilonia “fuera de la iglesia X no hay salvación.” Y si no lo decimos de labios, lo practicamos con los actos. Por nuestros frutos somos dados a conocer.
En los días de Lutero, cuando él fue tratado como hereje por el cuerno pequeño debido a su gran revelación de la justificación por la fe, los líderes católicos le acusaron de profesar una doctrina que unos 100 años atrás habían condenado al gran Hus a la hoguera. Los líderes católicos pensaron intimidar al Reformador insinuando que la verdad que estaba predicando ya había sido censurada previamente y condenada al fuego. Lutero respondió valerosa y correctamente que “la verdad es la verdad, así sea pronunciada por un católico o por un hereje.” No interesa QUIEN dice algo, nos interesa QUE es lo que dice. La verdad y el error no se determina en base a la persona que lo dice, sino que se determina en base a si lo que dice tiene base bíblica y está interpretado correctamente. Tal como dijo Lutero cuando se le pidió que se retractara: “en base a la Biblia y a la razón pura”. La primera pregunta es: ¿lo que dice tiene su fundamento en la Palabra de Dios? Si la respuesta es sí, entonces la siguiente pregunta es: ¿la interpretación de esos versículos es correcta en su debido contexto y no contradice alguna otra porción de las Escrituras?
Es Satanás quien desea hacer que la “verdad” sea determinada únicamente por una institución o grupo que él controla. De tal manera es posible tildar a una persona o grupo de “herejes” para que cualquier cosa que digan no sea valorado, mientras que cualquier cosa que ellos digan oficialmente no sea escudriñado. Al convertirse a sí mismos en dueños de la verdad se califican a sí mismos de infalibles y se creen hasta capaces de silenciar la verdad tomando mano de las autoridades civiles. Éste es el espíritu del anticristo.
La única forma de reconocer la verdad es por revelación del Espíritu Santo, tal y como está escrita en la Palabra de Dios. La persona que está siendo enseñada por Dios escuchará su voz cuando sea pronunciada por el mismo Espíritu de Dios en cualquier persona. Esta es la promesa que nos ha sido dada:
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos.” (Jn. 10:27-30)
Dado que los líderes religiosos preguntaron “con qué autoridad” estaban predicando y enseñando al pueblo, Pedro respondió con la autoridad que le fue dada: “lleno del Espíritu Santo.”
“Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: Gobernantes del pueblo, y ancianos de Israel: Puesto que hoy se nos interroga acerca del beneficio hecho a un hombre enfermo, de qué manera este haya sido sanado, sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano. Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” (Hch. 4:8-12)
Pedro, inspirado por el Espíritu Santo, respondió que él estaba actuando conforme a la autoridad y soberanía de quien consideraba como la única cabeza de la iglesia: Jesucristo. Pedro no se consideraba a sí mismo como cabeza de la iglesia, ni la roca sobre la cual fue construida la iglesia de Dios. Pedro no estaba obrando conforme a su propia voluntad o a sus propias ideas. Es así que posteriormente, en su epístola, volvió a recalcar la verdad de que únicamente Cristo es la piedra fundamental del ángulo sobre la cuál es construida la iglesia:
“Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso; pero para los que no creen, la piedra que los edificadores desecharon, ha venido a ser la cabeza del ángulo. Piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque tropiezan en la palabra, siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados.” (1 Pe. 2:7-8)
Esta declaración valiente y claramente expresada por parte de un humilde pescador dejó atónitos a los orgullos líderes religiosos. Pensaron que al haber pasado tiempo en la cárcel, tanto Pedro como Juan quedarían acobardados y dispuestos a someterse a la autoridad de los sacerdotes. Pero el Espíritu Santo había otorgado un valor sobrenatural y ambos discípulos lo desarrollaron en medio de la crisis. Es en la crisis que se revela el carácter.
“Entonces viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús. Y viendo al hombre que había sido sanado, que estaba en pie con ellos, no podían decir nada en contra.” (Hch. 4:13-14)
Cuando la Escritura describe a Pedro y Juan como hombres “sin letras” esto no quiere decir que no sabían leer ni escribir, sino que ellos no habían sido educados en los centros de teología establecidos por los líderes religiosos. Ninguno de los discípulos había sido educado “formalmente” por los maestros religiosos de su tiempo, y esto era justamente lo que los capacitaba para poder ser humildemente enseñados directamente por Cristo.
DTG pg. 214.4 – “Eran hombres humildes y sin letras aquellos pescadores de Galilea; pero Cristo, la luz del mundo, tenía abundante poder para prepararlos para la posición a la cual los había llamado. El Salvador no menospreciaba la educación; porque, cuando está regida por el amor de Dios y consagrada a su servicio, la cultura intelectual es una bendición. Pero pasó por alto a los sabios de su tiempo, porque tenían tanta confianza en sí mismos, que no podían simpatizar con la humanidad doliente y hacerse colaboradores con el Hombre de Nazaret. En su intolerancia, tuvieron en poco el ser enseñados por Cristo. El Señor Jesús busca la cooperación de los que quieran ser conductos limpios para la comunicación de su gracia. Lo primero que deben aprender todos los que quieran trabajar con Dios, es la lección de desconfianza en sí mismos; entonces estarán preparados para que se les imparta el carácter de Cristo. Este no se obtiene por la educación en las escuelas más científicas. Es fruto de la sabiduría que se obtiene únicamente del Maestro divino.
“Jesús eligió a pescadores sin letras porque no habían sido educados en las tradiciones y costumbres erróneas de su tiempo. Eran hombres de capacidad innata, humildes y susceptibles de ser enseñados; hombres a quienes él podía educar para su obra. En las profesiones comunes de la vida, hay muchos hombres que cumplen sus trabajos diarios, inconscientes de que poseen facultades que, si fuesen puestas en acción, los pondrían a la altura de los hombres más estimados del mundo. Se necesita el toque de una mano hábil para despertar estas facultades dormidas. A hombres tales llamó Jesús para que fuesen sus colaboradores; y les dio las ventajas de estar asociados con él. Nunca tuvieron los grandes del mundo un maestro semejante. Cuando los discípulos terminaron su período de preparación con el Salvador, no eran ya ignorantes y sin cultura; habían llegado a ser como él en mente y carácter, y los hombres se dieron cuenta de que habían estado con Jesús”. {DTG 215.1}
“Y les reconocían que habían estado con Jesús”—tanto por la educación como el carácter manifestado por Pedro y Juan. Eran hombres “del vulgo”—es decir, de la clase común, de las profesiones comunes de la vida. Pero luego del periodo de preparación realizado por Cristo, ya no eran hombres comunes y corrientes, pues manifestaban una transformación—un nuevo carácter con nuevos pensamientos, hasta con un hablar distinto a la forma de hablar común del pueblo. Los discípulos de Cristo no manifestaron un mero conocimiento teórico de la verdad, sino que en su vida práctica manifestaba una transformación de origen celestial. En la crisis se reveló su carácter—ya no el carácter perverso natural, sino un nuevo carácter semejante al de Cristo.
Después de esto los líderes religiosos procedieron a seguir tratando de amenazarles e intimidarles, para que por miedo dejen de hacer lo que estaban haciendo (Hch. 4:15-18). Satanás conoce muy bien nuestra naturaleza humana caída y sabe lo poderoso que es manejar los sentimientos de los hombres. Utilizando el miedo se puede lograr que los hombres vendan todas sus posesiones y salgan huyendo a vivir al campo. Por miedo se puede dejar de consumir carne y volverse vegano. Por miedo se puede guardar celosamente el sábado. Por miedo se puede abandonar una carrera para hacer obra misionera de casa en casa y de país en país. Por miedo se pueden hacer muchas cosas, pero sin haber sido regenerados y sin poseer ni una sola molécula de amor por Cristo. Y lo terrible es que sin amor, nada de esto, ninguna obediencia servil, ningún conocimiento teórico, absolutamente nada tiene valor alguno delante de Dios.
“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.” (1 Co. 13:1-3)
Pero ningún sentimiento podía mover los principios implantados por el Espíritu Santo en Pedro y Juan, Uno mayor con total autoridad y soberanía había dado la orden y sus siervos debían atender a su llamado. Por ello respondieron: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch. 4:19-20).
Los creyentes reconocen la Soberanía Divina
Una vez que Pedro y Juan fueron puestos en libertad (Hch. 4:23), fueron con los demás discípulos y les contaron todo lo que les había sucedido. La respuesta de todos los creyentes al escuchar lo acontecido fue la de adorar a Dios y reconocer su Soberanía Divina:
“Y ellos, habiéndolo oído, alzaron unánimes la voz a Dios, y dijeron: Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay; que por boca de David tu siervo dijiste: ¿Por qué se amotinan las gentes, Y los pueblos piensan cosas vanas? Se reunieron los reyes de la tierra, Y los príncipes se juntaron en uno contra el Señor, y contra su Cristo. Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera. Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano para que se hagan sanidades y señales y prodigios mediante el nombre de tu santo Hijo Jesús.” (Hch. 4:24-30)
Después que los creyentes unánimes y con un mismo espíritu alabaron a Dios y reconocieron su Soberanía Suprema, entonces la tierra tembló y fueron llenos del Espíritu Santo—recibieron un poder adicional para predicar la Palabra de Dios. Es importante también notar que ellos pidieron este poder adicional para este propósito: “mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra”. Pidieron en el nombre de Cristo y les fue concedido:
“Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios.” (Hch. 4:31)
Dios Soberano y Eterno
La Palabra de Dios le describe teniendo un trono que es eterno y para siempre. La existencia de un trono eterno implica la existencia de un Reino también eterno, pues Dios es eterno. Eterno significa que no tuvo principio y que no tendrá fin. Siempre fue, es y siempre será. Dios no fue creado ni engendrado, pues entonces no sería eterno. Dios siempre existió y siempre existirá porque tiene vida en sí mismo.
“Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; Cetro de justicia es el cetro de tu reino.” (Sal. 45:6)
“Mas Jehová es el Dios verdadero; él es Dios vivo y Rey eterno; a su ira tiembla la tierra, y las naciones no pueden sufrir su indignación.” (Jer. 10:10)
La Palabra de Dios describe de igual manera a Dios teniendo un dominio eterno, una soberanía y autoridad que siempre fue y nunca dejará de ser.
“Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido.” (Dn. 7:14)
Un Rey eterno, con un Reino eterno, con una Soberanía Eterna debe necesariamente tener una Ley eterna e inmutable, porque de lo contrario no habría forma de “servirle” o “obedecerle”. En este mundo que vivimos no existe una sola nación que pueda subsistir sin leyes. En la capital de los Estados Unidos, Washington D.C., afuera de los edificios gubernamentales uno puede leer impresos en las paredes de estas antiguas construcciones los mensajes siguientes: “Donde la ley termina, empieza la tiranía,” y también “únicamente la ley puede darnos libertad.” Sería ilógico pensar que Dios tiene un Gobierno sin Ley. Es justamente la Ley eterna e inmutable de Dios la que garantiza la paz, la armonía, la felicidad y efectivamente la libertad de todo el universo. No por nada es descrita en las Sagradas Escrituras como la “Ley de Libertad”.
“Así hablad, y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad.” (Stg. 2:12)
La Palabra de Dios nos habla de una Ley que este eterna, que siempre existió y que existirá para siempre y eternamente.
“Guardaré tu ley siempre, para siempre y eternamente.”
“Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos.” (Sal. 119:89)
“Tu justicia es justicia eterna, Y tu ley la verdad.” (Sal. 119:142)
“Cercano estás tú, oh Jehová, Y todos tus mandamientos son verdad.” (Sal. 119:151)
“Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido.” (Mt. 5:18)
Reconocer la Soberanía de Dios implica reconocer su inmutable Ley que rige en todo el universo.
“Que guardes el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo, la cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén.” (1 Ti. 6:14-16)
“Porque algunos hombres han entrado encubiertamente, los que desde antes habían sido destinados para esta condenación, hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo.” (Judas 1:4)
La creación de este planeta
En la creación de este planeta vemos la maravillosa manifestación del poder y la soberanía de Dios. Leemos que su Palabra tiene poder para crear de la nada tanto la luz como las aguas, la tierra como las estrellas y los astros del universo. Su Palabra tiene poder para crear seres vivientes.
“En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana un día.” (Gn. 1:1-5)
“Luego dijo Dios: Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas. 7 E hizo Dios la expansión, y separó las aguas que estaban debajo de la expansión, de las aguas que estaban sobre la expansión. Y fue así. 8 Y llamó Dios a la expansión Cielos. Y fue la tarde y la mañana el día segundo.” (Gn. 1:6-8)
“Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así. Y llamó Dios a lo seco Tierra, y a la reunión de las aguas llamó Mares. Y vio Dios que era bueno. Después dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así. Produjo, pues, la tierra hierba verde, hierba que da semilla según su naturaleza, y árbol que da fruto, cuya semilla está en él, según su género. Y vio Dios que era bueno. Y fue la tarde y la mañana el día tercero.” (Gn. 1:9-13)
“Dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años, y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y fue así. E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche; hizo también las estrellas. Y las puso Dios en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra, y para señorear en el día y en la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno. Y fue la tarde y la mañana el día cuarto.” (Gn. 1:14-19)
“Dijo Dios: Produzcan las aguas seres vivientes, y aves que vuelen sobre la tierra, en la abierta expansión de los cielos. Y creó Dios los grandes monstruos marinos, y todo ser viviente que se mueve, que las aguas produjeron según su género, y toda ave alada según su especie. Y vio Dios que era bueno. Y Dios los bendijo, diciendo: Fructificad y multiplicaos, y llenad las aguas en los mares, y multiplíquense las aves en la tierra. Y fue la tarde y la mañana el día quinto.” (Gn. 1:20-23)
“Luego dijo Dios: Produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie. Y fue así. E hizo Dios animales de la tierra según su género, y ganado según su género, y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno.” (Gn. 1:24-25)
¿Dónde más vemos que la Palabra de Dios tiene poder y soberanía en la Biblia?
La Soberanía de Cristo
“Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.” (Is. 9:6)
La Biblia nos habla de la preexistencia de Cristo. Como Dios, el Hijo de Dios es Eterno, es “la imagen misma de su sustancia” (Heb. 1:3). Pero para nuestra salvación, el Hijo de Dios accedió a venir a la tierra como Hombre: “porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado.” La humanidad de Cristo fue engendrada por el Espíritu Santo: “porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es” (Mt. 1:20). La humanidad de Cristo fue engendrada, fue creada, tuvo un principio. Pero Cristo no es únicamente humano, así como es el “niño” que “nos es nacido” es también “Dios Fuerte” y “Padre Eterno.” A partir de Lc. 1:35, Cristo es divino y humano al mismo tiempo, y lo será para siempre.
Un ejemplo de la Soberanía de Cristo como Dios la tenemos en Lucas capítulo 7.
“Después que hubo terminado todas sus palabras al pueblo que le oía, entró en Capernaum. Y el siervo de un centurión, a quien este quería mucho, estaba enfermo y a punto de morir. Cuando el centurión oyó hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos, rogándole que viniese y sanase a su siervo. Y ellos vinieron a Jesús y le rogaron con solicitud, diciéndole: Es digno de que le concedas esto; porque ama a nuestra nación, y nos edificó una sinagoga.” (Lc. 7:1-5)
Los judíos acudieron a Cristo para pedirle que sane al siervo del centurión, y ofrecieron un motivo que darle: “porque ama a nuestra nación”. En esto demostraron que consideraban a Dios como únicamente justo, y sin misericordia. Consideraban que, tanto para obtener aceptación como misericordia de Dios, primeramente debían hacerse merecedores del favor divino. Por eso le dijeron: “nos edificó una sinagoga.” Esto es salvación por obras. Los judíos plantearon lo siguiente: “el centurión edificó una sinagoga, por lo tanto se merece este favor.” Ellos demostraron por sus propias palabras que no tenían un concepto correcto del carácter de Dios. La gracia de Dios es dada justamente al que no lo merece, “no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:9).
Efectivamente podemos entender que en el centurión había sido implantado el amor de Dios, pero no lo confirmamos por el hecho de que había edificado una sinagoga, sino por el hecho de que “quería mucho” a su siervo, y quería que Jesús “sanase a su siervo” que “estaba enfermo y a punto de morir.” Esto demuestra que tenía amor a su prójimo, y sin amor al prójimo no puede haber amor a Dios. El hecho de que el centurión edificó una sinagoga nos demuestra que él simpatizaba con la religión de los judíos. Pero el hecho de que amaba a su siervo y quería salvarlo nos demuestra que él practicaba la religión de Cristo. “El amor de Dios” había “sido derramado” en su corazón “por el Espíritu Santo” (Ro. 5:5), y el centurión estaba desarrollando ese amor sobrenatural para con su prójimo siendo un gentil ante los ojos humanos, pero no así ante los ojos de Dios.
Acto siguiente, el centurión fue más allá y demostró reconocer la Soberanía Divina de Cristo:
“Y Jesús fue con ellos. Pero cuando ya no estaban lejos de la casa, el centurión envió a él unos amigos, diciéndole: Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres bajo mi techo; por lo que ni aun me tuve por digno de venir a ti; pero di la palabra, y mi siervo será sano. Porque también yo soy hombre puesto bajo autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes; y digo a este: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace.” (Lc. 7:6-8)
El centurión dijo “di la palabra, y mi siervo será sanó.” Reconoció que la Palabra de Cristo tenía poder. Así como la Palabra del Hijo de Dios fue capaz de crear todo un sistema planetario de la nada, su Palabra tenía poder para sanar a un moribundo ser humano. Los israelitas no reconocían esta Soberanía Divina, pero un centurión romano sí la reconoció.
“Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.” (Jn. 1:3)
El centurión también mencionó la autoridad y soberanía de Cristo. Así como el centurión estaba terrenalmente bajo una autoridad y así como él mismo tenía soberanía sobre sus soldados, el entiende que delante de sí se encuentra Uno que tiene Soberanía sobre absolutamente todo el universo, reconoce la omnipotencia de Cristo como Dios.
¿Cuál es la reacción de Cristo cuando reconocemos su Soberanía, su Autoridad, su Omnipotencia, su Poder y Misericordia?
“Al oír esto, Jesús se maravilló de él, y volviéndose, dijo a la gente que le seguía: Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe.” (Lc. 7:9)
Este humilde gentil centurión “maravilló” al Rey del Universo, al Creador de la tierra, a la Omnipotencia hecha carne. El centurión no era oficialmente parte del pueblo de Dios a los ojos de los hombres. Pero Dios no ve como nosotros vemos, Dios lee el corazón. El centurión primeramente manifestó amor, luego manifestó fe—ambos frutos del Espíritu Santo (Ga. 5:22-23). El centurión no era descendiente de Abraham según la sangre, del “padre de la fe”, y sin embargo—en las palabras de nuestro Señor Jesús—manifestó una fe mayor que la de ningún otro hombre en Israel. ¿Cómo un romano podía manifestar los dones sobrenaturales del amor y de la fe, mayor aún que la de los “hijos de Abraham” según la sangre? El centurión estaba siendo adoptado en la familia del Rey Celestial por gracia, y por lo tanto era hijo de Abraham por la fe:
“Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda su descendencia; no solamente para la que es de la ley, sino también para la que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros.” (Ro. 4:16)
“Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa.” (Ga. 3:28-29)
El centurión no era parte de la nación de Israel según la sangre, ni culturalmente. No había sido educado por los rabinos, ni los teólogos judíos. Pero estaba siendo educado por el Verdadero Maestro, estaba siendo conducido por el Espíritu Santo a los pies de Cristo, y el corazón del centurión romano estaba cediendo a la influencia divina del Consolador. El centurión era una prueba directa en contra del farisaísmo que cree que solamente un cierto grupo de favorecidos que piensa y actúa de una manera legalista puede alcanzar el favor divino. El farisaísmo exclusivista no concibe que un pagano que no ha sido enseñado en sus tradiciones y doctrinas pueda ser tan favorecido por el Cielo.
La misericordia de Dios no puede ser detenida por las murallas fariseas que los hombres erigen entre judíos y gentiles, adventistas y evangélicos, protestantes y católicos. Para la misericordia de Dios únicamente existen seres humanos depravados y pecadores que están urgentemente necesitados de un Salvador personal. El amor infinito de Dios trabaja continuamente por toda la raza culpable sin hacer acepción de personas. Somos nosotros—los fariseos orgullosos—los que estorbamos su obra redentora con nuestro exclusivismo, orgullo, y odios naturales. Nos creemos que somos únicamente nosotros—los que creemos de tal manera, y obramos de tal manera, los que nos merecemos la salvación, mientras que todos los demás merecen las llamas de la muerte segunda.
Los judíos entendían que el centurión debía ser ayudado por Cristo por una simple razón: “Es digno de que le concedas esto… nos edificó una sinagoga” (Lc. 7:4-5). Los judíos veían a todos los que no fueran de su nación—especialmente a los romanos—como paganos perdidos. No fue el amor hacia un romano lo que les motivó pedir ayuda a Cristo, sino que fue la conveniencia “nos edificó una sinagoga.” En otras palabras “queremos que este romano sea ayudado para que nos siga construyendo sinagogas.” No sea que el romano se desanime y deje de construir sinagogas para los judíos. ¿Acaso ningún otro romano era “digno” de ser llevado a Cristo? El verdadero amor al prójimo no ama porque recibe algo a cambio, todo lo contrario—ama sin esperar absolutamente ninguna recompensa.
“Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores prestan a los pecadores, para recibir otro tanto.” (Lc. 6:32-34)
“Antes bien, amad a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad no esperando nada a cambio, y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo; porque Él es bondadoso para con los ingratos y perversos.” (Lc. 6:35)
Finalmente, de la historia del centurión podemos aprender que el amor al prójimo y la fe en Cristo dan fruto de vida para vida.
“Y al regresar a casa los que habían sido enviados, hallaron sano al siervo que había estado enfermo.” (Lc. 7:10)
Fue Dios quien efectuó la sanación del siervo enfermo, pero fueron la bondad, la fe y el amor del centurión lo que contribuyó a la restauración del enfermo. Debería quedar absolutamente claro que son estas cualidades divinas las que nos capacitan para colaborar con Dios en la salvación de las almas. La frialdad, la dureza, el autoritarismo, el farisaísmo no pueden salvar a nadie, al contrario, solamente obstruyen el trabajo del Redentor. El centurión fue un colaborador de Cristo, mientras que los fariseos estaban estorbando la obra de Cristo. Todos estamos llamados a ser colaboradores de Cristo y siervos del Dios Altísimo.
“Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios.” (1 Co. 3:9)
Reforma y avivamiento personal
Constantemente hablamos del fuerte pregón, de un último movimiento de reforma, y profesamos ser los “reformadores” de este último movimiento. Pero nuestro plan consiste únicamente reformar a otros, mientras luchamos contra el Espíritu Santo cuando trata de reformar, vivificar y regenerar nuestra propia vida. No somos perfectos, pero exigimos perfección de los demás. Esto no es ser reformador, sino fariseo.
Si queremos ser verdaderos reformadores, debemos ser reformados por el Espíritu Santo primeramente nosotros mismos. Antes de querer reformar a otros, debemos desarrollar la bondad y el amor al prójimo en nosotros mismos. Caso contrario seremos simplemente “metal que resuena, o címbalo que retiñe” (1 Co. 13:1). Podemos hacer un cambio exterior, mientras el interior continúa podrido. Podemos hacer mucho ruido y mucha profesión legalista de fe, pero sin amor no somos nada. El mensaje debe ser predicado por amor y con amor a nuestro prójimo.
Joyas de los Testimonios tomo 2, pg. 415 – “¡Cuánto cuidado debiera tenerse entonces para elegir a instructores apropiados a fin de que no solamente sean fieles en su trabajo sino que manifiesten también el debido temperamento! Si no son dignos de confianza, deberá exonerárselos. Dios tendrá a toda institución por responsable de cualquier descuido en ver que se estimule la bondad y el amor. Nunca debiera olvidarse que Cristo mismo tiene la dirección de nuestras instituciones.” {2JT 415.2}
Ser firme como una roca en cuanto a los principios divinos no es una licencia para dar rienda suelta al corazón de piedra, frío, sombrío y sin amor. El Señor Jesús dijo “bienaventurados los mansos” (Mt. 5:5), no dijo “bienaventurados los rudos”. Y su orden fue que seamos “inofensivos como palomas” (Mt. 10:16 KJV), no que seamos “explosivos como dinamita”. Nuestro trabajo es RESTAURAR a otros seres arruinados por el pecado como nosotros mismos, en lugar de terminar de destruirlos con un espíritu fariseo y condenatorio.
Un verdadero reformador jamás se considerará infalible, al contrario, será “como un niño” (Mt. 18:3) siempre dispuesto a avanzar humildemente aprendiendo más y más, reconociendo que no lo sabe todo y que necesita aprender continuamente. El momento en que una persona se considera infalible, incapaz de errar, es que empieza a dar rienda suelta al espíritu autoritario que desea imponer sus ideas, prejuicios y mente sobre la mente de los demás. Este espíritu dicatorial sólo puede ser fruto de un corazón irregenerado donde todavía reina el orgullo, la soberbia y la maldad. El espíritu de Cristo, en cambio, no buscar reformar a la fuerza, sino que busca ganar a las personas con el poder del amor. El reino en el que se obedece a la fuerza es de Satanás y no de Cristo.
2JT pg. 424.1 – “Los reformadores no son destructores. Jamás tratarán de arruinar a los que no estén en armonía con sus planes ni se amolden a ellos. Los reformadores deben avanzar, no retroceder. Deben ser decididos, firmes, resueltos, indómitos; empero la firmeza no debe degenerar en un espíritu autoritario. Dios quiere que todos los que le sirvan sean firmes como una roca, en cuanto a principios se refiere; pero mansos y humildes de corazón, como lo fue Cristo. Entonces, permaneciendo en Cristo, podrán hacer la obra que él haría si estuviese en el lugar de ellos. Un espíritu brusco y condenador no es esencial para ser heroico en las reformas de este tiempo. Todos los métodos egoístas que se practiquen en el servicio de Dios son una abominación delante de él.” {2JT 424.1}
El Discurso Maestro de Jesucristo, pg. 108.2 – “Cristo no obliga a los hombres; los atrae. La única fuerza que emplea es el amor. Siempre que la iglesia procure la ayuda del poder del mundo, es evidente que le falta el poder de Cristo y que no la constriñe el amor divino.” {DMJ 108.2}
La tarea del predicador del Evangelio no es someter a los alumnos a su propia autoridad, sino a la autoridad y soberanía del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Pero para poder enseñar a otros a someterse a la soberanía divina, primeramente, nosotros mismos debemos haber aprendido a someternos completamente a la voluntad y soberanía de Dios. Obligar a otros a someterse a la obediencia por la fuerza es el instrumento de Satanás, y todo corazón carente de amor utilizará el mismo instrumento para “enseñar la Palabra”—este tipo de siembra sólo puede cosechar frutos de farisaísmo, legalismo, formalismo, celos, desunión y una terrible lepra espiritual. Poco a poco, las ideas y prejuicios de los hombres dictatoriales se convierten en mandamientos de hombres (Mr. 7:7), y todo aquel que desobedece a estos mandamientos de hombre se convierte en un hereje que debe ser humillado y si es posible excomulgado. En otras palabras, nosotros mismos nos convertimos en cuernos pequeños. Esto es una ganancia deshonesta.
Nuestro único ejemplo es Cristo. Entonces nuestra meta es emplear el mismo instrumento que utilizó Cristo—el amor. El amor es el único poder que puede llevar el sello y la aprobación de Dios. Esto es una ganancia honesta.
El Conflicto de los Siglos, pg. 173.2 – “Tenemos derecho de hablar, pero no tenemos derecho de obligar a nadie. Prediquemos; y confiemos lo demás a Dios. Si me resuelvo a hacer uso de la fuerza, ¿qué conseguiré? Fingimientos, formalismo, ordenanzas humanas, hipocresía […]. Pero en todo esto no se hallará sinceridad de corazón, ni fe, ni amor. Y donde falte esto, todo falta, y yo no daría ni una paja por celebrar una victoria de esta índole […]. Dios puede hacer más mediante el mero poder de su Palabra que vosotros y yo y el mundo entero con nuestros esfuerzos unidos. Dios sujeta el corazón, y una vez sujeto, todo está ganado.” CS 173.2
“Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey.” (1 Pe. 5:2-3)
Querer que las personas acepten la amonestación del Testigo Fiel a la fuerza es “ganancia deshonesta”. Querer que las personas acepten lo que nosotros creemos a la fuerza es “ganancia deshonesta”. La orden de Dios es de “apacentar la grey” “cuidando de ella”, esto sígnica tratar con el pueblo de Dios con amor y ternura. Lo opuesto a la orden de Dios sería humillar, lastimar, y tratar duramente a la grey de Dios. Tratar dictatorialmente con el pueblo de Dios sería desobedecer la orden de “no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado.” Todos somos hermanos en Cristo, nuestro único Señor es Cristo. El momento en que asumimos la posición dictatorial nos colocamos como si fuéramos la cabeza de la iglesia—el mismo espíritu del papado. Esto es ganancia deshonesta.
CS pg. 530.2 – “Dios no fuerza la voluntad ni el juicio de nadie. No se complace en la obediencia servil. Quiere que las criaturas salidas de sus manos le amen porque es digno de amor. Quiere que le obedezcan porque aprecian debidamente su sabiduría, su justicia y su bondad. Y todos los que tienen justo concepto de estos atributos le amarán porque serán atraídos a él por la admiración de sus atributos.”
DTG pg. 777.4 – “La obra de los ministros de Cristo no consiste en obligar, sino en ganar; no en ordenar sino en persuadir y rogar. Únicamente una religión sobre toda la faz de la tierra reconoce los principios de la igualdad de los hombres y la absoluta libertad de la voluntad, sin compulsión. Únicamente una nación importante sobre toda la faz de la tierra ha encarnado alguna vez en la constitución de su existencia y los principios de su gobierno estas dos características, y esta nación es la de los Estados Unidos de Norteamérica.”
Cuando un profeso reformador carece del espíritu de Cristo, carece del espíritu del amor, y por lo tanto su prédica carece de poder. Como carece de poder para despertar las conciencias de los hombres, busca otros instrumentos para lograr su objetivo—la fuerza, la humillación, la condenación, la dureza. Pero estos instrumentos satánicos sólo conseguirán cosechar el mismo espíritu farisaico, y este espíritu se esparce fácilmente como un virus pues es natural al corazón de piedra humano. Esto es ganancia deshonesta.
DMJ pg. 108.1 – “Cuando los hombres alientan ese espíritu acusador no se contentan con señalar lo que suponen es un defecto de su hermano. Si no logran por medios moderados inducirlo a hacer lo que ellos consideran necesario, recurrirán a la fuerza. En cuanto les sea posible, obligarán a los hombres a conformarse a su concepto de lo justo. Esto es lo que hicieron los judíos en los tiempos de Cristo y lo que ha hecho la iglesia cada vez que se apartó de la gracia de Cristo. Al verse desprovista del poder del amor, buscó el brazo fuerte del estado para imponer sus dogmas y ejecutar sus decretos. En esto estriba el secreto de todas las leyes religiosas que se hayan dictado y de toda persecución, desde los tiempos de Abel hasta nuestros días.”
Debemos permitir la soberanía del Espíritu Santo en nuestra voluntad, y permitir que moldee nuestra mente semejante a la mente de Cristo: “Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Co. 2:16). Debemos desarrollar un nuevo carácter creado por el Espíritu Santo, para que sea desarrollado semejante al carácter de Cristo. Esta es la reforma y avivamiento necesarios en nosotros mismos, antes que pretendamos ser el último movimiento de reforma. “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ez. 36:26). Si no permitimos una reforma y avivamiento primeramente en nosotros, es caso perdido pretender reformar y enseñar a otros. El mejor sermón que un verdadero creyente puede dar es el de un carácter semejante al de Cristo y una vida consecuente con la santa Ley de Dios.
Mente Carácter y Personalidad tomo 2, pg. 785.2 – “La vida consecuente, la paciente tolerancia, el espíritu sereno bajo la provocación, es siempre el argumento más concluyente y el más solemne llamamiento. Si habéis tenido oportunidades y ventajas que no les hayan tocado en suerte a los demás, considerad este hecho y sed siempre maestros sabios, cuidadosos y amables.” {2MCP89 785.2}
2MCP89 pg. 785.3 – “A fin de que la cera reciba una impresión fuerte y clara del sello, no la golpeáis con el sello en forma apresurada y violenta; colocáis el sello cuidadosamente sobre la plástica cera y en forma tranquila y firme lo apretáis hasta que se haya endurecido en el molde. De la misma manera tratad con las almas humanas. La continuidad de la influencia cristiana es el secreto de su poder, y esto depende de que vosotros perseveréis en la manifestación del carácter de Cristo. Ayudad a los que hayan errado, contándoles lo que os ha ocurrido a vosotros. Mostradles cómo, cuando cometisteis graves errores, la paciencia, la bondad y la disposición a ayudaros manifestada por vuestros colaboradores os dieron valor y esperanza.”
La única cabeza de la iglesia es Cristo y el Espíritu Santo es su Representante aquí en la tierra: “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Jn. 16:7). El Espíritu reparte dones según su voluntad a cada persona: “Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho” (1 Co. 12:4-7).
Es necesario que todos seamos hermanos colaborando con Dios según la voluntad de Dios y no la voluntad y opiniones de los hombres. La diversidad de los dones es lo que hace fuerte a la iglesia. “Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere” (1 Co. 12:11). El momento que dependemos de una sola persona para la obra de Dios, estamos dependiendo únicamente de los talentos y defectos de un solo miembro. Sería como si el cuerpo dependiera únicamente de los ojos, o únicamente de los pulmones, o únicamente del cerebro. Pero el cuerpo, para poder funcionar debidamente necesita de los diversos dones: necesita del cerebro, de los ojos, de los pulmones, del corazón, etc.
“Además, el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos. Si dijere el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo? Y si dijere la oreja: Porque no soy ojo, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo? Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuese oído, ¿dónde estaría el olfato? Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso. Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Pero ahora son muchos los miembros, pero el cuerpo es uno solo. Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito, ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros. Antes bien los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios; y a aquellos del cuerpo que nos parecen menos dignos, a estos vestimos más dignamente; y los que en nosotros son menos decorosos, se tratan con más decoro.” (1 Co. 12:14-23)
Solamente Dios, quien otorga los dones “repartiendo a cada uno en particular como él quiere”, sabe qué lugar en la obra debe ocupar cada miembro de la iglesia. Si rechazamos esto, rechazamos su Soberanía. Si nos colocamos en la posición de determinar qué miembro de la iglesia es necesario y qué miembro de la iglesia no es necesario, quién es digno, quién no es digno, quién es fuerte y quien es débil, estamos rechazando la Soberanía Divina. “Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito, ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros. Antes bien los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios.”
Los seres humanos finitos y depravados no podemos ver de la misma manera que Dios ve. Nosotros no podemos leer la mente, el corazón, ni la vida de las personas. Sólo Dios es plenamente consciente de todo, nuestra vida es un libro abierto ante sus ojos misericordiosos. Lo que a nosotros nos puede parecer digno y fuerte, para Dios puede ser mas bien indigno y débil. La persona que para nosotros es indigna y débil, para Dios puede ser aquello que Dios escogió para realizar su maravillosa obra.
“Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Co. 1:25). “Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Co. 1:27-29).
El Evangelismo pg. 80.5 – “No piense ninguna persona que únicamente sus dones son suficientes para la obra de Dios; que sólo él puede llevar a cabo una serie de reuniones y dar perfección a la obra. Sus métodos pueden ser buenos, y sin embargo diversos dones son esenciales. La mente de una sola persona no debe moldear ni dar forma a la obra de acuerdo con sus ideas particulares. Para que la obra sea edificada con firmeza y simetría se requieren diversos dones y diferentes instrumentos, todos ellos bajo la dirección del Señor; él instruirá a los obreros de acuerdo con sus diversas aptitudes. La cooperación y la unidad son indispensables para constituir un todo armonioso en el que cada obrero cumpla la orden que Dios le ha encomendado, se desempeñe correctamente en su posición y supla la deficiencia de otro. Cuando se permite que un obrero trabaje solo, corre el peligro de pensar que su talento es suficiente para constituir un todo bien equilibrado.” {Ev 80.5}
Cada obrero debe desempeñarse “correctamente en su posición” y “suplir la deficiencia de otro.” Para entender y aceptar esta declaración se necesita humildad, que también es un don del Espíritu Santo. Por naturaleza nos creemos plenamente suficientes para obra, que la obra depende únicamente de nosotros, y que todos los demás deben aprender y escuchar de nosotros, mientras que nosotros no necesitamos escuchar y aprender de nadie. Queremos reformar a otros, pero no queremos ser reformados nosotros mismos. Pero la realidad es que todos somos deficientes, y por eso es necesario que otro obrero sea capacitado por Dios para suplir las deficiencias de unos y otros.
El órgano del corazón debe bombear sangre a todo el cuerpo, pero la sangre necesita oxígeno, y para esto es necesario otro órgano—los pulmones. Los pulmones suplen la deficiencia del corazón, pues el corazón no lo puede hacer todo. Pero tanto el corazón como los pulmones nos son necesarios, ambos son igualmente importantes. Así debe ser entre los obreros de la viña. Ningún obrero por encima del otro como cabeza, sino todos hermanos en Cristo obedeciendo la voz de Cristo.
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.” (Jn. 10:27-28)
Testimonios para los Ministros pg. 347.1 – “Debo hablar a mis hermanos de cerca y de lejos. No puedo guardar silencio. No están actuando de acuerdo con principios correctos. Los que ocupan puestos de responsabilidad no deben creer que su posición de importancia los hace infalibles.” {TM 347.1}
2JT pg. 381.2 – “Los que están destituídos de simpatía, ternura y amor, no pueden hacer la obra de Cristo. Antes que pueda cumplirse la profecía de que el débil será ‘como David’, y la casa de David ‘como el ángel de Jehová’ (Zacarías 12:8), los hijos de Dios deben poner a un lado todo pensamiento de sospecha con respecto a sus hermanos. Los corazones deben latir al unísono. Deben manifestarse mucho más abundantemente la benevolencia cristiana y el amor fraternal. Repercuten en mis oídos las palabras: ‘Uníos, uníos.’ La verdad solemne y sagrada para este tiempo debe unificar al pueblo de Dios. Debe morir el deseo de preeminencia. Un tema de emulación debe absorber todos los demás: ‘¿Quién se asemejará más a Cristo en su carácter? ¿Quién se esconderá más completamente en Jesús?’”
“Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová.” (Jer. 17:5)
TM pg. 347.3 – “El Señor no ha puesto a ninguno de sus instrumentos humanos bajo el dictado y el control de aquellos que son ellos mismos mortales sujetos a error. No ha colocado sobre los hombres el poder de decir: Usted hará esto, y usted no hará aquello. Pero en Battle Creek se ejerce un poder que Dios no ha dado, y él juzgará a los que se arrogan esta autoridad. Ellos tienen algo del mismo espíritu que indujo a Uza a poner su mano sobre el arca para sostenerla, como si Dios no fuera capaz de cuidar de sus símbolos sagrados. Debe ejercerse mucho menos del poder y de la autoridad del hombre hacia los agentes humanos de Dios. Hermanos, permitid que Dios gobierne.”
TM pg. 348.3 – “Ningún hombre es juez adecuado del deber de otro hombre. El hombre es responsable ante Dios, y cuando los hombres finitos y sujetos a error toman en sus manos el manejo de sus semejantes, como si el Señor los comisionara a hacer y deshacer, todo el cielo se llena de indignación. Se establecen extraños principios con respecto al control de las mentes y las obras de los hombres, por parte de jueces humanos, como si estos hombres finitos fueran dioses.”
ATO pg. 284.4 – “Que aquellos que tienen responsabilidades recuerden que es el Espíritu Santo quien realiza la tarea de moldear. Es el Señor quien controla. No debemos tratar de forjar según nuestras propias ideas a aquellos por quienes trabajamos. Debemos dejar que Cristo realice esta labor. El no sigue modelo humano alguno. Actúa de acuerdo con su propia mente y espíritu.”
TM pg. 349.3 – “El actual estado de cosas debe cambiar, de otra manera la ira de Dios caerá sobre sus instrumentos que no están actuando según las instrucciones de Cristo. ¿Os ha dado Dios a alguno de vosotros el encargo de enseñorearos despóticamente de su herencia? Esta clase de obra se ha estado haciendo por años. Dios lo ve todo, y esto le desagrada. Cuando los hombres se colocan entre Dios y sus agentes humanos, deshonran a Dios y perjudican a las almas que necesitan ánimo, simpatía y amor verdaderos. Me siento constreñida a exhortar a nuestros obreros: Cualquiera sea vuestra posición, no dependáis de los hombres, ni hagáis de la carne vuestro brazo.”
La Voluntad de Dios
“Y les dijo: Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.” (Lc. 11”2)
Aceptar la Soberanía de Dios implica aceptar que su Voluntad se cumpla en nuestras vidas y en todo el universo y en todo momento. Aceptar su voluntad voluntariamente porque creemos sinceramente que Dios, nuestra Padre Celestial, es justo y misericordioso al mismo tiempo y su voluntad siempre será lo mejor para nosotros y para todos y para todo. Si en su voluntad está permitir la enfermedad, el dolor, inclusivo la muerte, esto es porque es lo mejor y será una bendición finalmente.
Cuando los tres hebreos fueron amenazados de ser echados al horno de fuego para morir, el rey de Babilonia les preguntó:
“¿Y qué dios será aquel que os libre de mis manos?” (Dn. 3:15)
Los tres israelitas aceptaban la Soberanía Divina, estaban completamente sujetos a la voluntad de Dios, por eso respondieron:
“He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado.” (Dn. 3:17-18)
Aceptar la voluntad de Dios con esa fe sobrenatural de los tres hebreos significa entender que Dios nos puede sanar de la enfermedad, nos puede aliviar del dolor y librar de la muerte: “puede librarnos del horno de fuego ardiendo.” Hay una fe implícita e inquebrantable que no duda de su amor: “nos librará”. Pero esta fe y este amor se someten a la voluntad de Dios, pues entiende que sea cual fuese su voluntad, eso es lo mejor para nosotros: “Y si no.” Pero esta obediencia a Dios, cuando es verdadera, no es una obediencia servil, que busca una recompensa, algo a cambio—no es salvación por obras. Al contrario, independientemente de los resultados continúa obedeciendo: “Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado.”
La obediencia verdadera va de la mano con el amor a Dios, pues “el cumplimiento de la ley es el amor” (Ro. 13:10). El amor no obedece esperando algo a cambio como resultado. Los hebreos no obedecieron la Ley de Dios a cambio de que Dios los libre del horno de fuego ardiente, sino que escogieron obedecer a Dios independientemente de que su voluntad sea librarlos del horno de fuego o dejarlos perecer en el fuego ardiente.
Si poseemos el mismo espíritu que habitaba en aquellos tres hebreos, entonces de igual manera escogeremos obedecer a Dios independientemente de los resultados. Nos alimentaremos sanamente independientemente de los resultados. Guardaremos el sábado, todos sus Mandamientos, y apartaremos el diezmo independientemente de los resultados, porque el hacer el bien agrada a Dios y es lo mejor para nosotros así no veamos inmediatamente el efecto.
¿Y cuál es la voluntad de Dios? La única manera de conocer su Voluntad es estudiando su Palabra.
“Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tes. 4:3)
Desde la caída de nuestros primeros padres, Dios puso en marcha el plan de redención para restaurarnos al estado original perfecto en el que fuimos creados. Todo lo que Dios ha hecho, hace y hará es con este supremo fin—nuestra restauración. El prometió luego de la caída del primer Adán una promesa que no puede fallar:
“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya.” (Gn. 3:15)
Por medio de símbolos Dios nos enseña en el ritual simbólico que la santificación es un fruto o resultado de la justificación.
“Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.” (Ro. 6:22)
El sacerdote terrenal debía quemar el incienso en el altar del incienso dentro del lugar santo en el santuario para luego poder aumentar aceite a las lámparas (Ex. 30:7). Este trabajo debía realizarlo diaria y continuamente, pues era un Servicio Diario o Continuo.
“Manda a los hijos de Israel que te traigan para el alumbrado aceite puro de olivas machacadas, para hacer arder las lámparas continuamente.” (Lv. 24:2)
El incienso era quemado en el lugar santo delante del velo detrás del cual se encontraba la Ley de Dios en el arca del pacto—los Diez Mandamientos—para aceptación: “como incienso agradable os aceptaré” (Ez. 20:41). Pero la Ley no exige incienso para que seamos justificados, sino que exige obediencia perfecta y perpetua:
“Y les di mis estatutos, y les hice conocer mis decretos, por los cuales el hombre que los cumpliere vivirá.” (Ez. 20:11)
Claramente el incienso es un símbolo de una justicia perfecta y perpetua completamente fuera del israelita por la cual podemos ser aceptados “como incienso agradable”. De igual manera sabemos que el aceite era un símbolo del Espíritu Santo como Agente Regenerador, pues cuando el profeta Samuel ungió con aceite a David está escrito: “Y Samuel tomó el cuerno del aceite, y lo ungió en medio de sus hermanos; y desde aquel día en adelante el Espíritu de Jehová vino sobre David. Se levantó luego Samuel, y se volvió a Ramá.” (1 Sa. 16:13).
El aceite y el agua que nos lava y limpia, nos regenera, son figuras del Consolador.
“Te lavé con agua, y lavé tus sangres de encima de ti, y te ungí con aceite.” (Ez. 16:9)
Pero antes de que pueda lavarnos con agua y ungirnos con el aceite debe primeramente “cubrir nuestra desnudez”:
“Y extendí mi manto sobre ti, y cubrí tu desnudez; y te di juramento y entré en pacto contigo, dice Jehová el Señor, y fuiste mía. Te lavé con agua, y lavé tus sangres de encima de ti, y te ungí con aceite.” (Ez. 16:8-9)
Inmediatamente después de que el primer Adán pecó se percató que estaba desnudo (Gn. 3:1). Pero sólo comprendió su desnudez externa, no comprendió la verdadera desnudez—la externa—de la cual nos habla la Amonestación del Testigo Fiel:
“Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.” (Ap. 3:17)
El consejo de Dios para cubrir esta desnudez es:
“Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas.” (Ap. 3:18)
Nuestros primeros padres intentaron cubrir su propia desnudez con sus propias obras haciéndose delantales con hojas de higuera:
“Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.” (Gn. 3:7)
Pero Dios no aceptó las hojas de higuera, no acepto el intento de cubrir nuestra desnudez con nuestras propias obras. Por algo dice “Yo te aconsejo que de mí compres”—solo se puede comprar algo que no poseemos, y hay un único vendedor que posee lo que necesitamos. “Vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez.” Necesitamos comprar vestiduras blancas para poder ser aceptados. Nosotros no poseemos y no podemos cocer nuestras propias vestiduras blancas. No podemos alcanzar la aceptación por medio de nuestra obediencia o perfección.
“Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió.” (Gn. 3:21)
Dios mismo proveyó el medio para cubrir la desnudez de la raza caída. Se realizó el primer sacrificio de un cordero para cubrir la vergüenza de la desnudez espiritual.
“Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.” (Is. 9:6)
“Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios.” (Lc. 1:35)
“Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios.” (Jn. 1:36)
Cristo revistió su Divinidad con Humanidad, vino a la tierra como Hombre. Su naturaleza humana fue engendrada santa—sin mancha de pecado—por Dios Espíritu Santo en el vientre de María (Lc. 1:35; Mt. 1:20). Cristo vino a la tierra sin la desnudez espiritual, y desarrolló Gálatas 5:22-23, desarrolló un carácter perfecto, una justicia perfecta y perpetua para nosotros y por nosotros. Por eso dijo:
“Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.” (Jn. 17:19)
“Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada.” (Jn. 8:29)
“Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo.” (Jn. 16:33)
Cristo como Hombre prefirió la muerte antes de mancharse y contaminarse con el pecado. Murió para dar satisfacción a la condenación de la Ley: “la paga del pecado es muerte” (Ro. 6:23), que es una muerte eterna y definitiva: “la muerte segunda” (Ap. 21:8). Murió cargando con el pecado de la raza culpable, los pecados de todos nosotros le fueron imputados—en sí mismo no era pecador, pero por imputación de nuestros pecados era pecador en nosotros.
“Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.” (Is. 53:6)
“Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca.” (Is. 53:7)
Como Cristo no era pecador en sí mismo, la muerte no le pudo retener. Cristo fue engendrado como Hombre, vivió como Hombre, murió como Hombre y resucitó como Hombre. Pues como Dios, tiene vida inherente en sí mismo y no puede morir.
“Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Ro. 6:23)
“Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo.” (1 Jn. 5:11)
“Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna.” (1 Jn. 5:20)
“Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios.” (1 Pe. 1:18-21)
Cristo ahora se encuentra en el verdadero Templo, en el Santuario Celestial, realizando la segunda fase del plan de redención—su Sacerdocio. En el símbolo el sacerdote terrenal presentaba el incienso para poder aumentar el aceite a las lámparas y presentaba la sangre del animal sacrificado para el perdón de los pecados dentro del santuario terrenal. Cristo se presenta continuamente por nosotros con la verdadera ofrenda y el verdadero sacrificio: su obediencia perfecta y perpetua a la Ley de Dios, y su sangre derramada en la cruz.
“Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre. Porque todo sumo sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios; por lo cual es necesario que también este tenga algo que ofrecer.” (Heb. 8:1-3)
Cristo presenta su justicia perfecta para que seamos “aceptos en el Amado” (Ef. 1:6), nuestra desnudez queda cubierta con el manto de su justicia perfecta y el Padre, por su misericordia y gracia, “llama las cosas que no son, como si fuesen” (Ro. 4:17) y nos declara justos, hijos de Dios, santos, perfectos y “completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad” (Col. 2:10)
Pero la voluntad de Dios es “nuestra santificación” (1 Tes. 4:3). El desea que esa declaración legal en el Santuario Celestial se convierta en una realidad aquí en la tierra en nosotros mismos. Con este fin Cristo cumple su promesa de “yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (Jn. 14:16). Como resultado de la justificación por la fe, el Consolador es otorgado al creyente que está “siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Ro. 3:24), “para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Ro. 8:4).
Es así que cumple su promesa de poner enemistad entre nosotros y Satanás (Gn. 3:15), es así como compramos “oro refinado en fuego”—que es lo que no tenemos: los frutos de Gálatas. 5:22-23, es así como compramos las “vestiduras blancas”—la justicia perfecta de Cristo, y el “colirio” para que podamos tener discernimiento de la Palabra de Dios, y aprendamos a conocer su santa Ley—para andar en el camino de la obediencia verdadera y voluntaria, e iniciemos la lucha contra el YO para vencer sobre todo pecado, todo defecto de carácter, todo ídolo, y toda depravación de la carne.
“Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono.” (Ap. 3:21)
Reflejemos a Jesús pg. 73.3 – “La santificación de los miembros de la iglesia es el propósito de Dios en todo su trato con su pueblo. Los eligió desde la eternidad para que fueran santos. Dio a su Hijo para que muriera por ellos, para que fuesen santificados por la obediencia a la verdad, despojados de todas las mezquindades del yo. Requiere de ellos una obra personal, una entrega individual. Dios puede ser honrado por los que profesan creer en El únicamente cuando se conforman a su imagen y son dirigidos por su Espíritu. Entonces, como testigos del Salvador, pueden dar a conocer lo que la gracia divina ha hecho por ellos. {RJ 73.3}
“La verdadera santificación es consecuencia de la aplicación del principio del amor. ‘Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él’ (1 Juan 4:16). La vida de aquel en cuyo corazón habita Cristo revelará una piedad práctica. El carácter será purificado, elevado, ennoblecido y glorificado. La doctrina pura se combinará con las obras de justicia, y los preceptos celestiales con las costumbres santas. {RJ 73.4}
“Es la fragancia del amor hacia nuestros semejantes lo que revela nuestro amor a Dios. Es la paciencia en el servicio lo que le da descanso al alma. El bienestar de Israel se promueve mediante trabajo humilde, diligente y fiel. Dios sostiene y fortalece al que desea seguir en la senda de Cristo.” {RJ 73.5}
Si estamos siendo justificados en virtud de la justicia perfecta de Cristo, y como resultado recibimos el bautismo diario del Espíritu Santo como Agente Regenerador, entonces se nos otorga Gálatas 5:22-23 como semillas de una nueva planta que debe crecer o morir. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5). Lo que no teníamos y necesitábamos nos es dado—el amor. Pero ese amor sobrenatural debe desarrollarse continuamente, o va a morir eventualmente ahogado por el egoísmo, el odio, el orgullo, y la dureza natural.
No basta que nos sea dado lo que no tenemos, no basta que en la teoría lo entendamos, pues debe ser puesto en práctica—amor a Dios y amor al prójimo. “Es la fragancia del amor hacia nuestros semejantes lo que revela nuestro amor a Dios.” Pues si no manifestamos amor al prójimo, definitivamente no podemos tener amor a Dios y a su Ley. Es así que, en lugar de obediencia verdadera, sólo desarrollamos obediencia legalista, farisea, forzada y servil. Esta es una obediencia falsa, fría y sin amor.
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” para que se desarrolle, para que la planta crezca, viva y lleve mucho fruto para gloria de Dios.
“Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos. Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.” (Jn. 15:4-11)
“Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado.” (Jn. 15:12)
Eventos de los Últimos Días pg. 225.1 – “El sello del Dios viviente sólo será colocado sobre los que son semejantes a Cristo en carácter.” {EUD92 225.1}
2JT pg. 69.1 – “Ninguno de nosotros recibirá jamás el sello de Dios mientras nuestros caracteres tengan una mancha. Nos toca a nosotros remediar los defectos de nuestro carácter, limpiar el templo del alma de toda contaminación. Entonces la lluvia tardía caerá sobre nosotros como cayó la lluvia temprana sobre los discípulos en el día de Pentecostés.” {2JT 69.1}
La hermana White pudo haber escrito que el sello de Dios jamás será puesto sobre una persona que no abandone el consumo de la carne, o una persona que no venda su casa y vaya a vivir al campo, pero en cambio se enfocó bastante en el carácter. Un corazón legalista puede servilmente abandonar el consumo de carne, vender todo lo que tiene e irse a vivir al campo y vivir de la manera más precaria e incómoda posible. Pero lo que un fariseo nunca podrá hacer es transformar su carácter depravado y contaminado por el pecado. El fariseo podrá guardar el sábado y toda la Ley de la manera más estricta y firme posible, pero continuará siendo un “miserable, pobre, ciego y desnudo” (Ap. 3:17), seguirá estando atestado de “perversidad, maldad, envidia, homicidios, contiendas”, seguirá siendo “murmurador, soberbio, altivo, necio, sin amor y sin misericordia” (Ro. 1:29-31).
Es por eso que Dios permite que las crisis lleguen a nosotros: para revelar lo que verdaderamente hay en nuestro interior, en nuestro corazón. Por afuera podemos parecer estar limpios, mientras que por dentro seguimos contaminados de maldad.
“Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad.” (Mt. 23:28)
“Pero el Señor le dijo: Ahora bien, vosotros los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de rapacidad y de maldad.” (Lc. 11:39)
La voluntad de Dios es nuestra santificación. Dios desea que cuando llegue la crisis y nos encuentre desesperados, angustiados, sin esperanza, sin fe, sin amor, y murmurando contra Dios y los hombres, entendamos que nuestra profesión de fe y todo nuestro conocimiento de la ciencia del plan de redención son vanos sin amor. Si no tenemos amor, “vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe” (1 Co. 13:1). Podemos correr de aquí para allá predicando el plan de redención servilmente, haciendo mucha bulla, pero llevando poco o nada de fruto para la gloria de Dios.
Palabras de Vida del Gran Maestro pg. 339.2 – “Es en la crisis cuando se revela el carácter. Cuando la voz fervorosa proclamó a media noche: ‘He aquí, el esposo viene; salid a recibirle’, y las vírgenes que dormían fueron despertadas de su sueño, se vio quién había hecho la preparación para el acontecimiento. Ambas clases fueron tomadas desprevenidas; pero una estaba preparada para la emergencia, y la otra fue hallada sin preparación. Así también hoy en día, una calamidad repentina e inesperada, algo que pone al alma cara a cara con la muerte, demostrará si uno tiene verdadera fe en las promesas de Dios. Mostrará si el alma es sostenida por la gracia. La gran prueba final viene a la terminación del tiempo de gracia, cuando será demasiado tarde para que la necesidad del alma sea suplida. {PVGM 339.2}
“Las diez vírgenes están esperando en el atardecer de la historia de esta tierra. Todas aseveran ser cristianas. Todas han recibido un llamamiento, tienen un nombre y una lámpara: todas profesan estar realizando el servicio de Dios. Aparentemente todas esperan la aparición de Cristo. Pero cinco no están listas. Cinco quedarán sorprendidas y espantadas fuera de la sala del banquete. {PVGM 339.3}
“En el día final, muchos pretenderán ser admitidos en el reino de Cristo, diciendo: ‘Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste’. Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’ Pero la respuesta es: ‘Dígoos que no os conozco; apartaos de mí’ (Lucas 13:26, 27; Mateo 7:22). En esta vida no han practicado el compañerismo con Cristo; por lo tanto no conocen el lenguaje del cielo, son extraños a sus gozos. ‘¿Quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios’ (1 Corintios 2:11).” {PVGM 340.1}
2JT pg. 69.3 – “En esta vida debemos arrostrar pruebas de fuego y hacer sacrificios costosos, pero la paz de Cristo es la recompensa. Ha habido tan poca abnegación, tan poco sufrimiento por amor a Cristo, que la cruz queda casi completamente olvidada. Debemos participar de los sufrimientos de Cristo si queremos sentarnos en triunfo con él sobre su trono. Mientras elijamos la senda fácil de la complacencia propia y nos asuste la abnegación, nuestra fe no llegará nunca a ser firme, y no podremos conocer la paz de Jesús ni el gozo que proviene de una victoria consciente. Los más encumbrados de la hueste redimida que estarán vestidos de blanco delante del trono de Dios y del Cordero, habrán conocido el conflicto necesario para vencer, porque habrán pasado por la gran tribulación. Los que hayan cedido a las circunstancias en vez de empeñarse en este conflicto, no sabrán cómo subsistir en aquel día cuando la angustia domine a toda alma, cuando, si Noé, Job y Daniel estuviesen en la tierra no salvarían ‘hijo ni hija,’ pues cada uno habrá de librar su alma por su propia justicia.” {2JT 69.3}
Cristo mismo, como Hombre, se sometió a la voluntad y Soberanía de su Padre. Cuánto más nosotros, seres depravados y pecadores deberíamos someternos a la Soberanía Divina.
“Otra vez fue, y oró por segunda vez, diciendo: Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad.” (Mt. 26:42)
Someternos a la voluntad de Dios nos ayudará a desarrollar confianza en nuestro Padre Eterno, y en toda crisis pequeña o grande podremos salir victoriosos. Es cuando orgullosamente rehusamos someternos a su Soberanía que salimos desalentados y derrotados aún de la crisis más pequeña.
“Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios.” (1 Co. 3:9)
La voluntad de Dios en nuestra santificación es para que con nuestra vida práctica, desarrollando un carácter semejante al de Cristo, podamos colaborar con Dios llevando otras almas a Cristo para que todos seamos santificados en la verdad, llevando mucho fruto—frutos de amor y de justicia.
“Y el Señor encamine vuestros corazones al amor de Dios, y a la paciencia de Cristo.” (2 Tes. 3:5)
“Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.” (Ef. 4:1-3)
Fácil es amar, respetar, tratar bien a los que se someten a nosotros, creen lo mismo que nosotros y nunca nos dan la contra, ni opinan diferente. La verdadera prueba del amor de origen celestial está en amar a aquellos que “no merecen” nuestro amor. Nosotros mismo no merecemos el amor de Dios, pero Dios nos ama. Dios no ama al que lo merece, ama al que lo necesita. Así también sus hijos amarán a toda alma por la que Cristo murió.
«Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” (Mt. 5:44-48)
RJ pg. 126.3 – “Es el privilegio de toda alma ser un canal vivo por medio del cual Dios pueda comunicar al mundo los tesoros de su gracia, las inescrutables riquezas de Cristo. No hay nada que Cristo desee tanto como agentes que representen al mundo su Espíritu y carácter. No hay nada que el mundo necesite tanto como la manifestación del amor del Salvador mediante la humanidad. Todo el cielo está esperando que haya canales por medio de los cuales pueda derramarse el aceite santo para que sea un gozo y una bendición para los corazones humanos.”
La única forma de colaborar con Cristo es con un carácter semejante al suyo. De lo contrario, con un carácter fariseo natural sólo estorbaremos la obra.
El Colpoltor Evangélico pg. 71.1 – “El carácter es poder. El testimonio silencioso de una vida sincera, abnegada y piadosa, tiene una influencia casi irresistible. Al revelar en nuestra propia vida el carácter de Cristo, cooperamos con él en la obra de salvar a las personas. Solamente revelando en nuestra vida su carácter, podemos cooperar con él.”
PVGM pg. 148.2 – “‘Habrá más gozo en el cielo de un pecador que se arrepiente, que de noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento’ (Lc. 15:7). Vosotros, los fariseos, dijo Cristo, os consideráis como los favoritos del cielo. Pensáis que estáis seguros en vuestra propia justicia. Sabed, por lo tanto, que si no necesitáis arrepentimiento, mi misión no es para vosotros. Estas pobres almas que sienten su pobreza y pecaminosidad, son precisamente aquellas que he venido a rescatar. Los ángeles del cielo están interesados en los perdidos que despreciáis. Os quejáis y mostráis vuestro desprecio cuando una de estas almas se une conmigo; pero sabed que los ángeles se regocijan y el himno de triunfo resuena en las cortes celestiales. {PVGM 148.2}
“Los rabinos tenían el dicho de que hay regocijo en el cielo cuando es destruido uno que ha pecado contra Dios; pero Jesús enseñó que la obra de destrucción es una obra extraña; aquello en lo cual todo el cielo se deleita es la restauración de la imagen de Dios en las almas que él ha hecho.” {PVGM 148.3}
Conocimiento y Necesidad
“Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento. Por cuanto desechaste el conocimiento, yo te echaré del sacerdocio; y porque olvidaste la ley de tu Dios, también yo me olvidaré de tus hijos.” (Oseas 4:6)
Es muy sencillo malinterpretar el significado bíblico de “conocimiento”. Es fácil creer que “conocimiento” significa meramente aprenderse versículos y párrafos de memoria, para poder repetirlos al pie de la letra. Pero esto no es verdadero conocimiento, esto es letra muerta. Acerca de los hijos del sacerdote Elí, el Señor dijo:
“Los hijos de Elí eran hombres impíos, y no tenían conocimiento de Jehová.” (1 Sa. 2:12)
¿Acaso los hijos de Elí no conocían quién era el Dios de Israel? ¿No sabían los mandamientos, no tenían conocimiento de la ley ceremonial que practicaban diariamente?
Historia de los Patriarcas y Profetas, pg. 621.1 – “Elí era sacerdote y juez de Israel. Ocupaba los puestos más altos y de mayor responsabilidad entre el pueblo de Dios. Como hombre escogido divinamente para las sagradas obligaciones del sacerdocio, y puesto sobre todo el país como la autoridad judicial más elevada, se le consideraba como un ejemplo, y ejercía una gran influencia sobre las tribus de Israel. Pero aunque había sido nombrado para que gobernara al pueblo, no regía bien su propia casa. Elí era un padre indulgente. Amaba tanto la paz y la comodidad, que no ejercía su autoridad para corregir los malos hábitos ni las pasiones de sus hijos. Antes que contender con ellos, o castigarlos, prefería someterse a la voluntad de ellos, y les cedía en todo. En vez de considerar la educación de sus hijos como una de sus responsabilidades más importantes, trataba el asunto como si tuviera muy poca importancia.” {PP54 621.1}
Podemos estar muy seguros de que el sumo sacerdote Elí enseñó a sus hijos tanto la Ley moral como la ley ceremonial para que sus hijos pudieran ejercer el sacerdocio según el orden de Aarón. Los hijos de Elí seguramente podían practicar el ritual simbólico de memoria, pero sin embargo no lo respetaban. Y si no respetaban la ley ceremonial, peor iban a respetar la Ley moral y al Dios Legislador. Tenían el conocimiento teórico del Dios de Israel, pero sin embargo “no tenían conocimiento de Jehová”—ese conocimiento verdadero que santifica el corazón, que es personal, individual, y que sólo se consigue en la vida práctica.
“Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos.” (Oseas 6:6)
Tener un conocimiento teórico del plan de salvación no garantiza que la persona sienta la necesidad de ser salvo. Es también peligroso adquirir conocimiento sin un propósito puro de crecer en la gracia y desarrollar un nuevo carácter cada vez más semejante al de Cristo. ¿Para qué estudiamos? ¿Para alimentar nuestro orgullo, o para edificarnos y edificar a nuestro prójimo? ¿Para qué predicamos? ¿Para alimentar nuestro orgullo, o por amor al prójimo?
“El conocimiento envanece, pero el amor edifica.” (1 Co. 8:1)
Cuando el Señor Jesús hablaba a una persona, lo hacía para despertar en esa persona el interés y la necesidad de algo que no poseemos. Cristo no buscaba ofender, lastimar, asustar, ni obligar a nadie, porque ese no es el espíritu de Dios. Cristo atraía con el poder de un carácter perfecto, justo y misericordioso—su única arma era el amor por las almas que vino a salvar.
“Vino una mujer de Samaria a sacar agua; y Jesús le dijo: Dame de beber. Pues sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer. La mujer samaritana le dijo: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? Porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí. Respondió Jesús y le dijo: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva.” (Jn. 4:7-10)
Los judíos eran el pueblo escogido por Dios para preservar el conocimiento del único Dios verdadero. Los judíos fueron escogidos para ser los heraldos—tanto de la Ley de Dios, como del plan de redención por medio del ritual simbólico. Sin embargo, leemos que la mujer samaritana dijo: “porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí.” Existía el conocimiento teórico, pero al no ser llevado a la práctica ese conocimiento se pervirtió de tal manera que convirtió a los judíos en intolerantes y exclusivistas. No conocían a Jehová. Cristo vino a la tierra como Hombre para que podamos conocerle.
Jesús sabía que de nada serviría dar un sermón teórico acerca del plan de redención a la mujer samaritana, primero había que despertar en ella la necesidad de un Salvador personal. Y al tratar con la mujer con amor, logró su objetivo. Cristo estaba cansado y sediento por el largo viaje, tenía necesidad de agua. Pero había algo más importante que las necesidades temporales, delante de sí estaba una mujer que necesitaba ser adoptada como hija de Dios. Aquella mujer que hasta entonces no tenía necesidad, pidió a Cristo “dame esa agua.” Ahora la persona sedienta de algo que no poseía era ella.
“Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna. La mujer le dijo: Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla.” (Jn. 4:13-15)
En seguida, la mujer samaritana habla con la poca luz que posee y dice a Jesús:
“Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.” (Jn. 4:20)
Al empezar a tener sed de salvación, y al ser revelado su pecado, la mujer busca dirección—¿dónde debo ir a adorar? ¿A qué iglesia? ¿A qué templo? ¿A qué organización religiosa?
Cristo mismo había establecido la ley ceremonial y había ordenado a Moisés la construcción de un tabernáculo—copia del original—aquí en la tierra. Luego fue Salomón quien recibió la orden de construir un santuario en Jerusalén. Pero se aproximaba la hora cuando con la muerte de Cristo la ley ceremonial iba a dejar de estar en vigencia. Se aproximaba la hora cuando Cristo ascendería al verdadero tempo—el Santuario Celestial—para ejercer su sacerdocio como “ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Heb. 8:2):
“Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren.” (Jn. 4:21-23)
Las masas que acudían a participar de las fiestas y sábados ceremoniales en el templo de Jerusalén participaban del ritual simbólico de manera cultural y repetitiva, pero sin convicción de pecado ni necesidad de aceptación y regeneración. Cristo explicó a la mujer samaritana que la verdadera adoración no se trata de un conocimiento teórico y una obediencia servil, formal y sin vida. “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” porque tienen una necesidad genuina de aceptación, perdón y regeneración. El amor del Padre despierta un amor en ellos y corresponden al amor con amor a Dios y al prójimo, obedeciendo la Ley voluntariamente y con gozo.
DTG pg. 159.3 – “Aquí se declara la misma verdad que Jesús había revelado a Nicodemo cuando dijo: ‘A menos que el hombre naciere de lo alto, no puede ver el reino de Dios’ (Juan 3:3). Los hombres no se ponen en comunión con el cielo visitando una montaña santa o un templo sagrado. La religión no ha de limitarse a las formas o ceremonias externas. La religión que proviene de Dios es la única que conducirá a Dios. A fin de servirle debidamente, debemos nacer del Espíritu divino. Esto purificará el corazón y renovará la mente, dándonos una nueva capacidad para conocer y amar a Dios. Nos inspirará una obediencia voluntaria a todos sus requerimientos. Tal es el verdadero culto. Es el fruto de la obra del Espíritu Santo. Por el Espíritu es formulada toda oración sincera, y una oración tal es aceptable para Dios. Siempre que un alma anhela a Dios, se manifiesta la obra del Espíritu, y Dios se revelará a esa alma. El busca adoradores tales. Espera para recibirlos y hacerlos sus hijos e hijas.”
Nuevamente la mujer samaritana dio testimonio del conocimiento que poseía:
“Le dijo la mujer: Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos declarará todas las cosas.” (Jn. 4:25)
“Sé que ha de venir el Mesías” le dijo al Mesías. La mujer ya había conocido doctrinal y teóricamente que un Mesías vendría a la tierra. Pero recién ahora tenía la necesidad de ese Mesías. Por eso el Mesías se presentó a la mujer:
“Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo.” (Jn. 4:26)
Aquí tenemos la clave para distinguir entre tener mero conocimiento a tener necesidad de un Salvador personal. La mujer samaritana por muchos años tenía conocimiento teórico de Cristo, pero recién ahora tenía necesidad personal de Cristo, entonces Cristo no dudó ni un segundo en presentarse a la mujer y lleno de alegría y amor le dijo “YO SOY”—“Yo soy el Salvador que necesitas”.
Cristo nos demuestra que está más que listo, está sediento por presentarse a nosotros y decirnos “YO SOY, el que habla contigo” para que empecemos a conocerle y ya no se diga de nosotros “no tenían conocimiento de Jehová” a pesar de que se pasaban horas y años estudiando el plan de redención como letra muerta.
DTG pg. 155.4 – “Se acercó entonces una mujer de Samaria, y sin prestar atención a su presencia, llenó su cántaro de agua. Cuando estaba por irse, Jesús le pidió que le diese de beber. Ningún oriental negaría un favor tal. En el Oriente se llama al agua ‘el don de Dios.’ El ofrecer de beber al viajero sediento era considerado un deber tan sagrado que los árabes del desierto se tomaban molestias especiales para cumplirlo. El odio que reinaba entre los judíos y los samaritanos impidió a la mujer ofrecer un favor a Jesús; pero el Salvador estaba tratando de hallar la llave de su corazón, y con el tacto nacido del amor divino, él no ofreció un favor, sino que lo pidió. El ofrecimiento de un favor podría haber sido rechazado; pero la confianza despierta confianza. El Rey del cielo se presentó a esta paria de la sociedad, pidiendo un servicio de sus manos. El que había hecho el océano, el que rige las aguas del abismo, el que abrió los manantiales y los canales de la tierra, descansó de sus fatigas junto al pozo de Jacob y dependió de la bondad de una persona extraña para una cosa tan insignificante como un sorbo de agua.”
“En esto vinieron sus discípulos, y se maravillaron de que hablaba con una mujer; sin embargo, ninguno dijo: ¿Qué preguntas? o, ¿Qué hablas con ella?” (Jn. 4:27)
Cuando los discípulos de Cristo llegaron al pozo se maravillaron que hablara con una mujer samaritana. Sin embargo, a aquella mujer samaritana el Cristo dijo “Yo soy el Mesías” de manera clara como a ningún judío. Los judíos habían levantado un muro de separación entre ellos y el mundo—pero no era un muro de separación para ser una nación única y singular como pueblo de Dios—sino que se trataba de un muro erigido con piedras duras y gigantes de exclusivismo, farisaísmo, prejuicios, intolerancia, odio, celos, envidia, presunción y orgullo. Y Cristo se encargó de derribar ese fastidioso muro con el amor, la mansedumbre, la simpatía, la ternura, la bondad y la cortesía.
DTG pg. 164.1 – “Jesús había empezado a derribar el muro de separación existente entre judíos y gentiles, y a predicar la salvación al mundo. Aunque era judío, trataba libremente con los samaritanos, y anulaba así las costumbres farisaicas de su nación. Frente a sus prejuicios, aceptaba la hospitalidad de este pueblo despreciado. Dormía bajo sus techos, comía en sus mesas—participando de los alimentos preparados y servidos por sus manos,—enseñaba en sus calles, y lo trataba con la mayor bondad y cortesía.
“En el templo de Jerusalén, una muralla baja separaba el atrio exterior de todas las demás porciones del edificio sagrado. En esta pared, había inscripciones en diferentes idiomas que declaraban que a nadie sino a los judíos se permitía pasar ese límite. Si un gentil hubiese querido entrar en el recinto interior, habría profanado el templo, y habría sufrido la pena de muerte. Pero Jesús, el que diera origen al templo y su ceremonial, atraía a los gentiles a sí por el vínculo de la simpatía humana, mientras que su gracia divina les presentaba la salvación que los judíos rechazaban.”
DTG pg. 165.2 – “No debemos estrechar la invitación del Evangelio y presentarla solamente a unos pocos elegidos, que, suponemos nosotros, nos honrarán aceptándola. El mensaje ha de proclamarse a todos. Doquiera haya corazones abiertos para recibir la verdad, Cristo está listo para instruirlos. El les revela al Padre y la adoración que es aceptable para Aquel que lee el corazón. Para los tales no usa parábolas. A ellos, como a la mujer samaritana al lado del pozo, dice: ‘Yo soy, que hablo contigo’.”
Es peligroso poner nuestra confianza en el conocimiento, como si lo único necesario para estar preparados para la crisis final fuera tener un conocimiento teórico. El conocimiento en sí mismo no tiene poder para salvar. Mejor sería tener poco conocimiento y una gran necesidad de Cristo a tener mucho conocimiento y muy poca necesidad de salvación. Obviamente lo ideal sería tener mucho conocimiento y una gran necesidad.
Así como es “peligroso considerar que la justificación por la fe pone mérito en la fe” (FO pg. 24.2) es de igual manera peligroso poner mérito salvador al conocimiento, elevándolo al punto de ser causa para justificación. Pues con la boca podemos predicar justificación por la fe, pero en la práctica deshacemos la justicia de Cristo al poner mérito salvador al conocimiento o a cualquier otro deber humano. Es nuestro deber estudiar para alcanzar un mayor conocimiento de Dios, su Ley y su carácter. Debemos familiarizarnos con el Reino en el que anhelamos vivir y servir eternamente. Pero Dios no nos salva en virtud del conocimiento que adquirimos.
“Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía. Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz.” (Santiago 3:17-18)
La verdadera sabiduría o conocimiento que viene de Dios, el apóstol Santiago la describe primeramente como pura—libre de contaminación, luego como pacífica—no busca pleitos, ni divisiones, ni contiendas. Después como amable y benigna—pues un conocimiento del carácter perfecto de Dios despierta en el verdadero estudiante un ardiente deseo de participar de ese mismo espíritu y carácter: “lleno de misericordia y buenos frutos”. Un conocimiento que, al contrario, despierta nuestros frutos de la carne naturales: como la soberbia, la intolerancia, el odio, el orgullo, no puede venir “de lo alto” sino de lo bajo.
“From the Heart”, Noviembre 5 – “Al contemplar, cambiamos. Mediante un estudio detenido y una seria contemplación del carácter de Cristo, su imagen se refleja en nuestras propias vidas y se imparte un tono más elevado a la espiritualidad de la iglesia. Si la verdad de Dios no ha transformado nuestro carácter a la semejanza de Cristo, todo nuestro conocimiento profesado de Él y de la verdad es como metal que resuena y címbalo que retiñe (1 Co. 13:1).
“Que todos los que afirman guardar los mandamientos de Dios miren bien este asunto y vean si no hay razones por las que no tengan más del derramamiento del Espíritu Santo. ¡Cuántos han elevado su alma a la vanidad! Se creen exaltados en el favor de Dios, pero descuidan a los necesitados, hacen oídos sordos a las llamadas de los oprimidos y hablan con palabras duras y cortantes a quienes necesitan un trato completamente diferente. Por eso, diariamente ofenden a Dios con la dureza de su corazón. Estos afligidos reclaman la simpatía y el interés de sus semejantes. Tienen derecho a esperar ayuda, consuelo y amor cristiano. Pero esto no es lo que reciben. Cada descuido de los sufrientes de Dios está escrito en los libros del cielo como si se lo mostrara al mismo Cristo. Que todos los miembros de la iglesia examinen de cerca su corazón e investiguen su curso de acción para ver si están en armonía con el espíritu y la obra de Jesús; porque si no, ¿qué dirán cuando se presenten ante el Juez de toda la tierra? ¿Puede el Señor decirles: ‘Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo’?” {The Review and Herald, April 24, 1913}
Ev pg. 459.3 – “Los hombres pueden hablar fluidamente acerca de doctrinas, y pueden expresar una fe poderosa en las teorías, pero ¿poseen ellos la mansedumbre y el amor cristianos? Si revelan un espíritu áspero y crítico están negando a Cristo. Si no son bondadosos, tiernos, longánimes, no son semejantes a Jesús; están engañando sus propias almas. Un espíritu contrario al amor, la humildad, la mansedumbre y la bondad de Cristo, lo niega a él, cualquiera que sea la profesión.” {Ev 459.3}
Es peligroso poner mérito al conocimiento porque además de hacer que el hombre albergue una falsa seguridad por su conocimiento, ya que este conocimiento no ha purificado el corazón, su orgullo le hace sentirse superior a aquellos que no poseen el “gran conocimiento” que ellos poseen. Ya que la salvación del fariseo se basa en su mucho conocimiento, cualquiera que posea poco o nada de ese conocimiento, debe estar perdido y no tiene esperanza alguna para el juicio.
DTG pg. 593.2 – “Aquellos a quienes Cristo elogia en el juicio, pueden haber sabido poca teología, pero albergaron sus principios. Por la influencia del Espíritu divino, fueron una bendición para los que los rodeaban. Aun entre los paganos, hay quienes han abrigado el espíritu de bondad; antes que las palabras de vida cayesen en sus oídos, manifestaron amistad para con los misioneros, hasta el punto de servirles con peligro de su propia vida. Entre los paganos hay quienes adoran a Dios ignorantemente, quienes no han recibido jamás la luz por un instrumento humano, y sin embargo no perecerán. Aunque ignorantes de la ley escrita de Dios, oyeron su voz hablarles en la naturaleza e hicieron las cosas que la ley requería. Sus obras son evidencia de que el Espíritu de Dios tocó su corazón, y son reconocidos como hijos de Dios.
“¡Cuánto se sorprenderán y alegrarán los humildes de entre las naciones y entre los paganos, al oír de los labios del Salvador: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis”! ¡Cuán alegre se sentirá el corazón del Amor Infinito cuando sus seguidores le miren con sorpresa y gozo al oír sus palabras de aprobación!”
El fariseo no sólo estrecha la invitación del Evangelio a unos pocos escogidos, sino que además la llena de obstáculos y cargas que ni él mismo está dispuesto a cargar (Mt. 23:4). Para el fariseo, es extremadamente difícil que un pagano pueda ser reconocido como hijo de Dios a menos que llegue a alcanzar la norma del fariseo. Sin embargo, ante los ojos de Dios, ese pagano que sin tener el conocimiento y la luz del fariseo, cede a la influencia del Espíritu Santo y desarrolla un nuevo carácter semejante al de Cristo y adora a Dios obedeciendo los principios del Reino Eterno, es reconocido como un hijo de Dios mucho antes que el fariseo que se enorgullece de su mucha luz pero cuyo espíritu natural, rebelde y sin amor combate con el Espíritu de Dios.
Cuántos fariseos orgullosos de su mucho conocimiento se sentirán ofendidos y reclamarán a Dios “¿Y qué hay de todas las horas que estuve estudiando y leyendo? ¿Qué hay de todos los días y años que prediqué mi conocimiento de aquí para allá?” A lo que el Señor responderá:
“No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?” (Mt. 20:15)
En el día final muchos fariseos que presumían de su conocimiento reclamarán al Señor por su obediencia servil carente de amor y de misericordia, harán alarde de su obediencia servil ejercida con un carácter frío y sin amor. Pero ellos, en realidad, nunca conocieron verdaderamente a Dios, y Dios tampoco los conoció:
“Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.” (Mt. 7:22-24)
El verdadero conocimiento que viene de lo alto siempre sirve para edificación del pueblo de Dios y desarrollará los frutos del Espíritu.
“Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos. Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres.” (Ef. 4:1-8)
Si el Señor en su buena voluntad le dio el don de adquirir conocimiento a algunos entre nosotros para que se pueda ayudar a impartir conocimiento, este don no debe convertirse en una maldición sino en una bendición, siempre y cuando aquel que recibe dicho don anda “como es digno de la vocación” “con toda humildad y mansedumbre” “soportando con paciencia” a aquellos que a lo mejor no recibieron el don del conocimiento teológico. El verdadero maestro debe desarrollar “paciencia” y “amor”, siempre “solícito en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz,” pues el verdadero conocimiento no busca dividir sino unir al rebaño del Señor. Es posible que aquellos que no reciben la verdad de Dios en sus corazones se aparten de la luz, pero es muy distinto que un espíritu tosco y dictatorial aparte a los hombres de la luz. Debemos ser colaboradores con Cristo en lugar de estorbar la siembra de la verdad.
Aquel que recibió este don, o cualquier don, no puede esperar que todos desarrollen el mismo don, pues es Dios quien reparte los dones de acuerdo con su voluntad y Soberanía Divina. El maestro que tiene don de conocimiento tiene que entender que, así como él tiene un don, los otros hombres tienen otros dones necesarios para la edificación de todo la iglesia—dones que seguramente el maestro no posee. En esta diversidad de dones y caracteres se encuentra la fortaleza siempre y cuando se desarrolle un espíritu cristiano de amor, unidad y edificación mutua, creciendo siempre en base a la Palabra de Dios.
“Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.” (Ef. 4:9-16)
El conocimiento, como cualquier otro don, sin el principio del amor, no sirve absolutamente de nada.
“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe.” (1 Co. 13:1)
Cornelio y su familia
Otro ejemplo del terrible error que es el confiar en el conocimiento como mérito salvador, y como esta falsa seguridad degenera siempre en exclusivismo farisaico, lo tenemos en Hechos capítulo 10.
“Había en Cesarea un hombre llamado Cornelio, centurión de la compañía llamada la Italiana, piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre. Este vio claramente en una visión, como a la hora novena del día, que un ángel de Dios entraba donde él estaba, y le decía: Cornelio. Él, mirándole fijamente, y atemorizado, dijo: ¿Qué es, Señor? Y le dijo: Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios. Envía, pues, ahora hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro.” (Hch. 10:1-5)
En Hechos capítulo 10 tenemos la historia de un centurión romano llamado Cornelio que tenía muy poco conocimiento teórico o teológico de Dios. Sin embargo, la poca luz que poseía logró santificar su corazón. No sólo “oraba a Dios siempre”, sino que además “hacía limosnas al pueblo”. Cornelio poseía una religión sencilla pero práctica. Seguramente todavía no sabía que por naturaleza era un hijo de Satanás, un pecador depravado, no sabía que estaba en tal condición rechazado, bajo condenación y separado de Dios. No tenía idea de que existía un Santuario en el cielo donde Cristo debía interceder por él para que sus oraciones puedan ser escuchadas por el Padre. No sabía que debía primeramente ser declarado justo antes de empezar a desarrollar obediencia verdadera como un fruto. Y sin embargo, ¿qué hizo Dios?
Dios mandó un ángel a Cornelio. ¿Y qué le dijo el ángel de Dios? “Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios”. ¡Qué maravilla! Cornelio no tenía idea de que su separación de Dios hacía necesario que Cristo se presente por él y hable por él delante del Padre en el Templo Celestial, ni tampoco sabía que Cristo debía presentar su justicia perfecta para que recién sus limosnas pudieran ser aceptadas delante de Dios, y sin embargo, a pesar de no poseer este conocimiento, Cornelio era beneficiado tanto por el Evangelio como por el Sacerdocio de Cristo. Cornelio no conocía de la existencia de un Santuario Celestial, sin embargo, en ese Santuario sus oraciones y limosnas llegaron al trono de la gracia y abrieron los tesoros celestiales para él y toda su casa. Cornelio no tenía mucho conocimiento, pero tenía mucha necesidad, y su necesidad fue suplida por misericordia. Esta es la Soberanía de Dios.
“Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.” (Mt. 7:7-8)
El ángel mandó a Cornelio a buscar a Pedro para que Pedro pudiera venir a predicar y a enseñarle la verdad que desconocía, para que Cornelio pueda aumentar su conocimiento. Antes de que el mensajero de Cornelio llegara a Pedro, primeramente Dios—que conoce los corazones de los hombres—debía trabajar en Pedro, para que el exclusivismo y prejuicio de Pedro fueran subyugado. Pedro podía tener mayor conocimiento que Cornelio, pero el conocimiento en sí no es la única capacitación necesaria para ser instrumentos de Dios. Es necesario que Dios trabaje en nuestro carácter. Pedro tenía conocimiento, pero sin embargo ese conocimiento no había eliminado los prejuicios, y los prejuicios son un obstáculo para la obra de Dios.
Pedro recibió una visión de Dios para que entendiera que Dios no hace acepción de personas, sino que ese es trabajo deshonesto de los fariseos exclusivistas. Finalmente, Pedro acude a la casa de Cornelio y lleva consigo a los maestros judaizantes para que ellos sean testigos y después no hablen a sus espaldas de cosas que no vieron con sus propios ojos y escucharon con sus propios oídos.
“Al otro día entraron en Cesarea. Y Cornelio los estaba esperando, habiendo convocado a sus parientes y amigos más íntimos. Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirle, y postrándose a sus pies, adoró. Mas Pedro le levantó, diciendo: Levántate, pues yo mismo también soy hombre.” (Hch. 10:24-26)
Tanto en el primero como en el segundo mandamiento de la Ley de Dios encontramos que la idolatría es pecado. “No te inclinarás a ellas, ni las honrarás” (Ex. 20:5) dice el mandamiento, pues hacer esto es adorar un dios ajeno, y sólo hay un Dios verdadero que merece nuestra adoración. En Hechos 10:25 leemos que Cornelio se inclinó y se postró a los pies de Pedro como si Pedro fuera digno de adoración, como si fuera un dios. Este detalle nos indica el poco conocimiento de la Ley de Dios que poseía Cornelio. El gesto que hizo Cornelio lo había aprendido de la religión pagana que probablemente practicó desde su infancia en Roma. Cornelio seguía siendo un idólatra, un pagano, que sin embargo estaba aprendiendo poco a poco los rudimentos de la verdadera religión. Pedro fue elegido justamente para enseñarle más acerca de la religión de Cristo. Pero aun con este poco conocimiento, y conservando aún ideas paganas en su mente, Dios le dijo: “Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios.” Porque a Dios, más que el conocimiento, lo que le interesa es la necesidad del corazón de conocer y poner en práctica la verdad. Si con esa poca y escaza luz Cornelio ya oraba diariamente y hacía muchas limosnas al pueblo, ¿cuánto más haría y desarrollaría con un mayor conocimiento? Cornelio, en lo poco fue fiel, así que ahora le iba ser dado más (Lc. 16:10; 19:17).
Luego de esto, Pedro predicó a Cristo en Hechos 4:34-43. No fue un largo seminario o conferencia teológica, ni un sermón complejo y teórico. Pedro predicó de manera clara y sencilla el Evangelio, y ni siquiera mencionó el Sacerdocio que Cristo ya estaba ejerciendo en el Santuario Celestial. La predica de Pedro duró apenas algunos minutos, y sin embargo, esto fue suficiente para que el Agente Regenerador fuera concedido a Cornelio y toda su casa. Cristo presentó a favor de todos ellos su justicia perfecta en el Santuario Celestial, rogó al Padre, y la lluvia temprana fue derramada misericordiosamente y en abundancia. Y ni Cornelio ni su casa sabían todavía de la existencia de un Santuario en el cielo, ni del Ministerio Sacerdotal Celestial de Cristo. ¿Por qué? Porque si Dios tuviera que esperar a que los seres humanos llegásemos a tener un conocimiento perfecto para recién entonces derramar sus bendiciones sobre nosotros, la salvación sería por recompensa y no por gracia, y nunca llegaríamos a saber nada. Mas como está escrito “por gracia sois salvos” (Ef. 2:5). Dios derrama sus bendiciones sobre el que sabe demasiado poco como el que sabe mucho, “para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:46).
En esta vida nunca llegaremos a tener un conocimiento perfecto y completo del plan de redención, esta vida es apenas una escuela preparatoria para la verdadera escuela en el cielo. Entonces nunca debemos tomar la posición de que ya hemos alcanzado un grado de conocimiento “digo de salvación”, pues tal cosa no existe. Todos los cristianos tenemos algo de verdad y algo de error. Nuestra tarea es continuar creciendo en la gracia para expulsar las ideas, prejuicios, pensamientos y métodos erróneos, a medida que aprendemos del verdadero y único Maestro.
“Mientras aún hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso. Y los fieles de la circuncisión que habían venido con Pedro se quedaron atónitos de que también sobre los gentiles se derramase el don del Espíritu Santo. Porque los oían que hablaban en lenguas, y que magnificaban a Dios. Entonces respondió Pedro: ¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros? Y mandó bautizarles en el nombre del Señor Jesús. Entonces le rogaron que se quedase por algunos días.” (Hch. 10:44-48)
La lluvia temprana fue derramada poderosamente sobre Cornelio y toda su casa. Ante este asombroso acontecimiento, Pedro exclamó “¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros?” Ni siquiera se habían bautizado, y ya habían recibido la aceptación, el perdón y el bautismo del Agente Regenerador. Un fariseo no puede explicar esto pues su mente sólo reconoce la salvación por obras, y por eso leemos que “los fieles de la circuncisión… se quedaron atónitos de que también sobre los gentiles se derramase el don del Espíritu Santo.”
El fariseo exclusivista no concibe que alguien que no tiene el mismo conocimiento, que no practica las mismas tradiciones, que no vive como ellos viven, que no come como ellos comen, que no opina como ellos opinan, y que no pertenece al mismo grupo religioso, pueda ser bendecido por la gracia divina de igual o hasta de mayor manera. Esto se debe a que el fariseo exclusivista no conoce a Jehová, sólo tiene un conocimiento teórico y teológico, pero desconoce totalmente el carácter de Dios, desconoce y rechaza la Soberanía Divina. El trono de la gracia responde al fariseo atónito:
“¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?” (Mt. 20:15)
El fariseo atónito tiene mucho conocimiento teórico, pero poco o nada de conocimiento de Dios. Si conociera verdaderamente a Dios podría compartir la naturaleza divina y al igual de Dios haría de su mayor deseo la salvación de la raza caída. La voluntad de Dios es nuestra santificación, que seamos regenerados:
“Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tes. 4:3)
Cornelio era aún un idólatra que se postró a los pies de Pedro. ¿Debía Dios esperar a que Cornelio deje de ser idólatra para recién aceptarlo, perdonarlo y bautizarlo con el Consolador? Somos idólatras por naturaleza, no es algo que simplemente se deja de practicar, sino que debemos dejar de ser idólatras. Aun siendo idólatras y pecadores manchados con la lepra espiritual, “aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)” (Ef. 2:5). La voluntad de Dios es que Cornelio y toda su casa dejen de ser idólatras, por eso—y por la gracia inherente de Dios—estando aun muerto en sus pecados, Cristo se presentó por Cornelio y toda su casa para que reciban en virtud de sus méritos santos y perfectos la aceptación, el perdón y el bautismo del Agente Regenerador. Hizo esto para que Cornelio y toda su casa abandonen toda práctica de la idolatría y todo pecado, y para que crezcan en la gracia y desarrollen un nuevo carácter semejante al de Cristo. Dios derramó el aceite sobre aquellos “gentiles” para que la voluntad de Dios, que es nuestra santificación, sea cumplida como un resultado de la obra que Cristo realizó en la tierra y la obra que aun realiza en el Santuario Celestial.
Nosotros debemos ser colaboradores con Cristo, pero por naturaleza somos como aquellos fariseos atónitos que ponen trabas y obstáculos a los hombres. “Primero debes tener conocimiento para ser salvo”, “si no sabes esto no estás aceptado, ni perdonado, ni tienes al Espíritu Santo.” El fariseo siempre pone alguna obra como mérito para que la salvación sea por obras. “Sal a vivir al campo para recibir la lluvia tardía”, “debes dejar de consumir carne para pasar el juicio.” Todo aquello que pertenece a la santificación, el fariseo lo pone como causa de aceptación. Pero cuando un humilde corazón que ha sido influenciado por Dios recibe por gracia los beneficios del Evangelio y del Sacerdocio de Cristo, el fariseo se queda atónito, porque en realidad no conoce a Jehová.
¡Gracias a Dios que su Soberanía y Autoridad están por encima de la autoridad de los fariseos!
¿Si hubiera dependido de la soberanía de los fariseos, cuándo recién hubiera podido Cornelio recibir la aceptación, el perdón y al Espíritu Santo como Habitante? ¿Después de bautizarse? ¿Después de haber abandonado completamente el consumo de la carne? ¿Después de vender su casa e irse a vivir al campo? ¿Después de dejar de trabajar, de estudiar? ¿Después de haber memorizado toda la Ley? ¿Después de entender el ritual simbólico? ¿Cuándo? ¿Qué medida de perfección debía alcanzar Cornelio para que el fariseo le permita ser hijo de Dios?
Cuando nuestro misericordioso Dios derramó la lluvia temprana sobre Cornelio y toda su casa, y les escucharon que hasta hablaban en lenguas, cómo no iban a quedar atónitos los fariseos! Para el fariseo únicamente aquellos que han alcanzado el mismo grado de conocimiento que ellos, únicamente aquellos que creen, piensan y viven como ellos mismos, son los que merecen las bendiciones de Dios. El fariseo se ve a sí mismo como hijo de Dios en virtud de sus obras y sus supuestos méritos, mientras que todos los demás somos gentiles perdidos. Gracias a Dios que Él no ve como los hombres ven. Dios mira y pesa los corazones en las balanzas del Santuario.
“¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros?” (Hch. 10:47)
Excelente pregunta de Pedro. ¿Quién se atreve a tratar de impedirlo? ¿Quién se atreve a poner su propia autoridad sobre la Soberanía de Dios? ¿Quién se atreve a tratar de impedir y poner obstáculos para que una persona sea aceptada, perdonada, y reciba al Espíritu Santo? ¿Puede acaso algún hombre impedir la voluntad de Dios? Sin duda el fariseo puede intentarlo, lo han intentado y continúan intentándolo, pero al hacer esto están luchando contra Dios. Y la obra de Dios no puede ser destruida por ningún hombre.
“Y ahora os digo: Apartaos de estos hombres, y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá; mas si es de Dios, no la podréis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios.” (Hch. 5:38-39)
El buen samaritano
Hay muchas lecciones en la Palabra de Dios que nos ayudan a mirarnos individualmente en el espejo de su santa Ley para que descubramos el pecado del exclusivismo, del egoísmo, y del fanatismo. La historia del buen samarito en Lucas capítulo 10 nos muestra una vez más que la mente natural estrecha del fariseo hace daño pues carece de amor. Cristo dio esta parábola delante de los doctores de la Ley—aquellos hombres que pasaban horas y años estudiando la Ley—pero que desconocían al Autor de ella.
DTG pg. 463.1 – “Job había dicho: ‘El extranjero no tenía fuera la noche; mis puertas abría al caminante.’ Y cuando dos ángeles en forma de hombres fueron a Sodoma, Lot, inclinándose con su rostro a tierra, dijo: ‘Ahora, pues, mis señores, os ruego que vengáis a casa de vuestro siervo y os hospedéis’ (Job 31:32; Génesis 19:2). Con todas estas lecciones el sacerdote y el levita estaban familiarizados, pero no las ponían en práctica. Educados en la escuela del fanatismo nacional, habían llegado a ser egoístas, de ideas estrechas, y exclusivistas. Cuando miraron al hombre herido, no podían afirmar si pertenecía a su nación o no. Pensaron que podía ser uno de los samaritanos, y se alejaron.”
El sacerdote y el levita “estaban familiarizados” con la Palabra de Dios, es decir—no eran ignorantes de la Ley y la Palabra. Ambos estudiaban y enseñaban al pueblo. Pero ese estudio y todo ese conocimiento no había logrado cambiar su carácter y sus corazones, y más bien todo ese conocimiento era utilizado para pervertir la piedad verdadera. Con su carácter frío, sombrío y sin amor, estaban enseñando a los hombres a creer que a sí mismo era el carácter del Dios que predicaban.
DTG pg. 463.2 – “El doctor de la ley no vio en la conducta de ellos, tal como Cristo la había descrito, nada contrario a lo que se le había enseñado concerniente a los requerimientos de la ley. Pero luego se le presentó una nueva escena:
“Un samaritano, de viaje, vino a donde estaba el doliente, y al verlo se compadeció de él. No preguntó si el extraño era judío o gentil. Si fuera judío, bien sabía el samaritano que, de haber sido los casos de ambos a la inversa, el hombre le habría escupido en la cara y pasado de largo con desprecio. Pero no vaciló por esto. No consideró que él mismo se exponía a la violencia al detenerse en ese lugar. Le bastaba el hecho de que había delante de él un ser humano víctima de la necesidad y el sufrimiento. Se quitó sus propias vestiduras para cubrirlo. Usó para curar y refrescar al hombre herido la provisión de aceite y vino que llevaba para el viaje. Lo alzó sobre su propia bestia y lo condujo lentamente a paso uniforme, de modo que el extraño no fuera sacudido y sus dolores no aumentaran. Lo llevó a un mesón y lo cuidó durante la noche, vigilándolo con ternura. Por la mañana, cuando el enfermo había mejorado, el samaritano se propuso seguir su camino. Pero antes de hacerlo, lo encomendó al huésped, pagó los gastos y dejó un depósito en su favor; y no contento aún con esto, hizo provisión para cualquier necesidad adicional, diciendo al mesonero: ‘Cuídamele; y todo lo que de más gastares, yo cuando vuelva te lo pagaré’.” {DTG 463.3}
“No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar buenos frutos” (Mt. 7:18). Un profesor malo va a tener malos alumnos. Es necesario que el profesor sea primeramente reformado antes que pueda reformar a otros. Si los maestros de Israel no tenían un concepto correcto de Dios, no se podía esperar que el pueblo tuviera un concepto correcto de Jehová. Los alumnos son el resultado de los maestros. Por esto fue necesario que la divinidad se revistiera de humanidad para que el verdadero Maestro pudiera venir a la tierra a dar a conocer el carácter correcto de Dios. “Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais” (Jn. 8:19). ¿Qué se puede esperar de un profesor fariseo, sino unos alumnos fariseos? Es así como se forman escuelas de farisaísmo y escuelas de fanatismo por doquier.
Cristo vino a deshacer la escuela del farisaísmo. Ante la conducta fría y carente de misericordia del fariseo nos muestra la conducta tierna y amorosa del samaritano. El fariseo se supone que es quien conoce y practica la ley moral como la ley ceremonial. Sin embargo, las obras que realiza son los mandamientos que él mismo ha levantado para alcanzar la salvación. Son los deberes que él está dispuesto a realizar, y que los realiza con el mismo carácter natural carente de amor y misericordia. Es una religión legalista, ceremonial, fría y sin vida. Para el fariseo, el samaritano que no realiza las mismas obras del fariseo está perdido. Sin embargo, en la piedad práctica y verdadera, es en realidad el samaritano quien a los ojos de Dios guarda verdaderamente la Ley. Quizás el samaritano no forma parte de la nación de Israel según su sangre. Pero por su vida y por sus frutos, el samaritano tiene el mismo espíritu que habitó en Abraham y por lo tanto es hijo de Abraham y es hijo de Dios.
“Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa.” (Ga. 3:29)
No es el simple hecho de que el samaritano guarda la ley lo que lo hace llevar el sello de aprobación divina, sino cómo guarda la ley. El samaritano no simplemente ayudó, sino que ayudó con ternura y amor—actuó con el espíritu de Cristo. En contraste, el fariseo no ama la ley, por eso sólo la guarda hasta el punto en que su esfuerzo humano le permite hacerlo. El fariseo está dispuesto a avanzar sólo hasta el punto en que su orgullo le permite avanzar. El fariseo no está dispuesto a ir más allá donde tiene que entregar su voluntad a Dios y mirarse a sí mismo ante el espejo de la Ley. El fariseo lucha contra Dios y esto es natural, lo que demuestra nuevamente que no ha nacido de nuevo. Su obediencia es servil y carente de gozo. El fariseo ayuda, pero sólo ayuda al que simpatiza con él. El samaritano, en cambio, ayuda al que necesita ayuda, como si se tratara de sí mismo, independientemente de quién sea el necesitado. Para ayudar, el samaritano no necesita preguntar ¿quién eres? ¿qué piensas? ¿qué crees? ¿qué comes? ¿dónde vives? ¿cómo vives? Es el fariseo el que pone obstáculos a la misericordia. El fariseo no hace y encima no deja que otros hagan. “Dicen, y no hacen” (Mt. 23:3).
DTG pg. 464.1 – “Después de terminar la historia, Jesús fijó sus ojos en el doctor de la ley, con una mirada que parecía leer su alma, y dijo: ‘¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo de aquel que cayó en manos de los ladrones?’ (Lc. 10:36).
“El doctor de la ley no quiso tomar, ni aun ahora, el nombre del samaritano en sus labios, y contestó: ‘El que usó con él de misericordia’. Jesús dijo: ‘Ve, y haz tú lo mismo’ (Lc. 10:37).” {DTG 464.2”
“Ve, y haz tú lo mismo” es la orden del Señor. Pero para poder hacer lo mismo que hizo el buen samaritano, hay que tener el mismo espíritu que puede subyugar el espíritu carnal fariseo y sin amor, y puede capacitarnos para amar al prójimo, amar a Dios y amar su Ley.
DTG pg. 464.3 – “Así la pregunta: ‘¿Quién es mi prójimo?’ (Lc. 10:29) está para siempre contestada. Cristo demostró que nuestro prójimo no es meramente quien pertenece a la misma iglesia o fe que nosotros. No tiene que ver con distinción de raza, color o clase. Nuestro prójimo es toda persona que necesita nuestra ayuda. Nuestro prójimo es toda alma que está herida y magullada por el adversario. Nuestro prójimo es todo aquel que pertenece a Dios.
“Mediante la historia del buen samaritano, Jesús pintó un cuadro de sí mismo y de su misión. El hombre había sido engañado, estropeado, robado y arruinado por Satanás, y abandonado para que pereciese; pero el Salvador se compadeció de nuestra condición desesperada. Dejó su gloria, para venir a redimirnos. Nos halló a punto de morir, y se hizo cargo de nuestro caso. Sanó nuestras heridas. Nos cubrió con su manto de justicia. Nos proveyó un refugio seguro e hizo completa provisión para nosotros a sus propias expensas. Murió para redimirnos. Señalando su propio ejemplo, dice a sus seguidores: ‘Esto os mando: Que os améis los unos a los otros.’ ‘Como os he amado, que también os améis los unos a los otros’ (Juan 15:17; 13:34).” {DTG 464.4}
“Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mt. 7:12)
La regla de oro
La historia del buen samaritano también nos enseña la regla de oro de Dios. Aprendemos que “todo acto injusto contra un semejante es una violación de la regla de oro. Todo perjuicio ocasionado a los hijos de Dios se hace contra Cristo mismo en la persona de sus santos. Toda tentativa de aprovecharse de la ignorancia, debilidad o desgracia de los demás, se registra como fraude en el libro mayor del cielo.” {CMC 150.3}
DMJ pg. 113.3 – “En la seguridad del amor de Dios hacia nosotros, Jesús ordena, en un abarcante principio que incluye todas las relaciones humanas, que nos amemos unos a otros.”
El amor es un principio de origen divino que incluye todas, absolutamente todas las relaciones humanas. Los fariseos quieren poner límites al amor, para así poder excluir y poder excusar su falta de amor, tacto y ternura. Pero la orden de Dios es categórica “amaos los unos a los otros.”
DMJ pg. 113.4 – “Los judíos se preocupaban por lo que habían de recibir; su ansia principal era lo que creían merecer en cuanto a poder, respeto y servicio. Cristo enseña que nuestro motivo de ansiedad no debe ser ¿cuánto podemos recibir?, sino ¿cuánto podemos dar? La medida de lo que debemos a los demás es lo que estimaríamos que ellos nos deben a nosotros.
“En nuestro trato con otros, pongámonos en su lugar. Comprendamos sus sentimientos, sus dificultades, sus chascos, sus gozos y sus pesares. Identifiquémonos con ellos; luego tratémoslos como quisiéramos que nos trataran a nosotros si cambiásemos de lugar con ellos. Esta es la regla de la verdadera honradez. Es otra manera de expresar esta ley: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Mateo 22:39. Es la médula de la enseñanza de los profetas, un principio del cielo. Se desarrollará en todos los que se preparan para el sagrado compañerismo con él.” {DMJ 114.1}
La regla de oro implica que nosotros debemos ponernos en el lugar del prójimo, en lugar de esperar que el otro se ponga en nuestro lugar. Nosotros debemos acoplarnos al prójimo, en lugar de esperar que el otro se acomode a nuestras condiciones. Yo soy el que debo ser considerado con tu tiempo, en lugar de esperar que tú seas considerado con mi tiempo.
En el comentario de Ellen G. White leemos que este principio del amor verdadero “se desarrollará en TODOS los que se preparan para el sagrado compañerismo con él”. Esto quiere decir que, si hasta este momento no se ha desarrollado en nosotros, es porque la preparación que hemos tenido hasta aquí ha sido deficiente y necesitamos una reforma en nuestras vidas. Si no hay amor, paz, paciencia, bondad, ternura, dominio propio, gozo, fe, tolerancia en nuestra experiencia—no nos estamos preparando para el sagrado compañerismo con Cristo. Las pequeñas crisis donde se revela nuestro odio, rencor, llanto, dolor, murmuración, queja, desesperanza y falta de fe son avisos del cielo para que despertemos y acudamos al trono de la gracia para recibir el oportuno socorro. Pues es en la crisis donde se revela el carácter, y podemos apreciar si estamos realizando una preparación correcta o por el contrario una preparación deficiente.
DMJ pg. 115.2 – “Enseña la regla de oro, por implicación, la misma verdad que se enseña en otra parte del Sermón del Monte, que, “con la medida con que medís, os será medido”. Lo que hacemos a los demás, sea bueno o malo, ciertamente reaccionará sobre nosotros mismos, ya sea en bendición, ya sea en maldición. Todo lo que demos, lo volveremos a recibir. Las bendiciones terrenales que impartimos a los demás pueden ser recompensadas con algo semejante, como ocurre a menudo. Con frecuencia lo que damos se nos devuelve en tiempo de necesidad, cuadruplicado, en moneda real. Además de esto, todas las dádivas se recompensan, aun en esta vida, con el influjo más pleno del amor de Cristo, que es la suma de toda la gloria y el tesoro del cielo. El mal impartido también vuelve. Todo aquel que haya condenado o desalentado a otros será llevado en su propia experiencia a la senda en que hizo andar a los demás; sentirá lo que sufrieron ellos por la falta de simpatía y ternura que les manifestó. DMJ 115.2
La regla de oro nos enseña también que todo lo que hacemos al prójimo vuelve y reacciona sobre nosotros mismos, sea bueno o sea malo. El bien que hacemos de corazón al prójimo regresa luego en bendición para nosotros de manera imperceptible. De igual manera, el mal que hacemos al prójimo, la dureza, la falta de misericordia, la frialdad, el desaliento, la falta de simpatía, la falta de amor, la falta de ternura, todo mal impartido también vuelve y reacciona contra nosotros en el día de nuestra crisis.
Cuando el prójimo se encontraba en una crisis, necesitado de ayuda, de ternura, de simpatía, de aliento, y nuestro farisaísmo condenatorio sólo tenía palabras de justicia, severidad, reproche y frialdad, no considerábamos que esa persona se encontraba en esa situación para permitirnos desarrollar un carácter semejante al de Cristo. Ya que no quisimos desarrollar un carácter semejante al de Cristo en la prueba del prójimo, es necesario entonces que nosotros mismos pasemos por la crisis y nos hallemos nosotros mismos necesitados de ayuda, de palabras dulces de ánimo, esperanza y apoyo. Pero como nosotros mismos no supimos darlo, lastimosamente es necesario recibir lo mismo que sembramos: dureza, frialdad, falta de misericordia y falta de amor. Quizás así nuestro corazón frío y sin amor pueda aprender el valor de la regla de oro, del principio del amor, y por fin pueda realizarse una reforma en nuestras vidas.
DMJ pg. 115.3 – “El amor de Dios para con nosotros es lo que ha decretado esto. El quiere inducirnos a aborrecer nuestra propia dureza de corazón y a abrir nuestros corazones para que Jesús more en ellos. Así, del mal surge el bien, y lo que parecía maldición llega a ser bendición.
“La medida de la regla de oro es la verdadera norma del cristianismo, y todo lo que no llega a su altura es un engaño. Una religión que induce a los hombres a tener en poca estima a los seres humanos, a quienes Cristo consideró de tanto valor que dio su vida por ellos; una religión que nos haga indiferentes a las necesidades, los sufrimientos o los derechos humanos, es una religión espuria. Al despreciar los derechos de los pobres, los dolientes y los pecadores, nos demostramos traidores a Cristo. El cristianismo tiene tan poco poder en el mundo porque los hombres aceptan el nombre de Cristo, pero niegan su carácter en sus vidas. Por estas cosas el nombre del Señor es motivo de blasfemia.” {DMJ 115.4}
La verdadera religión pura de Cristo jamás alimentará al farisaísmo, exclusivismo, ni fanatismo naturales, al contrario—lo subyugará todo para permitir que broten los frutos del Espíritu (Ga. 5:22-23). La verdadera religión cristiana nunca induce a tener en poca estima a los seres humanos, sean ricos o pobres, sean pastores o laicos, sean de dentro o fuera de nuestro grupo religioso, crean o no crean nuestras mismas creencias.
DMJ pg. 114.2 – “La regla de oro es el principio de la cortesía verdadera, cuya ilustración más exacta se ve en la vida y el carácter de Jesús. ¡Oh! ¡qué rayos de amabilidad y belleza se desprendían de la vida diaria de nuestro Salvador! ¡Qué dulzura emanaba de su misma presencia! El mismo espíritu se revelará en sus hijos. Aquellos con quienes mora Cristo serán rodeados de una atmósfera divina. Sus blancas vestiduras de pureza difundirán la fragancia del jardín del Señor. Sus rostros reflejarán la luz de su semblante, que iluminará la senda para los pies cansados e inseguros.”
El fruto del verdadero cristiano, del verdadero hijo de Dios que ha sido adoptado y está siendo regenerado, es un carácter que cada vez se va modelando más y más a la semejanza de Cristo. La cortesía, tacto, amabilidad, belleza, y dulzura del carácter de Cristo se desarrollará en todo verdadero hijo de Dios. Mientras que la obediencia a la santa Ley de Dios, particularmente al cuarto mandamiento, es el sello del verdadero cristiano (Ex. 31:12-13), el carácter es el sello que distingue la verdadera de la obediencia falsa o espuria.
DMJ pg. 114.3 – “Nadie que tenga el ideal verdadero de lo que constituye un carácter perfecto dejará de manifestar la simpatía y la ternura de Cristo. La influencia de la gracia debe ablandar el corazón, refinar y purificar los sentimientos, impartir delicadeza celestial y un sentido de lo correcto.”
Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Así también, un hombre que está siendo aceptado y regenerado en virtud de los méritos de Cristo, no puede esconder los frutos del amor y la fe. Si estos dones han sido sembrados deben crecer hasta alcanzar su maduración, o deben ahogarse y finalmente morir. Somos nosotros quienes determinamos nuestro propio destino eterno.
“Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.” (Mt. 5:14)
“Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas.” (1 Tes. 5:5)
La pretensión de Satanás
Satanás usurpó el dominio de la tierra al primer Adán, y pretende tener soberanía sobre nuestro planeta. Sin embargo, Dios puso al primer Adán como mayordomo y vicegerente bajo la Ley y el Reino del gran Soberano. Dios es el verdadero dueño de la tierra, pues es el Creador de ella.
En el libro de Job nos es revelado un concilio en el Santuario Celestial donde los representantes de todos los planetas no caídos—“los hijos de Dios”—se presentaron ante Dios, y Satanás también apareció como si fuera el nuevo representante de nuestro mundo caído.
“Hubo en tierra de Uz un varón llamado Job; y era este hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal. Y le nacieron siete hijos y tres hijas. Su hacienda era siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas asnas, y muchísimos criados; y era aquel varón más grande que todos los orientales. E iban sus hijos y hacían banquetes en sus casas, cada uno en su día; y enviaban a llamar a sus tres hermanas para que comiesen y bebiesen con ellos. Y acontecía que habiendo pasado en turno los días del convite, Job enviaba y los santificaba, y se levantaba de mañana y ofrecía holocaustos conforme al número de todos ellos. Porque decía Job: Quizá habrán pecado mis hijos, y habrán blasfemado contra Dios en sus corazones. De esta manera hacía todos los días.” (Job 1:1-5)
Se describe a Job como un “hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal.” Para apartarse del mal hay que conocer que es el mal, y únicamente “por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Ro. 3:20). Para poder apartarse del mal hay que tener conocimiento de la Ley, y por lo tanto, el andar perfecta y rectamente y apartarse del mal significa obedecer la santa Ley de Dios. Aparte de que se describe a Job como un perfecto guardador de la Ley de Dios, se le describe como alguien que “todos los días”—es decir, diaria o continuamente—practicaba la ley ceremonial: “se levantaba de mañana y ofrecía holocaustos”. Esta es la clave de la perfección de Job ante Jehová.
El animal sustituto del israelita que se debía sacrificar, antes de ser sacrificado debía ser inspeccionado—debía someterse a un examen. El becerro debía ser “sin defecto” (Lev. 4:3), es decir perfecto. La perfección era requerida del israelita, de igual manera que la paga del pecado que es muerte y muerte segunda (Ro. 6:23; Ap. 21:8) era requerida del israelita. Pero el ritual simbólico nos enseña que Dios acepta a un Sustituto en la Vida cuya perfección satisface las demandas de la Ley y reemplaza nuestra imperfección, y de igual manera Dios acepta a un Garante y Sustituto en la muerte cuyo sacrificio satisface la condenación de la Ley. Job, al tener convicción de pecado, buscaba ser justificado por fe en la perfección de un Sustituto prometido a la raza caída en Génesis 3:15, y buscaba ser perdonado por fe en la muerte sustitutiva del Sustituto y Garante prometido en el Edén. Job aceptó a Cristo y buscaba que Dios mire a Cristo en lugar de mirarlo directamente a sí mismo para ser aceptado. Al mirar a la justicia perfecta de Cristo, que en el tiempo de Job todavía era una promesa, Dios bien podía declarar a Job en el cielo “perfecto y recto”.
Como resultado de estar siendo aceptado en base a una justicia ajena a Job le fue otorgado el Espíritu Santo para que en la tierra pudiera andar rectamente y pudiera estar “apartado del mal.”
También se describe a este hijo adoptivo de Dios como un hombre bastante rico, que poseía una hacienda, bastante ganado, bastante terreno, muchos hijos y mucha abundancia de dones materiales. Todos estos dones les fueron dados por gracia, en virtud de Cristo, por nuestro Padre que está en el cielo. La riqueza no es pecado, siempre y cuando fue obtenida rectamente. Y si Job era “temeroso de Dios y apartado de mal” seguramente apartaba también los diezmos para que así las bendiciones que le fueron dadas a él pudieran fluir hacia otros necesitados que recibieron menos talentos que Job. La riqueza es una prueba para los ricos, para ver si desarrollarán un carácter generoso y misericordioso semejante al de Cristo, mientras subyugan el egoísmo y la avaricia del corazón natural.
“Un día vinieron a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales vino también Satanás. Y dijo Jehová a Satanás: ¿De dónde vienes? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: De rodear la tierra y de andar por ella. Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: ¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene? Al trabajo de sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la tierra. Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia. Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él. Y salió Satanás de delante de Jehová.” (Job 1:6-12)
Cuando Dios declaró a Job como “varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal”, Satanás—el acusador—le respondió: “¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene?” Satanás conoce bien la naturaleza depravada humana. El Enemigo sabe que cuando las cosas nos van bien, nos olvidamos de Dios, mientras que cuando las cosas van mal, recién nos acordamos de la existencia de Dios. Pero no debemos perder de vista que Dios protege a sus hijos, pues Satanás le reclamó “has cercado alrededor a él y a su casa y todo lo que tiene”. Satanás no podía traer desgracia a Job, ni a nadie de su familia, ni a nadie de su casa, ni a nada de lo que poseía—a menos que Dios lo permitiera. Dios es Soberano, Dios pone un límite a Satanás. Satanás no tiene libre albedrió para causar desgracias a su antojo. Hay una mano divina que pone un límite a su maldad. Y cuando ocurre alguna desgracia, es porque Dios lo ha permitido en su divina voluntad, porque seguramente tiene un propósito de misericordia como ocurre en la historia de Job.
“Al trabajo de sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la tierra.” ¿Quién es el que permite que ciertas personas adquieran bienes y ganancias en abundancia? ¿Quién les da la sabiduría y les permite aumentar sus ganancias? Dios es Soberano. Es Dios quien permite a unos tener mucho, y a otros tener poco. Es Dios quien reparte los talentos, a unos da cinco talentos, a otro tan solo un talento, “a cada uno conforme a su capacidad” (Mt. 25:15). Pero a todos les pedirá dar cuenta de su mayordomía (Lc. 16:2), tanto a ricos como pobres. Es por esto que nos haría bien siempre ayudar al que tiene menos, en lugar de enfocarnos en envidiar al que tiene más que nosotros.
Pero la parábola de los talentos también tiene otra lección importante. El siervo malo y negligente fue un mayordomo infiel por haber cavado en la tierra y haber escondido el talento que le dio su Señor (Mt. 25:18), en lugar de ganar otros talentos. Deshacernos de los bienes, vendiendo todo y convirtiéndonos en pobres a la fuerza, y no por la soberanía y voluntad de Dios, sino con el propósito de alcanzar el cielo por las obras, es equivalente a querer esconder en un pozo los talentos que Dios nos ha dado. Si Dios nos ha dado dones, bienes, talentos, estos fueron dados para la gloria de Dios, para el avance de su causa, y para el bien de la humanidad. Debemos desarrollarlos y como el “buen siervo fiel” que recibió cinco talentos, “fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos” (Mt. 25:16), si Dios “al trabajo” de nuestras manos ha dado “bendición” (Job 1:10), estas bendiciones, en lugar de ser vendidas y atrofiadas, deben ser desarrolladas y utilizadas como bendición para nuestro prójimo.
Si en un extremo se encuentra el hombre que teniendo dones, por avaricia busca los placeres y tesoros terrenales, olvidándose de los tesoros celestiales, en el otro extremo se encuentra el hombre que teniendo dones, por envidia y prejuicios busca la pobreza y la miseria como méritos para alcanzar el cielo.
NEV pg. 201.2 – “Los derechos de Dios están por encima de todos los demás derechos. El extiende su mano sobre todo lo que en su plenitud y benevolencia ha confiado al hombre, y dice: ‘Yo soy el verdadero propietario del universo y estos bienes son míos. Utilizadlos para fomentar mi obra, para edificar mi reino, y mi bendición descansará sobre vosotros’.
“Algunos dan de su abundancia, y sin embargo no experimentan necesidad de nada. No practican la abnegación por la causa de Cristo. Dan liberalmente y de todo corazón, sin embargo todavía tienen todo lo que el corazón puede desear. Dios considera esto. La acción y el motivo son estrictamente notados por él, y ellos no perderán su recompensa, pero aquellos que tienen menos recursos no deben excusarse porque no puedan hacer tanto como los demás. Haced lo que podáis. Negaos algunas de las cosas que no son indispensables, y sacrificaos por la causa de Dios. Así como la pobre viuda, poned vuestras dos blancas, y en verdad estaréis dando más que aquellos que dan de su abundancia; y sabréis cuán dulce es negarse a sí mismo para dar al necesitado, sacrificarse por la verdad y hacerse tesoros en el cielo.” {NEV 201.3}
NEV pg. 202.4 – “Si vuestros pensamientos, vuestros planes y vuestros propósitos están dirigidos hacia la acumulación de las cosas terrenales, vuestra ansiedad, vuestro estudio y vuestros intereses se concentrarán en el mundo. Las atracciones celestiales perderán su belleza. … Vuestro corazón estará con vuestro tesoro. … Careceréis de tiempo para dedicar al estudio de las Escrituras y a la oración ferviente que os ayudará a escapar de las trampas de Satanás.
“En la providencia de Dios, mediante la habilidad física o el ingenio, algunos pueden juntar más riquezas que otros. El Señor los bendice con salud, con tacto, con habilidad, para que ellos puedan recibir de sus bienes para derramarlos sobre otros que no reciben esas bendiciones. La posesión de recursos constituye una prueba del carácter.” {NEV 202.6}
“Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia.” Satanás conoce bien que es en la crisis que se revela el verdadero carácter. Es en la crisis que se revela si lo que profesamos creer en la teoría ha santificado nuestros corazones y dará fruto en la práctica. La crisis nos revela si el conocimiento que poseemos es letra muerta, o es “una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn. 4:14).
“He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él.” Dios es Soberano y pone un límite al Enemigo. Satanás no puede tocar uno sólo de nuestros cabellos a menos que Dios se lo permita. Y debemos tener claro que, si Dios lo ha permitido, es porque ésa es su voluntad, y su voluntad siempre tiene fines de misericordia (Gn. 50:20). Su voluntad es nuestra santificación (1 Tes. 4:3). Su voluntad es que tengamos vida eterna (Ro. 6:22). Su mirada infinita va más allá de nuestra mirada finita, y Dios está interesado en nuestros intereses eternos por encima de nuestros intereses temporales. Dios sí se preocupa también por nuestros intereses temporales, pero nos asegura:
“No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.” (Mt. 6:31-33)
Satanás—el Usurpador—pretende tener el dominio sobre la tierra, pretende ser el rey de la tierra, pero la tierra y toda la creación pertenece legítimamente al Creador—únicamente Dios es SOBERANO.
Cuando el Hijo de Dios revistió su Divinidad de Humanidad y vino a esta tierra como Hombre para salvar a la raza caída, Satanás tentó al Señor haciendo pretensión de su supuesta autoridad en la tierra—se presentó como amo y señor de este planeta:
“Otra vez le llevó el diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, y le dijo: Todo esto te daré, si postrado me adorares. Entonces Jesús le dijo: Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás. El diablo entonces le dejó; y he aquí vinieron ángeles y le servían.” (Mt. 4:8-11)
Cuando Satanás dijo a Cristo “todo esto te daré” demostró que el pretende ser el dueño de los reinos del mundo, pues “le mostró todos los reinos del mundo.” Pero Dios es el legítimo dueño de todo el universo, pues Dios fue quien creó todo.
“Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas.” (Ap. 4:11)
Satanás hace el mismo ofrecimiento a todo ser humano en esta tierra “todo esto te daré” con la condición de: “si postrado me adorares.” Satanás siempre buscó apoderarse del poder y la gloria que sólo a Dios corresponde, pero nunca se interesó en poseer el mismo carácter perfecto de Dios. El carácter de Dios es servir. Dios sirve diaria y continuamente a toda la creación. Cristo manifestó este mismo carácter perfecto cuando vino a la tierra y puso en contraste el carácter satánico egoísta del que sólo desea ser servido. Satanás pide “todo esto te daré, si postrado me adorares.” Satanás no desea servir a nadie, quiere ser servido por todos. Cristo en cambio:
“Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” (Mr. 10:45)
El carácter de Cristo es un contraste completo con el carácter de Satanás. Cristo no tiene egoísmo, ha renunciado completamente al YO, y por lo tanto no busca que su YO sea servido, al contrario: tiene amor, y busca servir a Dios y a su prójimo, al punto de estar dispuesto a dar su propia vida en rescate por la humanidad egoísta y carente de amor.
El Hijo de Dios tomó esta decisión voluntaria y misericordiosamente porque como Dios tiene la autoridad y soberanía para poder hacerlo. Los judíos no le quitaron la vida, los romanos no le quitaron la vida, Satanás no le quitó la vida, sino que Cristo dio su vida para librarnos de la condenación de la Ley. Aun en este acto de sacrificio Cristo demuestra su Soberanía:
“Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.” (Jn. 10:17-18)
Por naturaleza, todos los hijos de Adán caído en pecado poseemos esa misma naturaleza manchada y contaminada de pecado, egoísta, carente de amor, imposibilitada por lo tanto de obedecer la santa Ley de Dios. Nuestros actos de obediencia servil, obediencia formal y legalista, realizadas por puro esfuerzo humano, proceden de un corazón egoísta y sin amor. Un ser manchado por el pecado que a la fuerza busca obedecer una Ley santa no entiende la espiritualidad de la Ley.
“Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado.” (Ro. 7:14)
Para que un hijo de Adán, con una naturaleza depravada por el pecado pueda obedecer la Ley de Dios necesita nacer de nuevo, de una nueva naturaleza santa con capacidad para amar. Mas en este hijo adoptivo de Dios todavía permanece la naturaleza carnal “vendida al pecado” que lucha contra la Ley de Dios. La lucha del cristiano es crucificar diariamente al YO mientras desarrolla el nuevo carácter semejante al de Cristo, y mientras aprende a vivir de toda Palabra que sale de la boca de Dios.
Los discípulos de Cristo deben aprender esta dura lección: por naturaleza tenemos un carácter que busca ser servido, ser el primero, porque el egoísmo natural quiere continuar dominando nuestra voluntad. Es un espíritu dictatorial que busca dominar las consciencias. Compartimos el mismo carácter de Satanás. “Mas entre vosotros no será así” declara nuestro Redentor.
“Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, postrándose ante él y pidiéndole algo. Él le dijo: ¿Qué quieres? Ella le dijo: Ordena que en tu reino se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda. Entonces Jesús respondiendo, dijo: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado? Y ellos le dijeron: Podemos. Él les dijo: A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado, seréis bautizados; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda, no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está preparado por mi Padre.” (Mt. 20:20-23)
Los discípulos de Cristo esperaban un reino terrenal aquí en la tierra, con su sede en Jerusalén, con un dominio por medio de la fuerza sobre todos los reinos de este mundo. Ese es el reino de Satanás. Cristo vino a presentar un reino con un carácter completamente distinto: Un reino espiritual, donde los miembros sirven voluntariamente y eligen libremente obedecer. Un reino donde no domina la fuerza ni la espada, sino que domina el amor a Dios y al prójimo.
“Cuando los diez oyeron esto, se enojaron contra los dos hermanos. Entonces Jesús, llamándolos, dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” (Mt. 20:24-28)
Si bien venimos al mundo con un carácter egoísta, frío y sin amor, si queremos ser partícipes del nuevo Reino de Cristo, entonces debemos desarrollar ese nuevo carácter que nos capacita para ser parte de ese Reino—un carácter que buscar servir por amor a Dios y al prójimo: Un carácter que ama y respeta la Soberanía de Dios.
Con ese carácter natural egoísta y llenos de odio contra su prójimo, los discípulos fueron al aposento alto, a la víspera en que Cristo debía efectuar su sacrificio supremo por amor a ellos y a toda la humanidad caída. Cristo pudo haberlos reprendido severamente, pudo haberlos humillado, pudo haberse enfadado y finalmente desistido de realizar semejante sacrificio al ver que sus propios discípulos que estuvieron con él durante tres años y medio no manifestaban un carácter digno de ser rescatado. Pero su misión era justamente rescatar, restaurar y redimir, no vino a condenar. Estaba a punto de concretar un medio que permitiera a la raza pecadora librarse de la condenación venidera. Por ello, realizó un acto de siervo manso, en lugar de realizar un acto de un gobernante dictatorial. Porque el Reino de Dios es de un carácter totalmente diferente a los reinos de este mundo.
“Se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido. Entonces vino a Simón Pedro; y Pedro le dijo: Señor, ¿tú me lavas los pies? Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo.” (Jn. 13:4-8)
Jesús lavó los pies de sus discípulos. La tarea que en la tradición humana está destinada para la clase más baja de la sociedad, el Rey Amo Legislador y Creador del universo la realizó humilde y honorablemente. Nuestro Dios tiene un carácter perfecto, y su Ley eterna e inmutable es un reflejo de ese carácter perfecto. El santo Rey del Universo lavó los pies de unas criaturas manchadas por el pecado, llenas de envida, odio y presunción. Después sufrió la muerte más dolorosa y humillante jamás maquinada por el hombre, para que pudiéramos ser salvos, para que pudiéramos nosotros crucificar el YO y desarrollar un nuevo carácter semejante al de Dios: manso, humilde, tierno, lleno de amor y compasión, con todos los frutos del Espíritu. Ante esto, ¿dónde queda el orgullo? ¿Dónde queda la soberbia? ¿Dónde debería quedar el YO? El YO debería quedar sepultado para siempre, para nunca más volver a gobernar sobre nuestras almas redimidas por Cristo.
“Así que, después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis.” (Jn. 13:12-17)
La bienaventuranza no viene por el simple hecho de tener conocimiento: “si sabéis estas cosas”, sino por poner el conocimiento en práctica: “bienaventurados seréis si las hiciereis.” Cristo, con su vida, tal y como la tenemos en las Sagradas Escrituras, es el modelo perfecto para la restauración de la humanidad caída. La vida de Cristo son los principios de la Ley Moral puestos en práctica. Cristo puede decirnos “ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis.”
Volviendo a la historia del patriarca Job… la Soberanía de Dios permitió todo aquello que le sobrevino a Job:
“Y un día aconteció que sus hijos e hijas comían y bebían vino en casa de su hermano el primogénito, y vino un mensajero a Job, y le dijo: Estaban arando los bueyes, y las asnas paciendo cerca de ellos, y acometieron los sabeos y los tomaron, y mataron a los criados a filo de espada; solamente escapé yo para darte la noticia. Aún estaba este hablando, cuando vino otro que dijo: Fuego de Dios cayó del cielo, que quemó las ovejas y a los pastores, y los consumió; solamente escapé yo para darte la noticia. Todavía estaba este hablando, y vino otro que dijo: Los caldeos hicieron tres escuadrones, y arremetieron contra los camellos y se los llevaron, y mataron a los criados a filo de espada; y solamente escapé yo para darte la noticia. Entre tanto que este hablaba, vino otro que dijo: Tus hijos y tus hijas estaban comiendo y bebiendo vino en casa de su hermano el primogénito; y un gran viento vino del lado del desierto y azotó las cuatro esquinas de la casa, la cual cayó sobre los jóvenes, y murieron; y solamente escapé yo para darte la noticia.” (Job 1:13-19)
¿Fue esto un castigo de Dios? No puede ser castigo, porque Dios declaró de Job: “mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso y apartado del mal” (Job 1:8). Pero si no fue un castigo, podríamos preguntarnos naturalmente: ¿cómo podría ser una bendición? Nuestra mente finita humana separa la justicia y la misericordia de Dios, y no puede concebir que en su justicia haya misericordia o que en su misericordia pueda cohabitar la justicia. Mas está escrito: “Justo es Jehová en todos sus caminos, Y misericordioso en todas sus obras” (Sal. 145:17). En todo lo que hace, en todas sus obras—Dios es justo y misericordioso al mismo tiempo. Cuando es justo no deja de ser misericordioso, y cuando es misericordioso no deja de ser justo.
En Job 1:13-19 tenemos toda clase de calamidad y desgracia que podamos imaginarnos: una mezcla de llamados “catástrofes naturales”, y actos de violencia en contra de los hijos, los siervos, los animales y hasta las propiedades de Job. Todo esto lo realizó Satanás, y todo esto lo permitió la Soberanía Divina: “Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él. Y salió Satanás de delante de Jehová” (Job 1:12).
“Porque el Señor no desecha para siempre; antes si aflige, también se compadece según la multitud de sus misericordias. Porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres.” (La. 3:31-33)
ATO pg. 63.2 – “Nuestro Padre celestial no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres. Tiene sus propósitos en el torbellino y la tormenta, en el fuego y el diluvio. El Señor permite que las calamidades sobrevengan a su pueblo para salvarlo de peligros mayores. Desea que todos examinen su corazón atenta y cuidadosamente, y que se acerquen a Dios a fin de que El pueda acercarse a ellos. Nuestras vidas están en las manos de Dios. El ve los riesgos que nos amenazan como nosotros no podemos verlos. Es el Dador de todas nuestras bendiciones; el Proveedor de todas nuestras misericordias; el Ordenador de todas nuestras experiencias. Percibe peligros que nosotros no podemos ver. Permite que sobrevenga a su pueblo alguna prueba que llene los corazones de sus hijos de tristeza, porque ve que necesitan enderezar su camino, no sea que el cojo se aparte del sendero. Conoce nuestra hechura y se acuerda que somos polvo. Aun los mismos cabellos de nuestra cabeza están contados. Obra a través de las causas naturales para hacernos recordar que El no nos ha olvidado, sino que desea que abandonemos el camino que, si se nos permitiera seguir en forma desenfrenada y sin reprobación, nos conduciría a un gran peligro.
“A todos nos sobrevendrán pruebas a fin de conducimos a investigar nuestros corazones, a fin de ver si están purificados de todo aquello que contamina. Constantemente el Señor está obrando para nuestro bien presente y eterno. Ocurren cosas que parecen inexplicables, pero si confiamos en el Señor y esperamos pacientemente en El, humillando nuestros corazones delante de El, no permitirá que el enemigo triunfe. {ATO 63.3}
“El Señor salvará a su pueblo en la forma que El considere mejor, usando medios e instrumentos que hagan que la gloria redunde para El. Solamente a El pertenece la alabanza. {ATO 63.4}
“Toda alma que está en el camino de la salvación debe ser partícipe con Cristo en sus sufrimientos, a fin de que pueda ser participante con El de su gloria. Cuán pocos comprenden por qué Dios los somete a pruebas. Es mediante la prueba de nuestra fe como obtenemos fortaleza espiritual. El Señor trata de educar a su pueblo para que dependa enteramente de El. Desea que, mediante las lecciones que les enseña, lleguen a ser más y más espirituales. Si no se obedece su Palabra con toda humildad y mansedumbre, les enviará experiencias que, si son correctamente recibidas, les ayudarán a prepararse para la obra que debe ser hecha en su nombre. Dios desea revelar su poder en una manera notable a través de las vidas de los componentes de su pueblo.” {ATO 63.5}
Por naturaleza no tenemos fe en Dios y por lo tanto no confiamos en Dios. Por naturaleza, nuestra vista finita sólo puede ver las cosas de este mundo y de esta vida. Entonces, cuando nos sobreviene una experiencia que consideramos que perjudica nuestra estadía en este mundo, lo consideramos como una desgracia o una maldición, y entonces murmuramos contra Dios. Nuestros ojos no están puestos a la promesa de una vida futura carente de dolor y muerte. Nuestra mente no considera lo que el hombre debe llegar a ser para poder ser partícipe de la vida eterna, y lo distante que estamos de ese carácter perfecto. Nuestra mente depravada piensa que ya lo sabe todo, lo conoce todo, vive perfectamente, y ya tiene un carácter digno de ser trasladado al cielo: se declara rico sin necesidad de nada (Ap. 3:17). Nuestro corazón por naturaleza mundano desea vivir cómodamente en este mundo, en lugar de hacer todo lo posible por vivir eternamente en el mundo venidero en conformidad con la santa Ley de Dios.
El Señor permite pruebas para que seamos despertados de este hechizo, de este engaño fatal. Para que estas experiencias “si son correctamente recibidas” puedan ayudarnos a prepararnos “para la obra que debe ser hecha en su nombre.” Todo lo que Dios ha hecho, hace, y hará, todo lo que permite que suceda en nuestras vidas y en las vidas de los demás, es para nuestro bien, para nuestra salvación. Dios es Soberano y por lo tanto debemos permitir que sea Soberano en nuestras vidas. En su Soberanía Divina y perfecta, Dios “salvará a su pueblo en la forma que El considere mejor” pues Él conoce todos nuestros corazones y “aun vuestros cabellos están todos contados” (Mt. 10:30). Nosotros pensamos que sabemos qué es lo mejor para nosotros y hasta para nuestro prójimo. Pero es Dios quien realmente sabe lo que es mejor para todos. Permitamos que El y solamente Él reine sobre nuestras vidas, y pidámosle sinceramente desde el fondo de nuestro corazón regenerado: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Lc. 11:12).
“Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará” (Sal. 55:22)
La Maravillosa Gracia de Dios pg. 116.3 – “El cuidado del Señor se extiende a todas sus criaturas. El ama a todos y no hace acepción de personas, si bien mira con la más tierna compasión a los que llevan las cargas más pesadas de la vida. {MGD 116.3}
“Presentad a Dios vuestras necesidades, gozos, tristezas, cuidados y temores. No podéis agobiarlo ni cansarlo. El que tiene contados los cabellos de vuestra cabeza, no es indiferente a las necesidades de sus hijos… Llevadle todo lo que confunda vuestra mente. Ninguna cosa es demasiado grande para que él no la pueda soportar; él sostiene los mundos y gobierna todos los asuntos del universo. Ninguna cosa que de alguna manera afecta nuestra paz es tan pequeña que él no la note. No hay en nuestra experiencia ningún pasaje tan oscuro que él no pueda desenredar. Ninguna calamidad puede acaecer al más pequeño de sus hijos, ninguna ansiedad puede asaltar el alma, ningún gozo alegrar, ninguna oración sincera escaparse de los labios, sin que el Padre celestial esté al tanto de ello, sin que tome en ello un interés inmediato. El ‘sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas’ (Salmos 147:3). Las relaciones entre Dios y cada una de las almas son tan claras y plenas como si no hubiese otra alma por la cual hubiera dado a su Hijo amado. {MGD 116.4}
“El Señor no le impone a nadie cargas demasiado pesadas. Calcula cada peso antes de permitir que se deposite sobre los corazones de sus colaboradores. A cada uno de sus obreros le dice nuestro Padre celestial: ‘Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará’. Que quien lleva cargas crea que el Señor puede llevarlas, sean grandes o pequeñas.” {MGD 116.5}
¿Cuál fue la reacción de Job ante todos los sucesos que le acontecieron? Job no murmuró contra Dios, al contrario, reconoció su Soberanía:
“Entonces Job se levantó, y rasgó su manto, y rasuró su cabeza, y se postró en tierra y adoró, y dijo: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito. En todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios despropósito alguno.” (Job 1:20-22)
Job “se postró en tierra y adoró” a Dios. Esa debería ser nuestra actitud ante las pruebas y adversidades, en lugar de murmurar y quejarnos contra Dios, adorarle con la fe puesta en que su mano se extiende siempre con fines de misericordia. “Jehová dio, y Jehová quitó”—Job reconoce que todo lo que poseía: sus hijos, sus siervos, todas sus posesiones temporales, le fueron dadas por Dios. Job era un hombre rico, y esa riqueza fue una bendición de Dios. Dios tiene Soberanía en repartir a unos más y a otros menos, como Él ve conveniente para sus propósitos de redención. Y así como Dios tiene autoridad para dar, tiene autoridad para quitar también, pues todo le pertenece a Él.
“Sea el nombre de Jehová bendito” exclamó Job. Así como bendecía a Jehová en su abundancia, bendijo a Jehová en su miseria. Con esto demostró que su amor y servicio a Dios era un principio implantado por el Espíritu Santo en su corazón. Si su amor y servicio a Dios hubiese sido superficial, entonces en la crisis se hubiera revelado la carencia de amor, fe, esperanza y confianza en Dios. Hubiera adorado a Jehová en la abundancia, pero no así en la desgracia. Mas Job reveló en la crisis de su vida un carácter a la semejanza divina, y por eso está escrito “en todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios despropósito alguno.”
En otras versiones leemos “ni dijo nada malo contra Dios” (Job 1:22 DHH), “ni le reprochó a Dios lo que había pasado” (Job 1:22 PDT). Es decir que en la crisis Job no murmuró, ni se quejó, ni se enojó contra Dios, pues Job aceptó la Soberanía Divina, tenía un concepto claro del carácter perfecto de Dios, y aceptó Su voluntad. Satanás fue vencido, pues el Enemigo había dicho: “Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia” (Job 1:11). Al contrario, Job adoró a Dios en lugar de blasfemar contra Dios. De nosotros depende si cuando la crisis llegue cooperaremos con Dios y saldremos vencedores contra la carne, el mundo y el diablo.
Nuevamente aconteció otro Concilio en el Santuario Celestial donde fueron convocados todos los representantes de los mundos no caídos, y otra vez Satanás se presentó al Concilio como si fuera el representante de nuestro planeta tierra.
“Aconteció que otro día vinieron los hijos de Dios para presentarse delante de Jehová, y Satanás vino también entre ellos presentándose delante de Jehová. Y dijo Jehová a Satanás: ¿De dónde vienes? Respondió Satanás a Jehová, y dijo: De rodear la tierra, y de andar por ella. Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal, y que todavía retiene su integridad, aun cuando tú me incitaste contra él para que lo arruinara sin causa? Respondiendo Satanás, dijo a Jehová: Piel por piel, todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Pero extiende ahora tu mano, y toca su hueso y su carne, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia. Y Jehová dijo a Satanás: He aquí, él está en tu mano; mas guarda su vida.” (Job 2:1-6)
Dios reitera que todo lo que permitió suceda a Job fue “sin causa” es decir—no fue un resultado directo de la justicia o del pecado de Job. Job no estaba “pagando en vida” sus pecados. La prueba de Job sirvió para que en la crisis se revelara el nuevo carácter que Job estaba desarrollando y Job fue reivindicado. Pero Satanás maliciosamente acusó a Job de no haber pecado en la crisis por el hecho de que Job no fue afectado directamente en su propia persona. Entonces Dios, en su Soberanía, permitió a Satanás infligir una nueva crisis a Job, esta vez sobre su propia persona. Pero Dios puso nuevamente un límite: “mas guarda su vida.” Satanás no puede ir más allá de donde Dios le permite.
“Entonces salió Satanás de la presencia de Jehová, e hirió a Job con una sarna maligna desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza. Y tomaba Job un tiesto para rascarse con él, y estaba sentado en medio de ceniza.” (Job 2:7-8)
Vemos que Satanás es acusador, destructor, autor de enfermedades, miseria y muerte en este mundo. Satanás se complace en esta obra maligna.
Consoladores molestos
La crisis no sirve para únicamente probar al que la padece en su persona. La crisis revela también el carácter de todos los que somos el prójimo de quien se ve afectado. La primera persona en revelar su carácter deforme en esta nueva crisis fue la esposa de Job.
“Entonces le dijo su mujer: ¿Aún retienes tu integridad? Maldice a Dios, y muérete. Y él le dijo: Como suele hablar cualquiera de las mujeres fatuas, has hablado. ¿Qué? ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos? En todo esto no pecó Job con sus labios.” (Job 2:9-10)
Lejos de ser un apoyo, la mujer de Job estaba trabajando para que se cumplan las palabras de Satanás y que Job blasfeme el nombre de Dios. Ese es el poder de la influencia: o somos colaboradores con Cristo o colaboradores con Satanás. En la crisis podemos ayudar a restaurar al afligido, o podemos hundirlo más en la desesperación y la miseria. ¿Pronunciaremos palabras de aliento y esperanza, o de condenación y muerte? Aun así, Job no blasfemó el nombre de Dios, al contrario, igual que la primera vez reconoció la Soberanía de Dios: “¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?” Esto es el equivalente a “Jehová dio, y Jehová quitó”. Job aceptó la voluntad de Dios, así sea abundancia o escasez, así a los ojos de los hombres sea bien o mal.
Después de esto vinieron los amigos de Job “para consolarle”.
“Y tres amigos de Job, Elifaz temanita, Bildad suhita, y Zofar naamatita, luego que oyeron todo este mal que le había sobrevenido, vinieron cada uno de su lugar; porque habían convenido en venir juntos para condolerse de él y para consolarle. Los cuales, alzando los ojos desde lejos, no lo conocieron, y lloraron a gritos; y cada uno de ellos rasgó su manto, y los tres esparcieron polvo sobre sus cabezas hacia el cielo. Así se sentaron con él en tierra por siete días y siete noches, y ninguno le hablaba palabra, porque veían que su dolor era muy grande.” (Job 2:11-13)
Los amigos de Job que se juntaron para “consolar” a Job, al verle ni le reconocieron y cuando se percataron de su condición “lloraron a gritos” y por una semana no hallaron una sola palabra de consuelo y aliento para Job. Muy difícilmente tendremos palabras de aliento si nosotros mismos no hemos experimentado la gracia divina en nuestros corazones. A veces es necesario que nosotros mismos padezcamos sufrimientos y necesidad de ternura, ayuda, consuelo, para que al no recibirlo nos demos cuenta de su importancia, y cuando otra persona se encuentre en esa situación podamos desarrollar ese carácter misericordioso, esperanzado, lleno de luz, y capacitado para impartir luz en lugar de tinieblas.
Buscamos en los hombres caídos—seres sin luz como nosotros—consuelo, amor y esperanza. Pero no pueden darnos aquello que por naturaleza no poseemos. Sólo el Espíritu Santo puede sembrar en nosotros las semillas de Gálatas 5:22-23, y Dios creará las oportunidades para que desarrollemos estos rasgos de origen celestial. Para que podamos ser consoladores, primeramente, el Consolador debe morar en nosotros.
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho.” (Jn. 14:26)
Aquí vemos a tres personas en acción. Jesús—una persona—promete que el Consolador—otra persona—sería enviada por el Padre—otra persona. En total tres personas distintas. Sería ilógico que Cristo hablará de sí mismo como otro que es enviado por sí mismo—tres igual a uno.
Para que podamos hablar palabras de consuelo, es necesario que el Consolador cree en nosotros amor al prójimo. Debemos permitir que el Consolador trabaje y obre en nosotros y por medio de nosotros. Caso contrario de la fuente de nuestro corazón frío, sombrío y sin amor, sólo puede dar como fruto palabras ásperas, oscuras, rudas, hirientes y sin tacto. Necesitamos ser regenerados por el Consolador:
“Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne.” (Ez. 36:26)
La promesa de Cristo es que el rogará al Padre para que nos sea otorgado el Consolador:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre.” (Jn. 14:16)
Cristo no ruega con las manos vacías, pues el apóstol Pablo nos dice:
“Porque todo sumo sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios; por lo cual es necesario que también este tenga algo que ofrecer.” (Hebreos 8:3)
Cristo se presenta por nosotros en el Santuario Celestial, y presenta la verdadera ofrenda—que es su vida de obediencia perfecta y perpetua a la Ley de Dios para que “siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Ro. 3:24) como resultado podamos ser regenerados:
“Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.” (Ro. 6:22)
La promesa de Cristo es de que no estamos “huérfanos”:
“No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros.” (Jn. 14:18)
Huérfano es una persona que no tiene padre, madre, o ninguno de los dos, pues han fallecido. Es decir que no estamos solos, tenemos a un nuevo Padre que nunca se apartará de nuestro lado, y mucho menos cuando estemos en el horno de la aflicción (Dn. 3:25).
Consolar significa aliviar la pena o la aflicción de alguien. Significa ayudar a una persona mediante caricias, buenas palabras, y acciones concretas para que disminuya su pena o disgusto. Eso es lo que Dios desea para nosotros. Dios es nuestro Consolador. Y si llegamos a participar de la naturaleza divina, aprenderemos a ser consoladores y colaboradores con Dios.
En su sermón número 5 titulado “El Consolador”, Charles Spurgeon dijo lo siguiente:
Jesús debe partir. Lloren ustedes que son sus discípulos. Jesús ha de irse. Lamenten ustedes, pobres criaturas, que han de quedarse sin un Consolador. Pero escuchen cuán tiernamente habla Jesús: “No os dejaré huérfanos.” “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre.” Él no dejaría solas en el desierto a esas pobres ovejas escasas; Él no desampararía a Sus hijos dejándolos huérfanos. No obstante que tenía una poderosa misión que en verdad le ocupaba alma y vida; no obstante que tenía tanto que llevar a cabo, que habríamos podido pensar que incluso Su gigantesco intelecto estaría sobrecargado; no obstante que tenía tanto que sufrir, que podríamos suponer que Su alma entera estaba concentrada en el pensamiento de los sufrimientos que tenía que soportar, sin embargo, no fue así; antes de irse proporcionó reconfortantes palabras de consuelo; como el buen samaritano, derramó aceite y vino; y vemos qué es lo que prometió: “Les enviaré otro Consolador; uno que será justo lo que Yo he sido, e incluso será algo más: les consolará en sus angustias, disipará sus dudas, les reconfortará en sus aflicciones, y estará como mi vicario en la tierra, para hacer lo que Yo habría hecho, de haberme quedado con ustedes.”
Tanto Cristo, como el Padre, como el Espíritu Santo tienen un carácter perfecto, un espíritu Consolador que desea hablarnos tiernamente como a hijos, que desea proporcionarnos palabras reconfortantes de consuelo. ¿Acaso no es eso exactamente lo que anhelamos en la crisis y la tribulación? ¿Por qué entonces no somos capaces de brindar aquello que nosotros mismos anhelamos? En nuestra naturaleza caída estamos incapacitados para dar algo que no poseemos. Pero Dios desea regenerarnos para que desarrollemos un nuevo carácter que sí está capacitado para ser un consolador, un restaurador, un colaborador de Dios. Si permitimos que el Consolador trabaje en nosotros, por nuestros labios inmundos saldrán tiernas palabras reconfortantes de aliento de origen celestial.
Spurgeon continúa explicando en su sermón:
“Les enviaré otro maestro.” Jesucristo fue el maestro oficial de sus santos mientras estuvo en la tierra. A nadie llamaron Rabí excepto a Cristo. No se sentaron a los pies de ningún hombre para aprender sus doctrinas, sino que las recibieron directas de labios de Aquel de quien se dijo: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” “Y ahora”—dice Él— “cuando me vaya, ¿dónde podrán encontrar al gran maestro infalible? ¿Les habré de constituir a un papa en Roma, a quien acudirán, y quien será su oráculo infalible? ¿Les daré los concilios de la iglesia que tendrán por fin decidir todos los puntos intrincados?” Cristo no dijo tal cosa. “Yo soy el Paráclito o el Maestro infalible, y cuando me vaya, les enviaré otro maestro y Él será la persona que ha de explicarles la Escritura; Él será el oráculo de Dios con autoridad que pondrá en claro todas las cosas oscuras, develará los misterios, desenredará todos los nudos de la Revelación y les hará entender aquello no podrían descubrir, a no ser por Su influencia.” Y, amados, nadie aprende rectamente algo, si no es enseñado por el Espíritu.
Cualquier verdad que proceda de Dios que un hombre pueda llegar a captar, fue discernido porque el Espíritu Santo intervino y el hombre cooperó cediendo a su santa influencia. Nada bueno puede venir del hombre caído, todo lo bueno proviene de Dios. No dependemos de otro ser humano pecador y depravado como nosotros mismos para comprender la verdad que necesitamos. Si oramos a Dios y pedimos con fe, y deseamos ser enseñados, el Espíritu Santo abrirá nuestro entendimiento para que podamos comprender por nosotros mismos las Sagradas Escrituras. Debemos tener la certeza de esto, porque Cristo nos lo ha prometido:
“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber.” (Jn. 16:13-14)
Pero existe una condición para que esta promesa se pueda cumplir:
“Y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mt. 18:3)
Si acudimos al estudio de la Biblia para justificar nuestras ideas, pensamientos, prejuicios, o para justificar nuestros pecados o defectos de carácter, entonces no podemos ser enseñados por el Espíritu de verdad. El Maestro Divino no puede enseñar a quien no desea ser enseñado. No debemos buscar la Biblia para justificar nuestra manera de pensar, debemos acudir a la Biblia para que Dios pueda moldear nuestra manera de pensar. Nosotros no podemos moldear la mente de Dios a la nuestra, ni debemos buscar moldear la mente de las personas a nuestra mente. Dios debe moldear la mente de todo ser humano a la mente divina, pues Dios es el Soberano Rey, el único Infalible, y la única fuente de toda verdad y toda sabiduría.
Spurgeon continúa diciendo en “El Consolador”:
Nadie puede conocer a Jesucristo a menos que sea enseñado por Dios. No hay doctrina de la Biblia que pueda ser aprendida de manera segura, plena y verdadera, excepto por la agencia del único maestro que posee la autoridad. ¡Ah!, no me hablen de los sistemas ni de los esquemas de la teología; no me hablen de comentaristas infalibles, o de doctores sumamente instruidos y sumamente arrogantes; sino háblenme del Grandioso Maestro que nos ha de instruir a nosotros, los hijos de Dios, y nos hará sabios para entender todas las cosas. Él es el Maestro; no importa lo que este o ese hombre digan; no me apoyo en la jactanciosa autoridad de nadie, ni ustedes lo hacen tampoco. Ustedes no se dejan llevar por la astucia de los hombres, ni por el ardid de las palabras; este es el oráculo que cuenta con la autoridad: el Espíritu Santo, que descansa en los corazones de Sus hijos.
“Ella es mi consuelo en mi aflicción, porque tu dicho me ha vivificado.” (Sal. 119:50)
“Este es mi consuelo en la aflicción: que tu palabra me ha vivificado.” (Sal. 119:50)
La Palabra de Dios es el instrumento del Consolador para consolarnos, por eso está escrito “ella es mi consuelo en la aflicción.”
En su sermón número 1872, titulado “Mi Consuelo en la Aflicción”, Charles Spurgeon hace la siguiente meditación en base a esos versículos:
Ninguno de nosotros puede esperar escapar de la tribulación. Si eres un impío, “Muchos dolores habrá para el impío” (Sal. 32:10). Si eres un hombre piadoso, “muchas son las aflicciones del justo” (Sal. 34:19). Si andas en los caminos de la santidad, descubrirás que hay obstáculos que el enemigo ha arrojado en la vía. Si andas en los caminos de la maldad, caerás en trampas y serás retenido en ellas hasta la muerte. No hay forma de escapar de la tribulación; nacimos para experimentarla de la misma manera que las chispas saltan ineludiblemente hacia arriba. Cuando nacemos por segunda vez, aunque heredamos innumerables misericordias, nacemos ciertamente para experimentar otro conjunto de problemas, pues entramos en pruebas espirituales, en conflictos espirituales, en aflicciones espirituales, y cosas semejantes, de tal manera que experimentamos un doble conjunto de angustias al tiempo que recibimos dobles misericordias. El autor de este Salmo ciento diecinueve era un buen hombre, pero era ciertamente un hombre afligido. David experimentó la aflicción muchas veces, y se trataba de graves aflicciones. El varón conforme al corazón de Dios fue alguien que sintió la propia mano de Dios en la disciplina.
Efectivamente “no hay forma de escapar de la tribulación” pues, de hecho, la tribulación es algo que todo hijo de Dios debería anhelar, como está escrito:
“Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo.” (Heb. 12:7)
La tribulación demuestra el amor de Dios, pues indica que ve algo en nosotros que puede ser pulido, algo que puede ser rescatado y perfeccionado. La tribulación demuestra que hay un metal precioso que puede salir a la luz y resplandecer con el toque del Gran Artista, si estamos dispuestos a ceder a esta obra de purificación. Además, en su amor, no nos deja solos, sino que insiste en su promesa:
“Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas le librará Jehová.” (Sal. 34:19)
Sin embargo, aun si le haces frente, no escaparás. Si clamas a Dios pidiéndole ayuda, Él te ayudará a lo largo de la tribulación, pero no es probable que la aparte de ti. Él te librará del mal, pero aun así puede conducirte a la tribulación. Él ha prometido que en seis tribulaciones te librará, y en la séptima no te tocará el mal (Job 5:19); pero Él no promete que serás preservado de seis o siete tribulaciones. Uno semejante al Hijo de Dios estaba con los tres santos jóvenes en el fuego, pero Él no estuvo con ellos antes de que fueran echados dentro del fuego, al menos no estuvo visiblemente; y Él no estuvo con los jóvenes ya fuera para apagar el fuego, o para impedir que fueran echados dentro del fuego. “Yo estoy contigo, Israel, al pasar a través del fuego,” podría describir muy bien la garantía del pacto (Is. 43:2). ¡Que podamos experimentar el fuego si con eso podemos experimentar la presencia divina! Que aceptemos con alegría el horno, si podemos encontrar allí la compañía del Hijo de Dios con nosotros. Cada hijo de Dios entre ustedes puede, con el Salmista, hablar de mi aflicción. Tal vez no sean capaces de hablar de mi propiedad, de mi herencia, de mi riqueza o de mi salud, pero todos ustedes pueden hablar de mi aflicción. Nadie monopoliza la desgracia. Una porción de la negra dosis de aflicción les corresponde a todas las demás personas. De ese vaso todos nosotros hemos de beber, poco o mucho; y hemos de beber de él según lo ordene Dios. Hasta aquí, entonces, hemos considerado un evento que les sucede a todos por igual. Mi objetivo en este momento es mostrar la diferencia entre el cristiano y el mundano en su aflicción.
Spurgeon reconoce la Soberanía Divina, pues indica que todos debemos padecer tribulaciones “según lo ordene Dios.” Todos debemos pasar por el horno de la aflicción según sea lo mejor para nosotros, para que podamos ser salvos. Tanto el cristiano como el mundano padecen tribulaciones, pero hay una diferencia que Spurgeon nos invita a meditar:
… procederemos a notar que este consuelo proviene de UNA FUENTE PECULIAR: “Este es mi consuelo, que tu palabra me ha vivificado.” El consuelo, entonces, es parcialmente externo, proveniente de la Palabra de Dios; pero es interno, de manera primordial y preeminente, pues es la Palabra de Dios experimentada en cuanto a su poder vivificador en el interior del alma. Primero, es la Palabra de Dios que consuela. ¿Por qué buscamos la consolación en cualquier otra parte excepto en la palabra de Dios? Oh, hermanos y hermanas, me avergüenza tener que decirlo, pero acudimos a nuestros vecinos, o a nuestros parientes, y clamamos: “¡Tengan piedad de mí, tengan piedad de mí, oh amigos míos!” y terminamos con el lamento: “Consoladores molestos sois todos vosotros” (Job 16:2). Tornamos a las páginas de nuestra vida pasada y allí buscamos el consuelo, pero esto también podría fallarnos. Aunque la experiencia es una legítima fuente de consuelo, con todo, cuando el cielo está oscuro y encapotado, la experiencia es propensa a administrar una renovada turbación. Si acudiéramos de inmediato a la Palabra de Dios, y la escudriñáramos hasta encontrar una promesa adecuada para nuestro caso, encontraríamos alivio mucho antes. Todas las cisternas se secan; sólo la fuente permanece.
El creyente, en la aflicción, tiene al Consolador y tiene al instrumento del Consolador—la Palabra de Dios. El que rechaza a Dios y su Palabra carece de la única fuente que podría consolar su alma. Pero no basta tener un conocimiento teórico, pues no es la letra muerta la que trae consolación, sino que debe ser “la Palabra de Dios experimentada en cuanto a su poder vivificador en el interior del alma.”
En su sermón número 2732, titulado “Creyentes probados en fuego”, Charles Spurgeon hace la siguiente meditación en cuanto a la tribulación de Job:
JOB estaba en ese momento en una angustia muy profunda. Recomiendo este hecho a cualquiera aquí que haya sido sometido a grandes pruebas. Puede que seas parte del pueblo de Dios y, sin embargo, te encuentres en una situación terrible y difícil. Pues Job era un verdadero siervo del Altísimo, sin embargo, se sentó entre las cenizas y se raspó él mismo con un tiesto porque estaba cubierto de furúnculos, y al mismo tiempo, estaba reducido a una pobreza absoluta.
Job tuvo que experimentar otra prueba que debe haber sido muy aguda, porque fue provocada por sus tres amigos escogidos, que evidentemente eran hombres de mente y eminencia, porque sus discursos prueban que ellos no eran de ninguna manera hombres de segunda clase. Job no hubiera escogido para sus amigos íntimos a nadie más que a aquellos que eran de gran carácter, estimables en disposición, y capaces de conversar con él sobre altos y sublimes temas.
Así eran, sin duda, esos tres hombres e imagino que cuando Job los vio venir hacia él, buscó algo de consuelo en ellos, pensando que al menos simpatizarían con él y derramarían los consuelos que su propia experiencia pudiera sugerir, a fin de que pudiera ser aliviado un poco. Pero quedó completamente desilusionado: estos amigos suyos razonaron que debía existir alguna causa extraordinaria para una angustia tan inusual como aquella en la que había caído Job. Ellos nunca habían visto mal en él, pero así también, él podría ser un hombre muy astuto que podría haberlo ha ocultado.
Los amigos de Job eran efectivamente “hombres de mente y eminencia” que tenían mucho conocimiento teórico de Dios y su Palabra. Pero este conocimiento superficial no capacita al hombre para que sea partícipe de la naturaleza divina, a menos que ese conocimiento llegue a santificar su corazón. Es en la vida práctica, en los deberes pequeños, en las crisis grandes y pequeñas que se desarrolla el carácter. Es en la vida cotidiana que el conocimiento teórico puesto en práctica nos capacita para deberes mayores y crisis más grandes. Job buscó consuelo en sus amigos tan inteligentes y llenos de conocimiento, pero quedó completamente desilusionado, y los declaró “consoladores molestos.”
Primero, observen EL DESEO DE JOB EN EL MOMENTO DE SU AFLICCIÓN. Tenía necesidad de Dios. No anhelaba ver a sus amigos Bildad, o Elifaz, o Zofar, o cualquier amigo terrenal, su grito fue: “¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios! Yo iría hasta su silla” (Job 23:3). Este es uno de las señales de un verdadero hijo de Dios, que incluso cuando Dios le abate, todavía anhela Su presencia. Detrás de todas las calamidades de Job, vemos que Dios permitió a Satanás afligir a Job. “Sin embargo”, dice Job, “no me enojaré contra Dios por esto”. “He aquí, aunque él me matare, en él esperaré” (Job 13:15). ‘Que haga lo que quiera conmigo, todavía buscaré acercarme a él y esto será el deseo de mi corazón, ‘Oh, si supiera dónde podría encontrarlo’.
También sabemos que si podemos llegar a Dios, tendremos una audiencia con él. A veces los hombres no nos escuchan cuando pedimos justicia. “No quiero escuchar una palabra de lo que tienes que decir”, dice el hombre que tiene tantos prejuicios que no escucha nuestra súplica. Pero hay un oído que ningún prejuicio selló jamás. Hay un corazón que siempre se compadece de las aflicciones de un creyente. Amados, seguramente serán escuchados si derraman su corazón ante el Dios que escucha la oración. Él nunca se cansará de tus llantos; pueden ser expresiones pobres y quebrantadas, pero Él toma el significado de los suspiros de Sus santos, Él comprende el lenguaje de sus gemidos. Vaya, entonces, a Dios porque está seguro de tener una audiencia con él.
Job tenía un deseo y una necesidad de Dios. La tribulación había creado esta inmensa necesidad en Job: “¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!” Dios no pone obstáculos a Job, al contrario—Dios ha permitido esta circunstancia para que haya esta necesidad en Job y Dios pueda suplir esta necesidad. Los hombres por naturaleza somos “consoladores molestos” y ponemos obstáculos a los hombres. El fariseo dice a los hombres “Dios no escucha tus oraciones” a menos que ellos alcancen la norma que el fariseo ha establecido. El fariseo pone su autoridad por encima de la autoridad de Dios, como si pudiera ser árbitro de quien puede ser escuchado por Dios y quien no. El fariseo no acepta la Soberanía Divina, porque en realidad no conoce a Dios, sino que pretende utilizar a Dios y su Palabra para imponer su propia autoridad sobre los hombres. ¿Pero qué hombre pecador puede determinar a quién escucha Dios y a quién no escucha? ¿Puede acaso un hombre evitar que Cristo se presente en el Santuario por un alma humilde y necesitada, y puede evitar que Cristo ruegue por esa persona?
Cristo es Soberano, y él se presentará en el Santuario por toda alma que tiene la necesidad de su obra sacerdotal, y esa pobre alma necesitada se beneficiará del Sacerdocio de Cristo, así tenga conocimiento o no del Ministerio Sacerdotal Celestial de Cristo. “Vaya, entonces, a Dios porque está seguro de tener una audiencia con él.”
“¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?” (Mt. 20:15)
¿Acaso no es lícito que Cristo se presente en el Santuario por alguien que tiene necesidad pero que no tiene conocimiento del Santuario o del Sacerdocio? ¿La oración de un católico, un evangélico, o de cualquiera que no conoce el Santuario no puede ser escuchada por Dios? Todos estamos separados de Dios, y por eso es necesario que un Mediador se presente por nosotros ante el Padre. Cristo dijo “no ruego por el mundo” (Jn. 17:9), pero no dijo “sólo ruego por los que conocen el Santuario Celestial”. ¿Dónde está el énfasis para que Cristo se presente por nosotros en el Santuario? ¿En el conocimiento o en la necesidad? Un hombre puede tener mucho conocimiento, pero muy poca o casi nada de necesidad. Eso es justamente lo que el Testigo Fiel nos advierte:
“Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.” (Ap. 3:17)
Tú tienes mucho conocimiento, y te crees rico, crees que ese conocimiento te hace rico. Pero no tienes necesidad ni de la justicia de Cristo, ni de su sangre, ni de su Sacerdocio, ni de la misericordia del Padre, ni del Santuario, ni del Agente Regenerador. Por lo tanto, no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. “Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres” –¿quién va a comprar? Sin duda, el que tiene NECESIDAD.
¿O tienes tú envidia, porque Dios es misericordioso con el que tiene menos conocimiento que tú tienes?
¿O tienes tú malicia, porque Dios es bueno con el que tiene “menos méritos” de los que tú crees tener?
Cuando analizamos la experiencia de vida del profeta Daniel podemos apreciar que desde muy temprana edad manifestó una firme obediencia a la Ley de Dios, a la par que desarrollaba un hermoso carácter semejante al de nuestro Señor Jesús. Cuando llegó a su vejez dejó como testimonio una preciosa oración en el capítulo 9 donde se puede apreciar en qué basaba su confianza, después de tantos años de prueba, al llegar casi al final de su vida:
“Inclina, oh Dios mío, tu oído, y oye; abre tus ojos, y mira nuestras desolaciones, y la ciudad sobre la cual es invocado tu nombre; porque no elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias. Oye, Señor; oh Señor, perdona; presta oído, Señor, y hazlo; no tardes, por amor de ti mismo, Dios mío; porque tu nombre es invocado sobre tu ciudad y sobre tu pueblo.” (Dn. 9:18-19)
“Porque no elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias”—la confianza de Daniel no estaba en su obediencia, en su santificación personal. Daniel no confiaba en su mucho conocimiento. Daniel no ponía su confianza en que Dios le escucharía porque Daniel conocía el Santuario y el Sacerdocio, sino que confía plenamente en la misericordia de Dios. Es por misericordia que, a pesar de que estamos separados de Dios, Dios acepta la intercesión de Cristo a nuestro favor. Es por misericordia que Cristo se presenta y ruega por nosotros. Es por misericordia que Dios Espíritu Santo nos induce al arrepentimiento y a buscar a Dios.
Por naturaleza, los descendientes de Adán caído en pecado no tenemos misericordia, como está escrito: “necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia” (Ro. 1:31). Es por esa falta de misericordia que al leer pasajes como los siguientes, los utilizamos como una licencia para dar rienda suelta a nuestra naturaleza egoísta, perversa y sin misericordia:
DTG pg. 232.2 – “Como el leproso, este paralítico había perdido toda esperanza de restablecerse. Su enfermedad era resultado de una vida de pecado, y sus sufrimientos eran amargados por el remordimiento. Mucho antes, había apelado a los fariseos y doctores con la esperanza de recibir alivio de sus sufrimientos mentales y físicos. Pero ellos lo habían declarado fríamente incurable y abandonado a la ira de Dios. Los fariseos consideraban la aflicción como una evidencia del desagrado divino, y se mantenían alejados de los enfermos y menesterosos. Sin embargo, cuán a menudo los mismos que se exaltaban como santos, eran más culpables que aquellos dolientes a quienes condenaban.”
Efectivamente la enfermedad es un resultado, una consecuencia, del pecado. Cosechamos lo que sembramos. Una vida de rienda suelta al pecado eventualmente trae su desgraciada cosecha. Pero esto no significa que debemos tratar a un enfermo como un pecador que se merece el sufrimiento y es indigno de nuestra ayuda y misericordia. Pero, como por naturaleza no tenemos misericordia, es más fácil tratar severa y fríamente a un enfermo, hundiéndolo más en la desesperación y la desesperanza, que brindarle palabras tiernas de esperanza y consuelo. ¿Quiénes actuaban así fría y severamente, siempre listos con el dedo condenatorio para juzgar a su prójimo? Los fariseos y doctores de los días de Cristo “que se exaltaban como santos” cuando ante los ojos de Dios en realidad “eran más culpables que aquellos dolientes a quienes condenaban.”
El Ministerio de Curación pg. 173.3 – “Muchas veces uno u otro vicio ha causado debilidad de la mente o del cuerpo. Si las tales personas consiguieran la bendición de la salud, muchas de ellas reanudarían su vida de descuido y transgresión de las leyes naturales y espirituales de Dios, arguyendo que si Dios las sana en respuesta a la oración, pueden con toda libertad seguir sus prácticas malsanas y entregarse sin freno a sus apetitos. Si Dios hiciera un milagro devolviendo la salud a estas personas, daría alas al pecado.” {MC 173.3}
El párrafo anterior es otra arma de doble filo. Es verdad que, en muchos casos, la misericordia de Dios hacia nosotros seres pecadores y depravados resulta en que, en lugar de llevarnos al arrepentimiento y al abandono de la práctica del pecado, regresemos a nuestros antiguos vicios y malas costumbres. En tales casos, se puede decir que el haber devuelto la salud a estas personas, se dio alas al pecado. Pero esto no significa que tenemos permiso de ser fariseos y evitar orar por la recuperación de un enfermo a menos que tengamos evidencia concluyente que la persona ha aceptado el mensaje de salvación. Nuestra tarea, aparte de orar por los enfermos, y de brindarles ayuda y consuelo, es la de educarles acerca de las leyes de la salud para que ellos—cooperando con el Espíritu Santo—puedan renunciar a las prácticas malsanas que les trajeron tanto mal.
Pero es que ni siquiera el obedecer concienzudamente todas las leyes de la salud es una garantía para que nunca nos enfermemos y vivamos con una salud perfecta. La Soberanía de Dios está por encima de todo, incluyendo la salud de las personas. Así yo haga mi mayor esfuerzo por obedecer las leyes naturales, si Dios ve que es necesario la enfermedad para pulir mis defectos de carácter, entonces que así sea—que se cumpla su voluntad en los cielos como aquí en la tierra.
El propio apóstol Pablo tres veces rogó al Señor para que le quite su enfermedad, y la respuesta de Dios fue: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.” Y entonces Pablo entendió: “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo” (2 Co. 12:9). La respuesta de Dios fue “Mi bondad, mi gracia, mi amor, mi misericordia es todo lo que necesitas.” Que la misericordia de Dios sea también suficiente para todos nosotros, pues Dios es Soberano justo y misericordioso.
La Oración pg. 274.4 – “Si padecemos debilidades corporales, por supuesto que es consecuente confiar en el Señor, haciendo rogativas personales a nuestro Dios en nuestro propio caso, y si nos sentimos inclinados a solicitar a otros en quienes tenemos confianza que se unan a nosotros en oración a Jesús, quien es el Poderoso Sanador, seguramente la recibiremos, si la solicitamos con fe.” {Or 274.4}
Por lo tanto, no seamos consoladores molestos con nuestro prójimo. Mas bien, que la enfermedad del prójimo sea una oportunidad para que juntos podamos desarrollar ese nuevo carácter precioso más que el oro, semejante al de nuestro amado Redentor.
Testimonios para la Iglesia tomo 3 pg. 555.2 – “Nunca, nunca, se deje influenciar por rumores. Nunca permita que su conducta sea influenciada por sus parientes más queridos. Ha llegado el tiempo cuando se necesita ejercer la mayor sabiduría respecto a la causa y la obra de Dios. Se necesita criterio para saber cuándo hablar y cuándo guardar silencio. El deseo de ser compadecido conduce a la imprudencia de un carácter grave al expresar los sentimientos a otros. Su aspecto frecuentemente incita a la compasión cuando sería mejor para usted que no la recibiera. Es un deber importante para todos familiarizarse con el tenor de su conducta de día en día y los motivos que impulsan sus acciones. Necesitan familiarizarse con los motivos particulares que impulsan los actos particulares. Cada acción de sus vidas es juzgada, no por la apariencia externa, sino por el motivo que la impulsó.” {3TI 555.2}
Por naturaleza, el orgullo inmenso que está dentro de nosotros nos lleva a tratar bien a los que aceptan nuestras opiniones y a tratar mal a los que está en desacuerdo con nosotros. Somos intolerantes y como nuestra reputación es un ídolo, encima nos consideramos infalibles e incapaces de equivocación, por lo tanto, todo aquel que nos contradice debe ser apartado—o peor aún—destrozado.
Ese terrible orgullo de la mano del fariseo que todos llevamos dentro es una peste que está lista para salir a guerrear contra el prójimo apenas nos llegan rumores negativos de otras personas. No hemos visto con nuestros propios ojos, ni hemos oído con nuestros propios oídos, pero rápidamente damos un juicio apresurado y estamos listos para lanzar el dedo acusatorio, y si es posible—las palabras hirientes y llenas de maldad. Es así que, de pequeñas e insignificantes cosas, que bien se pudieran arreglar con un espíritu cristiano, más bien se construyen muros y montañas que dividen a la iglesia de Cristo.
Pensamos que al ser fríos y severos, al lanzar palabras hirientes, estamos simplemente teniendo un “celo divino”, y como tenemos la Biblia y el Espíritu de Profecía en la mano, este es una excusa para escudar nuestra maldad. Sin embargo, ¿cuál es el motivo que impulsa nuestras acciones? ¿Es el amor al prójimo, y el deseo de su restauración? ¿O estamos siendo impulsados más bien por el odio, el rencor, los prejuicios, el exclusivismo, la intolerancia y nuestra incapacidad para amar?
¿Para qué estudiamos horas y e inclusive años? ¿Para defender nuestras opiniones, nuestra manera de pensar, o para que nuestra mente pueda ser moldeada y puesta bajo sujeción a la mente de Cristo?
¿Para qué predicamos horas y años? ¿Para dar rienda suelta y engrandecer el YO, o para que nuestro prójimo pueda hallar aceptación, perdón y regeneración en virtud de los méritos de Cristo?
¿Cuál es el motivo que impulsa nuestros actos, palabras y pensamientos? Esto es lo que le interesa a Dios—el motivo que impulsa a la acción. La acción por sí misma carece de valor ante Dios, a menos que sea impulsada por un motivo puro y santo. Una acción buena impulsada por el egoísmo o la maldad no es una justicia ante los ojos del Gran Juez que pesa nuestras vidas en la balanza del Santuario.
La razón por la que la hermana White escribió acerca del peligro de dejarse influenciar por los rumores es que en aquel tiempo circulaban rumores negativos acerca del hermano White. Y en esos rumores se decía que el hermano White era demasiado severo al tratar con los hermanos:
3TI pg. 556.1 – “Todos debieran cuidar los sentidos, no sea que Satanás obtenga la victoria sobre ellos; porque son las avenidas que conducen al alma. Podemos ser tan severos como queramos al disciplinarnos a nosotros mismos, pero debemos ser muy cautelosos de no empujar las almas a la desesperación. Algunos sienten que el hermano White es demasiado severo al hablar de manera enfática a los individuos, al reprobar lo que piensa que está mal en ellos. Puede correr el riesgo de no ser tan cuidadoso en su manera de reprender, de no dar oportunidad para la reflexión; pero algunos de los que se quejan de su manera de reprobar usan el lenguaje más cortante, reprobatorio, condenatorio, sin criterio, para dirigirse a una congregación, y sienten que han desahogado sus almas y hecho una obra buena. Pero los ángeles de Dios no siempre aprueban dicha labor. Si el hermano White le hace sentir a un individuo que no está haciendo bien, si es demasiado severo hacia esa persona y necesita que se le enseñe a modificar sus modales, a suavizar su espíritu, cuanto más necesario es que sus hermanos de ministerio sientan la falta de lógica de hacer sufrir a una gran congregación con reprensiones cortantes y denuncias fuertes, cuando los verdaderamente inocentes deben sufrir con los culpables.”
La hermana White acepta que efectivamente todos “debemos ser muy cautelosos de no empujar las almas a la desesperación”. Al paso que se desnuda a una persona con la Ley de Dios, hay que saber cubrirla con la justicia perfecta de Cristo. Podemos ser muy hábiles para manejar la justicia de Dios, pero de igual manera debemos aprender a manejar su misericordia, de lo contrario cosecharemos caracteres que no serán simétricos, sino que serán o fariseos o antinomianos.
La hermana White también menciona que muchos de los que reprobaban esa severidad del hermano White, ellos mismos al subir al púlpito a predicar pensaban que hacían bien al usar “el lenguaje más cortante, reprobatorio, condenatorio” pensando que han “hecho una obra buena” pero que, sin embargo, “los ángeles de Dios no siempre aprueban dicha labor.” Nuestro trabajo no es humillar, condenar, y reprobar a las personas—ese es el trabajo del Espíritu Santo. Nuestro trabajo es colaborar con el Consolador, para que al reprobar el pecado, los pecadores puedan sentir necesidad de la misericordia del Padre, del trabajo y los méritos de Cristo, y del Agente Regenerador.
3TI pg. 556.2 – “Es peor, mucho peor, dar expresión a los sentimientos en una gran congregación, disparando a cualquiera y a todos, que ir a los individuos que pueden haber hecho mal y reprobarlos personalmente. El carácter ofensivo de este discurso severo, arrogante, denunciatorio en una reunión grande es de una índole mucho más grave a la vista de Dios que el hecho de reprender en forma personal, individual, considerando que el número es mayor y la censura más general. Siempre es más fácil dar expresión a los sentimientos ante una congregación, porque hay muchas personas presentes, que ir a los que han errado y, cara a cara con ellos, declararles abierta, franca, llanamente, su conducta equivocada. Pero traer a la casa de Dios sentimientos fuertes contra individuos y hacer sufrir a todos los inocentes como también a los culpables, es una manera de trabajar que Dios no aprueba y que hace daño antes que bien. Demasiado a menudo ha sido el caso que se han dado a una congregación discursos llenos de críticas y denuncias. No fomentan un espíritu de amor en los hermanos. No tienden a estimular en ellos una manera espiritual de pensar para guiarlos a la santidad y al cielo, sino que en sus corazones se despierta un espíritu de amargura. Estos sermones muy fuertes que cortan a una persona en pedazos son a veces positivamente necesarios para despertar, alarmar y convencer. Pero a menos que lleven las características especiales de estar dictados por el Espíritu de Dios, hacen mucho más daño que el bien que pueden hacer.”
La hermana White indica que, si bien la conducta del hermano White no fue apropiada al ser demasiado severo al hablar de manera individual a las personas, la conducta de aquellos que predicaron ante un grupo de personas con un carácter fariseo, severo, arrogante, denunciatorio y condenatorio es todavía aún mucho peor, pues “no fomentan un espíritu de amor en los hermanos” y “no tienden a estimular en ellos una manera espiritual de pensar para guiarlos a la santidad y al cielo, sino que en sus corazones se despierta un espíritu de amargura”. Al final, un fariseo despierta a otros fariseos, y lo que tenemos como resultado es una congregación de fariseos. Por ello, bien dice la hermana White que esta manera de predicar, sin el espíritu de Cristo, “es una manera de trabajar que Dios no aprueba y que hace daño antes que bien.” A predicar de esta manera es mejor no predicar y es mejor sentarse a los pies de Cristo para aprender de Él.
La hermana White reconoció que incluso le fue mostrado que la conducta de su esposo—conducta demasiado severa y condenatoria, aplicada de manera individual—fue un error causado por los defectos naturales del carácter con que todos hemos sido engendrados. Sin embargo, como siempre suele suceder, los chismes fueron incrementando el carácter de ese pecado, haciéndolo ver como si fuera aun mayor de lo que realmente era. En esto también se ve la falta de misericordia, pues en lugar de hablar de manera personal e individual con el que comete el error, se prefiere difundir rumores que agregan cosas que ni siquiera eran parte del rumor original, sumando al chisme el pecado de la mentira. ¿Cuál es el motivo que lleva a este tipo de accionar? Sin duda no puede ser el amor al prójimo ni el deseo de restaurar al pecador, sino que la intención es destruir la reputación del blanco del rumor. En esto también demostramos ser consoladores malvados y molestos.
3TI pg. 557.1 – “Se me mostró que la conducta de mi esposo no ha sido perfecta. Ha errado algunas veces en murmurar y en reprender en forma demasiado severa. Pero por lo que he visto, no ha cometido faltas tan grandes en este respecto como muchos han supuesto y como yo algunas veces he temido. Job no fue entendido por sus amigos. Les devuelve con firmeza sus reproches. Les muestra que si ellos están defendiendo a Dios al declarar su fe en él y al expresar su conciencia de pecado, él tiene un conocimiento más profundo y cabal de ello que el que ellos jamás han tenido. ‘Consoladores molestos sois todos vosotros’, es la respuesta que dirige a sus críticas y censuras. ‘También yo—dice Job—podría hablar como vosotros, si vuestra alma estuviera en lugar de la mía; yo podría hilvanar contra vosotros palabras, y sobre vosotros mover mi cabeza’. Pero declara que no haría esto. ‘Yo—dice—os alentaría con mis palabras, y la consolación de mis labios apaciguaría vuestro dolor’ (Job 16:2, 4, 5).
“Hermanos y hermanas que poseen buenas intenciones, pero que tienen conceptos estrechos y miran sólo lo externo, pueden tratar de ayudar en cosas acerca de las cuales no tienen verdadero conocimiento. Su experiencia limitada no puede discernir los sentimientos de un alma que ha sido urgida por el Espíritu de Dios, que ha sentido en lo profundo ese amor e interés ferviente e inexpresable por la causa de Dios y por las almas, que ellos jamás han experimentado, y que ha llevado cargas en la causa de Dios que ellos jamás han levantado. {3TI 557.2}
“Algunos amigos carentes de previsión y de experiencia, no pueden, con su visión estrecha, apreciar los sentimientos de alguien que ha estado en íntima armonía con el alma de Cristo en relación con la salvación de otros. Aquellos que quisieran decir que son sus amigos malentienden sus motivos e interpretan erróneamente sus actos, hasta que, como Job, él prorrumpe en una ferviente oración: Sálvame de mis amigos. Dios toma el caso de Job en sus manos. Su paciencia ha sido severamente probada; pero cuando Dios habla, todos sus sentimientos quisquillosos cambian. La justificación propia que él sentía que era necesaria para resistir la condenación de sus amigos no es necesaria ante Dios. Él nunca juzga mal; nunca yerra. Dice el Señor a Job: ‘Cíñete ahora como varón’, y Job tan pronto oye la voz divina inclina su alma con un sentido de su pecaminosidad, y dice ante Dios: ‘Me aborrezco y me arrepiento, en polvo y en ceniza’ (Job 38:3; 42:6).” {3TI 558.1}
Lamentablemente todos somos de “visión estrecha” y mentes estrechas. Nos creemos sabios e infalibles, pero en realidad tenemos prejuicios, “conceptos estrechos”, y muchas veces emitimos juicios apresurados y damos consejos erróneos sobre “cosas acerca de las cuales no tienen verdadero conocimiento.” Fácilmente podemos decir a otra persona que abandone sus propiedades, abandone su trabajo o sus estudios, sin misericordia y sin pensar en las realidades y necesidades de cada individuo. Nos creemos iguales a Dios y le usurpamos su Soberanía. Es muy diferente perder o venderlo todo por la voluntad de Dios, a venderlo todo por seguir los dictados de una persona igual de corrupta que nosotros mismos. “Sálvame de mis amigos” de mente estrecha y farisea, así tengan “buenas intenciones”, y que Dios tome cada una de nuestras vidas en sus manos para hacer conforme a su voluntad y no la nuestra—ni la de los consoladores molestos.
Para poder ser colaboradores con Dios en la redención de nuestro prójimo, Dios desea que nosotros mismos tengamos necesidad de salvación. Para poder ser colaboradores con la reformación y reavivamiento de nuestro prójimo, Dios desea que primeramente nosotros seamos reformados y reavivados por su Espíritu. Es la voluntad de Dios que seamos obreros aptos para la obra para poder ser eficaces.
“Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él.” (2 Ti. 2:24-25)
Antes de enseñar a otros, Dios desea que seamos “aptos para enseñar”. Caso contrario haremos mucho más daño que bien. Ser apto significa ser competente, preparado, calificado, apropiado o adecuado. ¿Qué nos incapacita para ser instrumentos en las manos del Señor para enseñar a otros? Se menciona primeramente no ser “contenciosos”. Ser contencioso significa ser discutidor o polemista. ¿Por qué discutimos? Por defender el YO, porque somos esclavos del orgullo, y tenemos por ídolo a nuestra reputación. Somos contenciosos por naturaleza porque no tenemos amor a Dios ni al prójimo.
¿Qué rasgo divino nos capacitará para ser aptos para la obra? Se menciona la “mansedumbre” que es sinónimo de ternura, serenidad, dulzura, tranquilidad, docilidad y blandura. ¿Queremos enseñar, predicar, corregir, aconsejar? Además del conocimiento de la Palabra y de la Ley, se necesita un carácter correcto. Puro conocimiento no basta, se necesita un carácter que no mienta contra la verdad. Se necesita mansedumbre para corregir, para enseñar, y para aconsejar. Se necesita amor al prójimo, se necesita que el impulso que nos lleva a enseñar, corregir, aconsejar sea de que “Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él.”
Cautivos es sinónimo de prisioneros o esclavos. Por naturaleza estamos cautivos a voluntad del diablo, como está escrito: “De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Jn. 8:34), y también: “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:32). Sólo se puede prometer libertad a aquel que está cautivo. El hecho de que hallamos comprendido un poco de la verdad presente e incluso tal vez estemos predicando la verdad presente, no significa que estamos completamente libres de las garras del pecado y las acechanzas del enemigo. Pues “yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Ro. 7:18-19). El pecado mora en mí, por lo tanto diariamente debo rogar a Dios para que el Espíritu Santo pueda subyugarlo. Pero yo debo cooperar con su santo Espíritu. Y si soy consciente que el pecado mora en mí, voy a tener mucho cuidado de que esa naturaleza depravada no salga a relucir el momento en que estudie, enseñe, predique, corrija, aconseje o influya de cualquier manera a mi prójimo.
La Soberanía de Dios
Hasta aquí hemos analizado de cuántas maneras al rechazar la Soberanía de Dios nos hacemos daño a nosotros mismos y también a nuestro prójimo. Nuestro orgullo y falta de misericordia naturales nos llevan a lanzar juicios apresurados y condenatorios, pasando por encima de la Soberanía Divina.
Cuando ocurre una enfermedad o una desgracia, nuestra mente estrecha y depravada inmediatamente busca un blanco al cual lanzar el dedo acusador y condenador: ¿Quién pecó para que pueda juzgarlo y condenarlo? No cabe en nuestra mente el hecho de que una enfermedad o algún accidente pueda ser permitida por la mano misericordiosa de Dios que busca salvarnos.
“Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?” (Jn. 9:1-2)
Los discípulos de Cristo tenían la misma naturaleza pecaminosa que todos nosotros descendientes de Adán caído en pecado, y el farisaísmo natural estaba listo para dar un juicio apresurado al ver a un ciego de nacimiento. Ya que en la mente del fariseo la enfermedad sólo puede ser un juicio de Dios, y ya que piensa que pecado es únicamente el acto consumado—mas no considera pecado el estado de ser—al ver a uno que nació ciego y que no ha tenido oportunidad de dar rienda suelta a su naturaleza pecaminosa, sólo puede asumir que entonces el castigo debe ser resultado del pecado de sus padres. ¿Cuál fue la respuesta de Cristo?
“Respondió Jesús: No pecó este, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él.” (Jn. 9:3)
Jesús respondió que aquel hombre que nació ciego no nació ciego porque pecó él o sus padres, sino “para que las obras de Dios se manifiesten en él.” No todo lo malo que sucede al hombre es indicativo de pecado o de un castigo de Dios. Dios nos brinda lo que es mejor para nosotros, “para que las obras de Dios se manifiesten en nosotros”. Para que su misericordia pueda cubrir nuestras debilidades y ayudarnos a desarrollar un nuevo carácter semejante al de Cristo. Dios no nos da lo que merecemos, sino lo que necesitamos.
“Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:45)
Si Dios tuviera que darnos lo que merecemos, tendría que aplicar sobre nosotros “la paga del pecado es muerte” (Ro. 6:23) que es “muerte segunda” (Ap. 20:14), no las enfermedades que nos llevan a la muerte primera, que es tan sólo un sueño del cual podemos ser resucitados (Jn. 11:11). La muerte segunda es una muerte eterna y definitiva que no tiene solución ni remedio (Ez. 28:19).
Lo que Dios nos brinda, nos lo da sin que lo merezcamos. Es en virtud de los méritos de Cristo que toda buena dádiva y bendición fluye a esta tierra contaminada por el pecado.
“¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?” (Mt. 20:15)
En su sermón número 77 titulado “La Soberanía Divina”, Charles Spurgeon hace la siguiente meditación:
El padre de familia dice: «¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?” (Mt. 20:15) y de la misma manera el Dios del cielo y de la tierra les hace esta pregunta a ustedes el día de hoy, «¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”. No hay ningún atributo de Dios que sea más consolador para Sus hijos que la doctrina de la Soberanía Divina. Bajo las más adversas circunstancias, en medio de las tribulaciones más severas, ellos creen que la Soberanía ha ordenado sus aflicciones, que la Soberanía los gobierna y que la Soberanía los va a santificar a todos.
No hay nada por lo que los hijos de Dios deban contender con más ahínco que por el dominio de su Señor sobre toda la creación; el reinado de Dios sobre todas las obras de Sus propias manos; el trono de Dios, y Su derecho a sentarse sobre ese trono. Por otra parte, no hay doctrina más odiada por los hombres del mundo, y no hay otra verdad que hayan convertido en una pelota de fútbol, como la grandiosa, estupenda, y muy cierta doctrina de la Soberanía del infinito Jehová.
Los hombres permitirán que Dios esté en cualquier lugar excepto en Su trono. Ellos le permitirán que esté en Su taller para formar mundos y hacer estrellas. Le permitirán que esté en Su casa de caridad repartiendo limosnas y entregando Sus tesoros. Le permitirán que sostenga la tierra y mantenga firme sus pilares, o que encienda las lámparas del cielo, o que gobierne las olas del océano, que siempre están en movimiento; pero cuando Dios asciende a Su trono, entonces Sus criaturas rechinan los dientes; y cuando nosotros proclamamos a un Dios entronizado, y el derecho que tiene de hacer lo que quiera con lo suyo, a disponer de Sus criaturas como lo crea conveniente, sin consultarlos en la materia, entonces es cuando se burlan de nosotros y somos execrados, y entonces es cuando los hombres prestan oídos sordos a nuestras palabras, pues el Dios en Su trono no es el Dios que ellos aman. Lo aman mejor en cualquier otro lugar de lo que lo hacen cuando Él se sienta con el cetro en Su mano y Su corona sobre Su cabeza. Pero nosotros amamos predicar a Dios en Su trono. Es el Dios en Su trono en quien confiamos. Es el Dios en Su trono a quien hemos estado cantando este día; y es el Dios en Su trono de quien hablaremos en este sermón. Sin embargo, voy a predicar únicamente acerca de una parte de la Soberanía de Dios, y esa es la Soberanía de Dios en la distribución de Sus dones. En este respecto yo creo que Él tiene el derecho de hacer lo que quiera con lo suyo, y que Él ejerce ese derecho.
Debemos admitir, antes de comenzar nuestro sermón, algo muy cierto, es decir, que todas las bendiciones son dones y que nosotros no tenemos ningún derecho a ellos por mérito propio. Yo pienso que cualquier mente razonable concederá esto. Y habiendo admitido lo anterior, nos esforzaremos para demostrar que Él tiene un derecho, viendo que esos dones le pertenecen, para hacer lo que quiera, para retenerlos por completo si así le agrada, o para distribuirlos si así decide hacerlo, para dárselos a algunos pero no a otros, para no dárselos a nadie o dárselos a todos, conforme parezca bien a Sus ojos. «¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?»
“Sí, Padre, porque así te agradó.” (Mt. 11:26)
Camina por la tierra y encontrarás hombres superiores a ti en vigor, salud, y figura, y encontrarás a otros que son tus inferiores en estas mismas cosas. Algunos de los aquí presentes son preferidos muy por encima de sus semejantes por su aspecto físico, y otros caen muy abajo en la balanza y no cuentan con nada que los pueda llevar a gloriarse en la carne. ¿Por qué Dios ha dado a un hombre belleza y a otro no se la ha dado? A uno le ha dado todos sus sentidos mientras que a otro sólo unos cuantos? ¿Por qué en algunos Él ha despertado el sentido del entendimiento, mientras que otros están obligados a cargar con un cuerpo terco y lento?
Nosotros respondemos y que los demás digan lo que quieran, que no se puede dar ninguna otra respuesta excepto ésta: «Sí, Padre, porque así te agradó.” (Mt. 11:26). Los viejos fariseos preguntaban: «¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?” (Jn. 9:2). Sabemos que no fue a causa del pecado de sus padres ni del pecado del hijo que éste haya nacido ciego, o que otros hayan sufrido desgracias similares, sino que Dios ha hecho como ha querido en la distribución de Sus beneficios terrenales, y así ha dicho al mundo: «¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”
Y así de otras maneras, al pasar por la vida, ustedes observarán cómo se manifiesta esa soberanía. A un hombre Dios le da una larga vida y buena salud, de tal forma que escasamente conoce lo que es un día de enfermedad, mientras que otro hombre se tambalea y encuentra una tumba casi a cada paso, y temiendo a la muerte siente que se muere mil veces. Un hombre aun en su extema vejez, como Moisés, tiene un ojo vigoroso; y aunque su cabello sea gris, él se mantiene tan firme sobre sus pies como cuando era joven en la casa de su padre. Nuevamente preguntamos: ¿cuál es la causa de esta diferencia? Y la única respuesta adecuada es que es el efecto de la Soberanía de Jehová.
Encontrarán también que algunos hombres son arrancados en la flor de su vida, apenas en la mitad de sus días, mientras otros alcanzan los setenta años y más. Uno parte antes de haber cubierto la primera etapa de su existencia, y otro ve que su vida se alarga tanto que se convierte en una carga; estoy convencido que debemos atribuir la causa de todas estas diferencias en la vida al hecho de la Soberanía de Dios. Él es Soberano y Rey y ¿no hará lo que quiera con lo suyo?
Dios es Soberano y Rey sobre toda la creación y está en todo su derecho para repartir sus dones y bendiciones en la medida que Él lo desee y a quién Él vea conveniente. Su Soberanía también exige de sus criaturas el debido reconocimiento y agradecimiento, como también una mayordomía justa sobre estos dones que nos ha dado. Todo lo que poseemos, sea material o espiritual, todo lo que somos, le pertenece a Dios. Todas nuestras capacidades y facultades le pertenecen, pues Él nos lo ha dado todo conforme a su bendita y misericordiosa voluntad.
Por naturaleza el hombre separado de Dios no conoce y no reconoce a Dios. El hombre, polvo de la tierra, piensa que todas sus capacidades, dones, logros y triunfos se deben a su propia fuerza, poder y sabiduría inherentes. Esta arrogancia e ignorancia está claramente ejemplificada en la vida del rey Nabucodonosor.
“Al cabo de doce meses, paseando en el palacio real de Babilonia, habló el rey y dijo: ¿No es esta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad? Aún estaba la palabra en la boca del rey, cuando vino una voz del cielo: A ti se te dice, rey Nabucodonosor: El reino ha sido quitado de ti; y de entre los hombres te arrojarán, y con las bestias del campo será tu habitación, y como a los bueyes te apacentarán; y siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que reconozcas que el Altísimo tiene el dominio en el reino de los hombres, y lo da a quien él quiere. En la misma hora se cumplió la palabra sobre Nabucodonosor, y fue echado de entre los hombres; y comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se mojaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas como las de las aves.” (Dn. 4:29-33)
Dios había permitido a Nabucodonosor elevarse como rey supremo del mundo antiguo, a conquistar al pueblo de Dios y llevarlos cautivos a Babilonia. Pero lo que Nabucodonosor no sabía ni entendía, al igual que los israelitas, es que detrás de todo esto había un propósito de misericordia. Dios quería salvar, no sólo a su pueblo escogido, sino a todo el mundo, incluyendo a Babilonia y a su orgulloso rey. Por este motivo misericordioso y bendito es que Dios permitió que el pueblo hebreo fuera llevado cautivo a Babilonia—no únicamente porque el pueblo de Dios se había volcado nuevamente a la idolatría y estaba cosechando los frutos de sus propios pecados. Hay justicia y hay misericordia en todos los caminos del Señor. Fue por un motivo misericordioso y justo que Daniel y sus amigos fueron llevados cautivos a la corte de Babilonia, para que con ayuda del poder divino su esfuerzo humano pudiera revelar el carácter de Dios, y de la verdadera religión, ante el mayor imperio que el mundo haya visto jamás.
Como resultado de esa maravillosa Providencia del Señor, Nabucodonosor llegó a ser un hombre convertido (Dn. 4:37), pero no sin antes haber pasado por el horno de fuego de la aflicción. El rey de Babilonia tuvo que ser convertido en una bestia del campo para poder comprender la Soberanía Divina, para aceptar que “el Altísimo tiene el dominio en el reino de los hombres, y lo da a quien él quiere.” No porque haya mérito alguno en nosotros, sino que más bien a pesar de que somos indignos y pecadores.
Dios desea que todos nosotros, de manera personal e individual aprendamos la misma lección sobre la Providencia Divina. Dios quiere que recobremos la razón, y como Nabucodonosor proclamemos del fondo de un corazón agradecido y regenerado:
“Ahora yo Nabucodonosor alabo, engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos justos; y él puede humillar a los que andan con soberbia.” (Dn. 4:37)
Esta misma lección sobre la Providencia y Soberanía Divina la podemos encontrar en la conversación de nuestro Señor Jesús con Pilato:
“Cuando Pilato oyó decir esto, tuvo más miedo. Y entró otra vez en el pretorio, y dijo a Jesús: ¿De dónde eres tú? Mas Jesús no le dio respuesta. Entonces le dijo Pilato: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte? Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene.” (Jn. 19:8-11)
Pilato asumía que su autoridad provenía de su propia capacidad como hombre, y de su nación—Roma—al haber sometido a la nación de Jesús. Pilato no veía una mano divina dirigiendo todos los acontecimientos en este mundo. Cristo le enseñó “ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba.” Dios permite por su buena voluntad todo, absolutamente todo lo que acontece en este mundo a cada una de sus criaturas. El Padre permitió que su Hijo Amado sufriera en manos de pecadores. Cristo mismo por su propia voluntad y soberanía permitió ser tomado en manos de pecadores.
“Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.” (Jn. 10:17-18)
Continuando la lectura del sermón sobre “La Soberanía Divina”, Spurgeon realiza los siguientes puntos muy importantes:
Vamos a dejar este punto, pero antes de hacerlo debemos detenernos un instante para terminar de reflexionar sobre él. Oh, tú, que has recibido el don de una noble figura, de un hermoso cuerpo, no te jactes de ello, pues tus dones te vienen de Dios. Oh, no te gloríes, pues si tú te glorías te vuelves feo en un instante. Las flores no se jactan de su belleza, ni tampoco los pájaros cantan a su plumaje. No sean vanas, hijas de la belleza; ustedes hijos, no se exalten por su hermosura; y, oh, ustedes hombres de poder y de intelecto, recuerden que todo lo que tienen es otorgado por un Soberano Señor; Él ciertamente creó; Él puede destruir. No hay muchos pasos que separen al más poderoso intelecto del idiota más desvalido; el pensamiento profundo casi toca la locura. Tu cerebro puede ser trastornado en cualquier momento, y estarías condenado desde ese momento a vivir como un loco. No te jactes de todo lo que sabes, pues aun el pequeño conocimiento que tienes te ha sido dado. Por tanto, digo, no te exaltes por encima de toda medida, sino que usa lo que Dios te ha dado para el servicio de Dios, pues es una dádiva real, y no debes despreciarla.
Pero si el Soberano Señor te ha dado un talento, y nada más, no lo escondas en una servilleta, sino que úsalo bien, y entonces puede suceder que Él te dé más. Bendice al Señor porque tienes más que otros, y dale gracias porque te ha dado menos que otros, pues tú tienes menos que acarrear sobre tus hombros; y entre más ligera sea tu carga menos motivos tendrás para gemir mientras prosigues tu camino hacia una tierra mejor. Entonces bendice a Dios si tú posees menos que tus semejantes, y contempla Su bondad tanto en el retener como en el dar.
Al comprender la Soberanía Divina podremos eliminar toda jactancia. Como Nabucodonosor, recuperaremos la razón, y en lugar de jactarnos de cualquier logro o cualquier cosa, siempre alabaremos a Dios—el único que se merece toda alabanza y toda gloria. ¿Te jactas por tu conocimiento espiritual, por haber entendido algún punto del plan de redención? ¿Te sientes superior a tu semejante que no tiene ese conocimiento? ¿Dónde está la jactancia? Cualquier don que te haya sido dado, cualquier dádiva proviene de Dios, y no fue dada por un mérito tuyo, sino por gracia “para que nadie se gloríe” (Ef. 2:9). Sólo Dios merece alabanza, pues su gracia y su gloria “llena toda la tierra” (Nm. 14:21) y El “hace salir su sol sobre malos y buenos”, y “hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:45).
Todo lo que tenemos, todo lo que somos, fue otorgado por nuestro Soberano Señor. Lo que no tenemos también fue determinado por nuestro Soberano Señor. Toda dolencia, toda aflicción, toda enfermedad, toda dificultad, toda piedrecita que entra en nuestro zapato y levemente lastima nuestro pie, fue permitido por nuestro misericordioso Soberano Señor.
Bendecimos al Señor cuando lo que nos es otorgado es algo agradable a nuestros ojos terrenales. Pero cuando según nuestra vista ciega recibimos o nos es quitado algo que codiciamos, entonces murmuramos contra Dios. Cuando lleguemos a entender la doctrina de la Soberanía Divina, y el Espíritu Santo pueda remover las escamas de nuestros ojos para que recobremos el discernimiento espiritual, bendeciremos al Señor por lo que tenemos y no tenemos, por lo que nos da como por lo que nos quita, en la abundancia y en la pobreza, siempre alabaremos a nuestro Soberano Señor.
Es natural que no nos agrade los sufrimientos y las calamidades. Pero por la terquedad de nuestro carácter natural, y por la dureza de nuestro corazón carnal, muchas veces estos son los medios necesarios que Dios debe utilizar para realizar sus fines de misericordia:
CMC pg. 25.2 – “El Señor permite que hombres y mujeres experimenten sufrimientos y calamidades a fin de arrancarlos de su egoísmo y para despertar en ellos los atributos de su [Cristo] carácter: compasión, ternura y amor.
“El amor divino realiza sus llamamientos más conmovedores cuando nos pide que manifestemos la misma tierna compasión que Cristo expresó. Él fue varón de dolores, experimentado en quebrantos. Él fue afligido con todas nuestras aflicciones. Él ama a hombres y mujeres como una adquisición hecha con su propia sangre, y nos dice: ‘Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros’ (Juan 13:34).” {CMC 25.3}
Cuando una persona es probada con el sufrimiento o la calamidad, no es únicamente esa persona afectada quien es probada, sino también todos los prójimos de esa persona somos probados para ver si ese “llamamiento más conmovedor” del “amor divino” logra influenciarnos a “manifestar la misma tierna compasión que Cristo expresó”—es decir, para ver si estamos dispuestos a desarrollar un nuevo carácter semejante al de nuestro Señor Jesús.
Consejos Para la Iglesia pg. 646.2 – “Mientras oigo noticias de las terribles calamidades que de semana en semana están ocurriendo, me pregunto: ¿Qué significan estas cosas? Los desastres más espantosos se están produciendo uno tras otro en rápida sucesión. ¡Con cuánta frecuencia oímos hablar de terremotos y tornados, de destrucción por incendio e inundación, con gran pérdida de vidas y propiedades! Aparentemente estas calamidades son estallidos caprichosos de fuerzas que se dirían desorganizadas y no reguladas, pero en ellas se puede leer el propósito de Dios. Son algunos de los medios por los cuales procura despertar a hombres y mujeres y hacerles sentir su peligro.” {CPI 646.2}
La secreta satisfacción
Por naturaleza nuestro corazón carnal es “engañoso más que todas las cosas y perverso” (Jer. 17:9). Esta maldad natural, combinada con la ceguera espiritual, produce en nosotros una secreta satisfacción cuando una persona que nuestro farisaísmo considera espiritualmente “inferior” a nosotros sufre una aflicción o calamidad. Si somos veganos o vegetarianos serviles y nos enteramos que una persona que consume proteína animal se enferma o sufre alguna aflicción que pueda atribuirse directamente a su alimentación, nuestro corazón perverso y fariseo se llena de satisfacción pues entiende que la persona está recibiendo la justa retribución por su pecado.
Pero en el fondo lo que sucede es que la envidia natural alimenta el odio natural. El corazón carnal siente envidia del que hace lo que uno se priva de realizar por su propio esfuerzo humano. Cuando yo siento rabia y odio contra el que consume carne, en lugar de sentir misericordia, esto demuestra que en el fondo tengo envidia. Yo me privo de realizar algo que en el fondo deseo hacer—en este ejemplo consumir carne—y por lo tanto quiero que el otro se prive a la fuerza de comer carne. Si yo me privo, tú también te debes privar. Debe quedar claro que esto no es obediencia. Porque si yo me alimento en base a un principio de origen celestial, no tengo por qué sentir odio y envidia contra otra persona que se alimenta de una manera distinta. Si yo obedezco por amor, un amor de origen celestial, el amor celestial NO puede generar odio—esto es imposible. Si “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” este amor NO puede generar odio ni envidia.
El odio y la envidia ya está en nuestro interior, y si se manifiesta hacia otra persona es porque el amor de Dios NO ha sido derramado en nuestros corazones, porque no hay Espíritu Santo que haya sido dado. Entonces, nuestra privación de no consumir carne, o privación de cualquier tipo, obediencia forzada de cualquier tipo, cuyo fruto es envidia y odio hacia el pecador, da testimonio de que es una obediencia espuria, servil y que no tiene valor alguno delante de Dios.
Como dijo Juan Crisóstomo: “Debes ayunar de no decir nada que haga mal a otro. Pues ¿de qué te sirve no comer carne, si devoras a tu hermano?”
Asimismo, la secreta satisfacción que sentimos cuando una aflicción o calamidad repentina sucede a alguien que consideramos “pecador” o “perdido”, da testimonio de que el amor de Dios NO ha sido derramado en nuestros corazones, de que no hay Espíritu Santo habitando en nosotros, sino que es pura obediencia servil con puro esfuerzo humano. Y más grave aún—demostramos que nuestra obediencia es salvación por obras—así profesemos de labios la justificación por la fe. Con nuestros hechos, en la práctica, destrozamos la teoría que profesamos creer y entonces nuestra prédica carece de poder. Es letra muerta que cae en oídos sordos.
Esta secreta satisfacción es un pecado que debe ser confesado y debemos rogar que el Espíritu Santo nos sea dado para que pueda crear el amor de Dios en nuestros corazones para que aprendamos a amar al prójimo y aprendamos a abandonar este terrible pecado.
Esta secreta satisfacción fue la que sintieron los judíos—incluidos los discípulos de Cristo—cuando le preguntaron acerca de los galileos que habían sido muertos por orden de Pilato.
“En este mismo tiempo estaban allí algunos que le contaban acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos. Respondiendo Jesús, les dijo: ¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.” (Lc. 13:1-5)
PVGM pg. 167.2 – “Cristo había estado amonestando a la gente acerca del advenimiento del reino de Dios, y había reprendido severamente su ignorancia e indiferencia. Ellos estaban prontos para leer las señales del cielo que predecían el estado del tiempo; pero no discernían las señales de los tiempos, que tan claramente indicaban su misión.
“Pero los hombres estaban tan listos entonces como lo están hoy a sacar la conclusión de que ellos son los favoritos del cielo, y que el mensaje de reprobación se dirige a algún otro. Los oyentes le contaron a Jesús acerca de un suceso que acababa de causar gran excitación. Algunas de las medidas de Poncio Pilato, el gobernador de Judea, habían ofendido al pueblo. Había habido un tumulto popular en Jerusalén, y Pilato había tratado de reprimirlo por la violencia. En cierta ocasión sus soldados habían hasta invadido los recintos del templo, y quitado la vida a algunos peregrinos galileos en el mismo acto de degollar sus sacrificios. Los judíos consideraban la calamidad como un juicio que venía a consecuencia del pecado del que lo sufría, y aquellos que relataron este acto de violencia, lo hicieron con secreta satisfacción. A su parecer, su propia buena fortuna comprobaba que ellos eran mucho mejores, y por lo tanto, más favorecidos por Dios que aquellos galileos. Esperaban oír de Jesús palabras de condenación contra aquellos hombres, que, a no dudarlo, harto merecían su castigo.” {PVGM 167.3}
Aparte del motivo del corazón carnal que por naturaleza es frío, sombrío y sin amor, existe una segunda razón para esta odiosa secreta satisfacción del sufrimiento ajeno: como nuestra ceguera espiritual sólo piensa en la enfermedad, los accidentes, las aflicciones y calamidades como provenientes de un juicio de un Dios airado y como consecuencia del pecado, ese fariseo que todos llevamos dentro se hincha de orgullo pues deduce que su propia buena fortuna, al no haber padecido semejante desgracia, indica supuestamente que es más favorecido por Dios y por lo tanto superior al que sufre la desgracia. Y por supuesto: el odio natural disfruta del sufrimiento ajeno y se goza pensando que esa persona “harto merecía su castigo.”
Es verdad que fue el pecado lo que abrió las puertas a la muerte, el dolor y sufrimiento en nuestro mundo. Es también verdad que la mayor parte de nuestras aflicciones son consecuencias de nuestros pecados, pues todos cosechamos aquello que sembramos. Pero hay dos puntos a tomar en cuenta: 1) no toda aflicción es consecuencia directa de nuestras acciones, sino que simplemente es la voluntad de Dios para probarnos y purificarnos en el horno de la aflicción—como ocurrió por ejemplo con Job. 2) Aún si una persona sufre alguna aflicción como consecuencia directa de su pecado, esto no es excusa para dar rienda suelta a nuestro odio y farisaísmo. Esta aflicción sirve para probar nuestra misericordia, para ver si seremos “consoladores molestos” (Job 16:2) o más bien “buenos samaritanos”. Cuando nuestro prójimo sufre una desgracia la orden del Señor NO es “ve y juzga, condena, se duro y tosco” sino que más bien la demanda de Dios es:
“Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso.” (Lc. 6:36)
“Finalmente, sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables.” (1 Pe. 3:8)
“No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido. ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano.” (Mt. 7:1-5)
“¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo.” (Lc. 10:36-37)
Accidentes, No Castigos
En el año 1861 Charles Spurgeon escribió un sermón titulado “Accidentes, No Castigos” (No. 408). Spurgeon fue movido por el Espíritu Santo a escribir este sermón debido a la cantidad de calamidades y desastres naturales que ocurrieron ese año:
El año de 1861 será notorio entre sus compañeros por ser un año marcado por calamidades. Justo en la época cuando el hombre sale a recibir el fruto de sus labores, cuando la cosecha de la tierra está madura, y los graneros comienzan a reventar, llenos del trigo nuevo, la Muerte también, ese poderoso segador, ha salido para cortar su propia cosecha; gavillas completas han sido recogidas en su granero: la tumba. Terribles han sido los lamentos que conforman el himno de cosecha de la muerte.
Al leer los periódicos estas últimas dos semanas, aun la persona más impasible ha experimentado sentimientos muy dolorosos. No solamente han ocurrido catástrofes tan alarmantes que se hiela la sangre al recordarlas, sino que también las columnas de los periódicos han sido dedicadas a ciertas calamidades de un menor grado de horror, pero que sumadas todas, son suficientes para llenar de terror la mente, por la cantidad tremenda de muertes inesperadas que recientemente han correspondido a los hijos de los hombres.
No solamente hemos tenido un accidente cada día de la semana, sino hasta dos y tres; no hemos sido simplemente aturdidos por el ruido alarmante de un terrífico estallido, sino por otro, y otro, y otro, que han seguido sus pisadas, como los amigos de Job, hasta que hemos tenido necesidad de la paciencia y de la resignación de Job, para escuchar la terrible narración de esas calamidades. Ahora, hombres y hermanos, cosas como éstas han ocurrido siempre en todas las épocas del mundo. No piensen que ésto es algo nuevo; no consideren, como hacen algunos, que esto es el producto de una civilización excesiva, o el resultado de ese descubrimiento moderno tan maravilloso como es el vapor. Si nunca se hubiera conocido la máquina de vapor, y si nunca se hubiera construído un ferrocarril, de todas maneras habrían habido muertes inesperadas y accidentes terribles.
Spurgeon da un consejo que bien podríamos considerar en nuestros días “no piensen que esto es algo nuevo.. de toda maneras habrían muertes inesperadas y accidentes terribles.” Los recientes años han sido marcados por una pandemia a nivel mundial que ha dejado terribles secuelas, no sólo en el ámbito de la salud, sino también en la economía y hasta la política. Además, ya entrando a una meditación acerca de la profecía que está a las puertas, debemos meditar en que a nivel mundial se maneja el asunto del cambio climático y muchos desastres naturales están siendo atribuidos a este fenómeno. Es decir, se nos dice que “es algo nuevo” que está sucediendo como “resultado” de la vida moderna y de nuestra manera de vivir. Lo mismo ocurría en 1861, por lo que Spurgeon dijo: “No piensen que esto es algo nuevo; no consideren, como hacen algunos, que esto es el producto de una civilización excesiva.”
La razón por la que es muy importante considerar esto, es porque en el Espíritu de Profecía se nos advierte que las plagas y los desastres naturales se irán haciendo más y más frecuentes a medida que nos acerquemos a la crisis final, y finamente el gran Engañador hará creer a las masas que los que guardan el cuarto mandamiento son los responsables de estas calamidades.
CS pg. 576.1 – “Al par que se hace pasar ante los hijos de los hombres como un gran médico que puede curar todas sus enfermedades, Satanás producirá enfermedades y desastres al punto que ciudades populosas sean reducidas a ruinas y desolación. Ahora mismo está obrando. Ejerce su poder en todos los lugares y bajo mil formas: en las desgracias y calamidades de mar y tierra, en las grandes conflagraciones, en los tremendos huracanes y en las terribles tempestades de granizo, en las inundaciones, en los ciclones, en las mareas extraordinarias y en los terremotos. Destruye las mieses casi maduras y a ello siguen la hambruna y la angustia; propaga por el aire emanaciones mefíticas y miles de seres perecen en la pestilencia. Estas plagas irán menudeando más y más y se harán más y más desastrosas. La destrucción caerá sobre hombres y animales. ‘La tierra se pone de luto y se marchita’, ‘desfallece la gente encumbrada de la tierra. La tierra también es profanada bajo sus habitantes; porque traspasaron la ley, cambiaron el estatuto, y quebrantaron el pacto eterno’ (Isaías 24:4, 5).
“Y luego el gran engañador persuadirá a los hombres de que son los que sirven a Dios los que causan esos males. La parte de la humanidad que haya provocado el desagrado de Dios lo cargará a la cuenta de aquellos cuya obediencia a los mandamientos divinos es una reconvención perpetua para los transgresores. Se declarará que los hombres ofenden a Dios al violar el descanso del domingo; que este pecado ha atraído calamidades que no concluirán hasta que la observancia del domingo no sea estrictamente obligatoria; y que los que proclaman la vigencia del cuarto mandamiento, haciendo con ello que se pierda el respeto debido al domingo y rechazando el favor divino, turban al pueblo y alejan la prosperidad temporal. Y así se repetirá la acusación hecha antiguamente al siervo de Dios y por motivos de la misma índole: ‘Y sucedió, luego que Acab vio a Elías, que le dijo Acab: ¿Estás tú aquí, perturbador de Israel? A lo que respondió: No he perturbado yo a Israel, sino tú y la casa de tu padre, por haber dejado los mandamientos de Jehová, y haber seguido a los baales’ (1 Reyes 18:17, 18). Cuando con falsos cargos se haya despertado la ira del pueblo, este seguirá con los embajadores de Dios una conducta muy parecida a la que siguió el apóstata Israel con Elías.” {CS 576.2}
En su sermón, Spurgeon también indica que el atribuir las desgracias ajenas simplemente al juicio de un Juez frío y severo listo para castigarnos, o a los resultados de una civilización excesiva es una superstición—lo mismo que creer en horóscopos y brujerías.
Primero, no seamos tan insensatos como para sacar la conclusión a la que llegan las personas supersticiosas e ignorantes: esa conclusión que está sugerida en el texto, es decir, que quienes son destruidos por medio de accidentes, son pecadores que están por encima de todos los pecadores que habitan en el lugar. Y, en segundo lugar, lleguemos a la conclusión apropiada y correcta; hagamos un uso práctico de todos estos eventos para nuestra propia mejora personal; escuchemos la voz del Salvador que dice: «No; si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.”
Primero, entonces, TENGAMOS MUCHO CUIDADO DE NO SACAR UNA CONCLUSIÓN APRESURADA E IRREFLEXIVA ACERCA DE ESTOS TERRIBLES ACCIDENTES: QUE QUIENES LOS SUFREN, LOS SUFREN POR CULPA DE SUS PECADOS.
Se ha dicho de la manera más absurda que quienes viajan en el primer día de la semana, y tienen un accidente, deben considerar ese accidente como un juicio de Dios sobre ellos, debido a que están violando el día de adoración del cristiano. Se ha dicho, aun por parte de ministros piadosos, que esta última colisión deplorable (de los trenes) debe considerarse una visitación notable y sumamente maravillosa de la ira de Dios en contra de esos infelices que por casualidad se encontraban en el túnel Clayton.
Pero yo presento mi protesta más enérgica contra una conclusión así, no solamente en nombre mío, sino en el nombre de Aquél que es el Señor del cristiano y el Maestro del cristiano. Yo pregunto acerca de esas personas que fueron aplastadas en ese túnel, ¿piensan ustedes que ellos eran mayores pecadores que todos los pecadores? «No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.» O los que murieron el lunes pasado, ¿piensan ustedes que ellos eran mayores pecadores que todos los pecadores que estaban en Londres? «No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.»
Cuando ocurre alguna aflicción o calamidad inesperada, como aconseja Spurgeon, hagamos un uso práctico para nuestra mejora personal, así como Daniel en el capítulo noveno que realizó una oración confesando su propio pecado y el de su pueblo—en calidad de representante. Daniel no juzgó a los demás, colocándose en una posición de inocencia o perfección, sino que se incluyó a sí mismo entre los pecadores. Su confesión fue sincera, no fue una presunción de humildad. Fue una confesión de corazón, no de su boca.
“Inclina, oh Dios mío, tu oído, y oye; abre tus ojos, y mira nuestras desolaciones, y la ciudad sobre la cual es invocado tu nombre; porque no elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias.” (Dn. 9:18)
La siguiente meditación de Spurgeon en el párrafo anterior es acerca de la—en las palabras de Spurgeon—“absurda” “superstición” de los seres humanos—así guarden el sábado o domingo como día de reposo—de pensar que porque alguna aflicción o calamidad o accidente ocurrió durante el día de reposo eso se debe a un castigo inmediato del Señor por haber quebrantado el día de reposo del Señor. Cuantos adventistas del séptimo día al haber viajado en sábado, o al haber hecho cualquier otra cosa que no sea asistir a una congregación un sábado, y al haber ocurrido alguna aflicción inesperada, hemos atribuido ese hecho al castigo de un Juez severo y listo para lanzar el látigo del castigo contra nosotros ante el menor error o pecado. Y peor aún, cuantos fariseos entre nosotros al enterarnos de que algún hermano o hermana sufrió un accidente un sábado no condenamos y juzgamos de manera irreflexiva, apresurada, sin misericordia, dando por hecho que “algo debieron haber hecho para merecer dicho castigo.” Esto es peor que una mera “absurda superstición”, es un pecado que debe ser confesado y abandonado prontamente. Es una maldad disfrazada de piedad, es envidia camuflada de justicia. Es el peor tipo de justicia propia. ¿Qué diría Cristo acerca de aquellos que sufrieron algún accidente el sábado por estar viajando o por estar realizando algo que verdaderamente sea pecado contra el cuarto mandamiento? Lo mismo que dijo a sus discípulos:
“¿Pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.” (Lc. 13:4-5)
¿O acaso tú guardas el sábado de manera perfecta? ¿Qué pasaría si Dios tuviera que lanzar su castigo sobre ti cada vez que quebrantas el cuarto o cualquier otro mandamiento? ¿Acaso no es Dios misericordioso, tierno y paciente contigo? Entonces, “Ve, y haz tú lo mismo” (Lc. 10:37).
En el siguiente párrafo, Spurgeon correctamente indica que efectivamente ha habido, hay y habrá ocasiones en los que Dios hace caer sus juicios sobre la tierra, pero esto no significa que nosotros tenemos licencia para lanzar condenaciones apresuradas e irreflexivas contra nuestro prójimo según las deducciones imperfectas y malignas de nuestro perverso corazón. ¿O acaso podemos leer los corazones de los hombres como Dios?
Ahora, fíjense bien, yo no negaría que han existido ocasiones en que han habido juicios de Dios sobre personas particulares debido a su pecado; algunas veces, y yo pienso que muy raramente, tales cosas han ocurrido. Algunos de nosotros hemos oído, en nuestra propia experiencia, que ciertos hombres han blasfemado a Dios y lo han desafiado a que los destruya, y han muerto repentinamente; y en tales casos, el castigo ha seguido tan rápidamente a la blasfemia que era imposible no ver la mano de Dios en ello. El hombre había pedido perversamente el juicio de Dios, y su oración fue escuchada y vino el juicio.
Y más allá de toda duda, existen lo que se puede describir como los juicios naturales. Ustedes ven a un hombre vistiendo harapos, pobre, sin hogar; ha sido un libertino, ha sido un borracho, ha perdido su carácter, y no es sino el justo juicio de Dios sobre ese hombre que se esté muriendo de hambre, y que sea un proscrito entre los hombres. Ustedes pueden ver en los hospitales a repugnantes ejemplares de hombres y mujeres que están terriblemente enfermos; Dios no quiera que en casos tales, nosotros neguemos que hay un juicio de Dios sobre esas concupiscencias impías y licenciosas.
Y lo mismo puede decirse en muchos casos donde hay un vínculo tan claro entre el pecado y el castigo que hasta los hombres más ciegos pueden discernir que Dios ha convertido a la Miseria en la hija del Pecado. Pero en casos de accidente, tal como ese al que me refiero, y en casos de muerte repentina e instantánea, repito, yo presento mi más sincera protesta contra la idea insensata y ridícula que quienes perecen así, son mayores pecadores que todos los pecadores que sobreviven sin sufrir ningún daño.
Ejemplos de juicios de Dios donde hay un vínculo claro entre el pecado y el castigo los encontramos muchas veces en la Biblia, por ejemplo: el diluvio, Sodoma y Gomorra, o la muerte de Jezabel en 2 Reyes capítulo noveno. Pero esto no significa que toda enfermedad, accidente, aflicción o muerte repentina es un juicio de Dios que cae sobre mayores pecadores que aquellos que sobreviven o no sufren tales calamidades.
¿Cuál es la paga del pecado? ¿La muerte primera o la muerte segunda? ¿Y cuándo será aplicada la muerte segunda? Esa es la siguiente meditación que realiza Spurgeon en su sermón: el castigo de Dios sobre el pecado todavía no ha sido aplicado sobre los pecadores, eso está reservado para un tiempo futuro.
“Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego.” (Ap. 20:14-15)
Simplemente permítanme razonar este asunto con el pueblo cristiano; pues hay algunos cristianos sin mayor iluminación que se sentirán horrorizados por lo que he dicho. Y quienes tienden a ser perversos pueden soñar inclusive que yo estoy haciendo una apología para el quebrantamiento del día de adoración. Pero yo no hago tal cosa. Yo no disminuyo la gravedad del pecado; yo sólo testifico y declaro que los accidentes no deben ser vistos como castigos por el pecado, pues el castigo no pertenece a este mundo, sino al mundo venidero. A todos aquellos que se apresuran a considerar cada calamidad como un juicio, yo les quiero hablar con la esperanza sincera de corregirlos.
Entonces, permítanme comenzar preguntando, amados hermanos míos, ¿acaso no ven que lo que dicen no es cierto? Y esa es la mejor de las razones del por qué no deben decirlo. ¿Acaso su propia experiencia y observación, no les enseña que un evento le ocurre tanto al justo como al malvado? Es cierto que el hombre malvado a veces cae muerto en la calle; ¿pero acaso el ministro no ha caído también muerto en el púlpito? Es cierto que un yate de placer, en el que los hombres buscaban su propia felicidad un día domingo, se ha hundido precipitadamente; ¿pero acaso no es igualmente cierto que un barco que llevaba únicamente hombres piadosos, cuyo destino era una gira para predicar el Evangelio, se ha hundido también?
La providencia visible de Dios no tiene respeto a las personas; y una tormenta se puede abatir sobre el barco misionero «John Williams,» de la misma manera que se puede abatir sobre otro yate lleno de pecadores desenfrenados. ¡Qué! ¿Acaso no perciben que la providencia de Dios ha sido de hecho, en sus tratos externos, más dura con los buenos que con los malos? Pues ¿no dijo Pablo, al contemplar las miserias de los justos en su día: «Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres” (1 Co. 15:19).
El camino de justicia a menudo ha conducido a los hombres al potro de tormento, a prisión, al patíbulo y a la hoguera; mientras que el camino del pecado a menudo los ha llevado al imperio, al dominio y a la alta estima de sus compañeros. No es cierto que en este mundo Dios castigue a los hombres por su pecado, y los premie por sus buenas obras. Pues, ¿acaso no dijo David: «Vi yo al impío sumamente enaltecido, y que se extendía como laurel verde?” (Sal. 37:35). Y ¿no dejaba esto perplejo al Salmista durante un tiempo, hasta que fue al santuario de Dios, y entonces entendió el fin de ellos? (Sal. 73:17).
CS pg. 646.3 – “En presencia de los habitantes de la tierra y del cielo reunidos, se efectúa la coronación final del Hijo de Dios. Y entonces, revestido de suprema majestad y poder, el Rey de reyes falla el juicio de aquellos que se rebelaron contra su gobierno, y ejecuta justicia contra los que transgredieron su ley y oprimieron a su pueblo. El profeta de Dios dice: ‘Vi un gran trono blanco, y al que estaba sentado sobre él, de cuya presencia huyó la tierra y el cielo; y no fue hallado lugar para ellos. Y vi a los muertos, pequeños y grandes, estar en pie delante del trono; y abriéronse los libros; abrióse también otro libro, que es el libro de la vida: y los muertos fueron juzgados de acuerdo con las cosas escritas en los libros, según sus obras’ (Apocalipsis 20:11, 12)”.
CS pg. 648.4 – “Todos los impíos del mundo están de pie ante el tribunal de Dios, acusados de alta traición contra el gobierno del cielo. No hay quien sostenga ni defienda la causa de ellos; no tienen disculpa; y se pronuncia contra ellos la sentencia de la muerte eterna.”
CS pg. 652.2 – “‘Porque toda batalla de quien pelea es con estruendo, y con revolcamiento de vestidura en sangre: mas esto será para quema, y pábulo de fuego’. ‘Porque Jehová está airado sobre todas las gentes, e irritado sobre todo el ejército de ellas; destruirálas y entregarálas al matadero’. ‘Sobre los malos lloverá lazos; fuego y azufre, con vientos de torbellinos, será la porción del cáliz de ellos’ (Isaías 9:5; 34:2; Salmos 11:6). Dios hace descender fuego del cielo. La tierra está quebrantada. Salen a relucir las armas escondidas en sus profundidades. Llamas devoradoras se escapan por todas partes de grietas amenazantes. Hasta las rocas están ardiendo. Ha llegado el día que arderá como horno. Los elementos se disuelven con calor abrasador, la tierra también y las obras que hay en ella están abrasadas. Malaquías 4:2; 2 Pedro 3:10. La superficie de la tierra parece una masa fundida un inmenso lago de fuego hirviente. Es la hora del juicio y perdición de los hombres impíos, ‘es día de venganza de Jehová, año de retribuciones en el pleito de Sión’ (Isaías 34:8).
“Los impíos reciben su recompensa en la tierra. Proverbios 11:31. ‘Serán estopa; y aquel día que vendrá, los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos’ Malaquías 4:1. Algunos son destruidos como en un momento, mientras otros sufren muchos días. Todos son castigados ‘conforme a sus hechos’. Habiendo sido cargados sobre Satanás los pecados de los justos, tiene este que sufrir no solo por su propia rebelión, sino también por todos los pecados que hizo cometer al pueblo de Dios. Su castigo debe ser mucho mayor que el de aquellos a quienes engañó. Después de haber perecido todos los que cayeron por sus seducciones, el diablo tiene que seguir viviendo y sufriendo. En las llamas purificadoras, quedan por fin destruidos los impíos, raíz y rama: Satanás la raíz, sus secuaces las ramas. La penalidad completa de la ley ha sido aplicada; las exigencias de la justicia han sido satisfechas; y el cielo y la tierra al contemplarlo, proclaman la justicia de Jehová.” {CS 652.3}
Pero, a continuación, ¿no perciben que una idea así alentaría el fariseísmo? Estas personas que murieron aplastadas, o calcinadas, o destruidas bajo las ruedas de los vagones del ferrocarril, eran peores pecadores que nosotros. Muy bien, entonces nosotros debemos ser unas personas excelentes; ¡qué excelentes ejemplos de virtud! Nosotros no hacemos las cosas que ellos hacen, y por tanto Dios nos facilita todas las cosas. En la medida en que hemos viajado, algunos de nosotros cada día de la semana, y nunca hemos sido hechos pedazos, sobre esta suposición podemos catalogarnos como favoritos de la Deidad.
Y entonces, ¿no ven, hermanos, que nuestra seguridad sería un argumento para hacernos cristianos? Que hayamos viajado en un tren con seguridad sería un argumento que somos regenerados, pero yo nunca he leído en las Escrituras, «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque hemos viajado de Londres a Brighton sin ningún problema dos veces al día.» Nunca he encontrado ningún versículo que se parezca a esto; y sin embargo si fuera cierto que los peores pecadores sufren los accidentes, se derivaría como un opuesto natural a esa proposición, que quienes no sufren accidentes deben ser personas muy buenas, y qué nociones farisaicas engendramos y nutrimos de esta manera.
Pero yo no puedo tolerar esta insensatez ni por un instante. Cuando contemplo por un momento los pobres cuerpos mutilados de quienes han sido sacrificados tan inesperadamente, mis ojos se llenan de lágrimas, pero mi corazón no se vanagloria, ni mis labios acusan; lejos de mí esa expresión llena de orgullo: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres.» No, no, no, ese no es el espíritu de Cristo, ni el espíritu del cristianismo. Aunque podemos agradecer a Dios porque somos preservados, sin embargo podemos decir: «Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos” (La. 3:22), y nosotros debemos atribuirlo a Su gracia y únicamente a Su gracia. Pero no podemos creer que había algo mejor en nosotros, porque hemos sido preservados vivos estando la muerte tan cerca. Es únicamente porque Él ha tenido misericordia, y ha sido muy paciente para con nosotros, no queriendo que perezcamos, sino que nos arrepintamos, que nos ha preservado de esta manera para que no descendamos a la tumba, y nos ha mantenido la vida preservándonos de la muerte.
El farisaísmo o legalismo es un extremo natural del ser humano, un peligro que acecha especialmente al hombre religioso. Es natural creerse moralmente superior a los demás hombres. Es natural creerse con mayor conocimiento que los otros hombres. Es natural creer que uno tiene mayor favor divino que los otros hombres. Por esto, cuando alguna desgracia ocurre a nuestro prójimo, el farisaísmo se hincha de orgullo pues cree que así queda confirmada su superioridad. ¡Qué insensatez y que horrible pecado! Ese no es el espíritu de Cristo, sino de Satanás y Dios nos libre de tan vil arrogancia y falta de amor y misericordia.
¿Qué mérito tiene la raza humana caída en pecado para poder suponer que Dios está en deuda con ella? ¡Es al revés! ¡Nosotros estamos en deuda con el Señor! ¡Tenemos una deuda impagable! ¿Cómo podemos creer que por tener una creencia religiosa, o por realizar alguna buena obra, de repente Dios está en deuda con nosotros y no podemos enfermarnos ni tampoco puede ocurrir ninguna desgracia sobre nosotros? ¿Cuál es mi posición legal delante de Dios? ¿Qué es lo que merezco, si Dios quisiera poner mi vida en la balanza y dictar sentencia sobre mi vida abierta ante sus ojos omnipotentes? Qué sería de mí sin Cristo—mi Sustituto, mi Garante, mi Mediador. Spurgeon toca este punto en los siguientes párrafos de su sermón:
La primera pregunta que debemos hacernos es la siguiente: «¿Por qué no puede sucederme a mí que muy pronto e inesperadamente sea yo cortado? ¿Acaso tengo un contrato de arrendamiento de mi vida? ¿Tengo algún amparo especial que me garantice que no atravesaré inesperadamente los portales de la tumba? ¿He recibido un título de privilegio de longevidad? ¿He sido cubierto con una armadura tal que soy invulnerable a las flechas de la muerte? ¿Por qué no voy a morir?»
Y la siguiente pregunta que debe sugerir es esta: «¿Acaso no soy un gran pecador como esos que murieron? ¿No hay en mí, sí, en mí, pecados contra el Señor mi Dios? Si en pecados visibles otros me han superado, ¿acaso no son malvados los pensamientos de mi corazón? ¿Acaso la misma ley que los maldice a ellos no me maldice a mí? No he continuado en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley para que se cumplan. Es tan imposible que yo sea salvo por mis obras como que ellos lo sean. ¿No estoy yo bajo ley, por naturaleza, como ellos lo están, y por lo mismo no estoy yo bajo maldición, como ellos lo están? Esa pregunta debe hacerse. En vez de pensar en sus pecados, lo cual me volvería orgulloso, debo pensar en mis propios pecados, lo que me volverá humilde. En lugar de especular en su culpa, que es asunto que no me incumbe, debo volver mis ojos hacia mi interior, y considerar mi propia trasgresión, por la cual debo responder personalmente ante el Dios Altísimo.»
Luego la siguiente pregunta es, «¿me he arrepentido de mi pecado? Yo no necesito estar investigando si ellos se han arrepentido o no: ¿me he arrepentido yo? Puesto que yo estoy expuesto a la misma calamidad, ¿estoy preparado para enfrentarla? ¿He sentido, por medio del poder de convencimiento del Espíritu Santo, la negrura y la depravación de mi corazón? ¿He sido guiado a confesar ante Dios que yo merezco Su ira, y que Su desagrado, si se posa en mí, será mi justo pago? ¿Odio el pecado? ¿He aprendido a aborrecerlo? ¿Me he apartado del pecado, por medio del Espíritu Santo, como de un veneno mortal y busco ahora honrar a Cristo mi Señor? ¿He sido lavado en Su sangre? ¿Reflejo Su semejanza? ¿Muestro Su carácter? ¿Busco vivir para Su alabanza? Pues si no es así, estoy en tan grave peligro como ellos lo estaban, y puedo ser cortado tan repentinamente, y luego, ¿dónde estoy? Yo no voy a preguntar ¿dónde están ellos? Y luego, de nuevo, en vez de estar atisbando en el futuro destino de estos infelices hombres y mujeres, ¡cuánto mejor sería preguntarnos acerca de nuestro destino y de nuestra propia situación!
¿Estoy preparado para morir? Si se abrieran ahora las puertas del infierno, ¿entraría yo allí? Si debajo de mí se abrieran ahora las fauces de la muerte, ¿estoy preparado con confianza para atravesarlas, no temiendo el mal, porque Dios está conmigo? Este es el uso correcto que podemos hacer de estos accidentes; esta es la manera más sabia de aplicar los juicios de Dios a nosotros mismos y a nuestra propia condición.
Bien, entonces, como la muerte les llega a ellos y a nosotros con certeza, así vendrá tanto a ellos como a nosotros poderosa e irresistiblemente. Cuando la muerte los sorprendió, ¿qué ayuda tuvieron entonces? Una casita de cartón de un niño no hubiera podido ser aplastada más fácilmente que estos pesados vagones. ¿Qué podían hacer para ayudarse unos a otros? Ellos iban sentados unos junto a otros platicando. Se escuchó un grito, y antes de que se hubiera gritado una segunda vez, ellos fueron aplastados y destrozados. El esposo trata de rescatar de los escombros a su esposa, pero pesadas planchas de madera han cubierto su cuerpo; al fin sólo puede encontrar su pobre cabeza, y ella está muerta, y él se sienta junto a ella embargado por la tristeza, y pone su mano en su rostro, hasta que se torna frío como una piedra; y aunque ha visto a uno y a otro que han sido rescatados con los huesos rotos de en medio de la masa de escombros, él tiene que dejar el cuerpo de su esposa allí.
¡Ay! Sus hijos han quedado sin madre, y él ha perdido a la compañera de su corazón. Ellos no pudieron resistir; ellos hubieran podido hacer lo que quisieran, pero tan pronto llegó el momento, siguieron adelante, y el resultado fue la muerte o huesos rotos. Lo mismo sucederá con ustedes y conmigo; pueden sobornar al médico con los honorarios más altos, pero él no podría poner sangre fresca en sus venas; pueden pagarle grandes cantidades de oro, pero él no podría lograr que el pulso diera otro latido. ¡Muerte, irresistible conquistadora de hombres, no hay nadie que pueda prevalecer contra ti; tu palabra es ley, tu voluntad es destino! Así vendrá a nosotros como les llegó a ellos; vendrá con poder, y ninguno de nosotros podrá resistirla.
Cuando les llegó a ellos, vino instantáneamente, sin aceptar demoras. Así vendrá a nosotros. Podríamos tener un aviso más anticipado que ellos, pero cuando llegue la hora no habrá forma de posponerla. ¡Encoge tus pies en la cama, oh patriarca, pues debes morir y no vas a vivir! Dale el último beso a tu esposa, veterano soldado de la cruz; pon tus manos sobre la cabeza de tus hijos, y dales la bendición del moribundo, pues todas tus oraciones no pueden alargar tu vida, y todas tus lágrimas no pueden agregar ni una gota al pozo seco de tu ser.
“No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte; y no valen armas en tal guerra, ni la impiedad librará al que la posee.” (Ec. 8:8)
Tú debes irte, el Señor manda por ti, y Él no soporta demoras. No, aunque tu familia esté dispuesta a sacrificar sus vidas para comprarte una hora de tregua, no puede ser. Aunque una nación sea un holocausto, un sacrificio voluntario, para darle a su soberano otra semana adicional a su reino, no se puede lograr. Aunque la congregación completa consienta voluntariamente en recorrer las oscuras bóvedas de la tumba, para salvar la vida de su pastor por otro año, no se puede alcanzar. La muerte no acepta demoras; el tiempo ha llegado, el reloj ha sonado, la arena se ha consumido, y tan ciertamente como ellos murieron cuando les llegó su tiempo, en el campo inesperadamente, así de cierto debemos morir nosotros.
Entonces ven cuando Tú quieras; si Tú estás conmigo en vida, no temeré encontrarte en la muerte; pero, ¡oh, que mi alma esté lista con su vestido de bodas, con su lámpara preparada y su luz encendida, lista para ver a su Señor y entrar en el gozo de su Dios!
Almas, ustedes conocen el camino de salvación; lo han escuchado a menudo, pero óiganlo de nuevo. «El que cree en el Señor Jesús, tiene vida eterna.» «El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.» «Cree en tu corazón y confiesa con tu boca.» Que el Espíritu Santo les dé gracia para hacer ambas cosas, y habiéndolo hecho, puedan decir:
«Ven, muerte, con una congregación celestial,
Para llevarse mi alma.»
“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.” (2 Ti. 1:7)
El Espíritu de Cristo ante la desgracia ajena
Hemos estudiado que no es el espíritu de Cristo el dar juicios apresurados y sentir esa secreta satisfacción por la desgracia ajena, alimentando nuestro farisaísmo que se cree favorecido por Dios y moralmente superior al prójimo que sufre tales problemas.
Vamos ahora a estudiar algunos ejemplos del espíritu de Cristo ante la desgracia ajena, empezando por el capítulo cuarto de Daniel. Vamos a estudiar la reacción del profeta Daniel al enterarse del juicio divino que caería sobre el rey Nabucodonosor si permanecía desafiante a Dios. Es importante meditar en el hecho de que no se trataba de un accidente o una enfermedad, sino que explícitamente se trataba de un juicio divino. Es decir, había motivos para que un frío fariseo manifieste el demonio de la dureza y la falta de misericordia en lugar del espíritu de Cristo. Pero en Daniel no moraba el demonio de la aspereza, por el contrario—en Daniel moraba un espíritu superior.
La Edificación del Carácter, pg. 14 – “Cuando un hombre profesa estar santificado, y sin embargo por sus palabras y sus obras puede ser representado por la fuente impura que arroja aguas amargas, podemos decir con seguridad acerca de él: Ese hombre está engañado. Necesita aprender el A B C de lo que constituye la vida de un cristiano. Algunos que profesan ser siervos de Cristo han albergado por tanto tiempo el demonio de la aspereza, que parecen gustar del elemento no santificado, y hallan placer en hablar palabras que desagradan e irritan. Estos hombres deben ser convertidos antes que Cristo pueda reconocerlos como sus hijos.” {ECFP 14.2}
“Entonces Daniel, cuyo nombre era Beltsasar, quedó atónito casi una hora, y sus pensamientos lo turbaban. El rey habló y dijo: Beltsasar, no te turben ni el sueño ni su interpretación. Beltsasar respondió y dijo: Señor mío, el sueño sea para tus enemigos, y su interpretación para los que mal te quieren.” (Dn. 4:19)
Daniel quedó “atónito casi una hora.” Por una hora no sabía qué hacer o qué decir. Estuvo pensando y meditando por 60 minutos. Esto es lo opuesto a dar un juicio apresurado. Daniel era claramente una persona que entendía que era necesario pensar antes de hablar. ¿Cómo se sentía Daniel durante esa hora? Leemos que “sus pensamientos lo turbaban.” Daniel estaba aturdido, alterado, preocupado por el rey Nabucodonosor. Esto es lo opuesto a sentir una secreta satisfacción por la desgracia ajena. En Daniel había amor de Dios, mientras que el odio, la venganza, el querer hacer daño y desquitarse—todos aquellos atributos satánicos que son naturales estaban siendo subyugados por un poder superior, y Daniel cooperaba con ese poder divino.
Daniel tenía muchos motivos para alegrarse del juicio divino que podía caer sobre Nabucodonosor, si Nabucodonosor no se arrepentía, confesaba y apartaba de su pecado. Después de todo, estamos hablando del rey de la nación más pagana e idólatra de la historia, y del rey más avaro, codicioso, orgulloso y presuntuoso de todos los tiempos. Estamos hablando del rey pagano que invadió Jerusalén, saqueó el santuario y posteriormente lo destruyó, y llevó en cautividad al pueblo de Dios. Para Daniel era además algo muy personal, pues se trataba del rey pagano que no sólo lo trajo cautivo, lejos de su familia, seres queridos, sino que además lo hizo castrar para quedar como un eunuco. Esto era algo muy humillante y seguramente muy doloroso. Daniel tenía muchos motivos para querer desquitarse y vengarse de Nabucodonosor.
“Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él es benigno para con los ingratos y malos.” (Lc. 6:35)
Pero Daniel, lejos de alegrarse, “quedó atónito casi una hora, y sus pensamientos lo turbaban.” Daniel había aprendido a amar a sus enemigos. Este es el espíritu de Cristo. Daniel no buscaba la destrucción de Nabucodonosor, Daniel buscaba su salvación y restauración. Daniel veía en Nabucodonosor a un pecador como él mismo pecador y que necesitaba de Cristo tanto como él mismo. Daniel entendía que Dios permitió que él fuera llevado a esa corte en Babilonia, para ser un REPRESENTANTE DE CRISTO y llevar almas a Cristo. Si Daniel cedía al demonio de la aspereza, se constituía más bien en otro de los muchos representantes de Satanás en la corte.
¿Por qué es que no amamos a nuestros enemigos? ¿Por qué nos alegramos de que aquellos a que consideramos pecadores sufran en vida desgracias, enfermedades o accidentes?
Hay un aspecto espiritual que tiene que ver con la naturaleza humana después del pecado. En Juan 5:42 leemos que por naturaleza no tenemos el amor de Dios, y en Romanos 5:5 leemos que el Espíritu Santo nos debe dar ese don sobrenatural. Esto se puede entender de manera teórica, pero una cosa es entender y otra cosa es creer. Yo puedo entender algo, pero en el fondo no creerlo.
Pero además de este aspecto espiritual que tiene que ver con nuestra naturaleza humana—el hecho de que por naturaleza no tenemos amor, y que nos debe ser dado como resultado de que Cristo se presente por nosotros con su justicia perfecta en el Santuario Celestial—hay otro aspecto de la naturaleza humana que es la ceguera espiritual, la falta de discernimiento espiritual. El Testigo Fiel y Verdadero nos amonesta que estamos ciegos espiritualmente y que debemos pedir que abra nuestro entendimiento:
“Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas.” (Ap. 3:17-18)
“Dijo Jesús: Para juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados. Entonces algunos de los fariseos que estaban con él, al oír esto, le dijeron: ¿Acaso nosotros somos también ciegos? Jesús les respondió: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece.” (Jn. 9:39-41)
La otra razón por la que no amamos a quienes consideramos nuestros enemigos, y sentimos una secreta satisfacción por sus desgracias, es que la ceguera espiritual no nos permite discernir que NOSOTROS somos los enemigos de Dios y de su santa Ley, y que Dios está en todo su derecho de eliminarnos con la muerte segunda por causa de nuestro pecado. Sin embargo, la misericordia y el amor de Dios han provisto una vía de escape en Jesucristo, para que no tengamos que sufrir la paga del pecado que es muerte segunda (Ro. 6:23; Ap. 21:8).
“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya…” (Gn. 3:15)
Luego de la caída de nuestros primeros padres, la promesa de Dios fue que Él pondría de manera sobrenatural dentro de nosotros al Espíritu Santo para que podamos ser regenerados y dejemos de estar en enemistad contra Dios y dejemos de estar en armonía con Satanás, y pasemos a estar en armonía con Dios y en enemistad con Satanás. Esto lo prometió a la mujer y su “simiente” es decir—su descendencia que heredaría esta enemistad natural contra Dios. Una enemistad contra la santa Ley de Dios que pasó a ser natural como consecuencia del pecado de nuestros primeros padres.
Al alegrarnos secreta o abiertamente de la desgracia ajena, al dar juicios apresurados por los que sufren accidentes o enfermedades, demostramos que estamos ciegos a nuestra propia condición de pecadores delante de Dios. Demostramos que estamos ciegos a nuestra posición legal delante de Dios de estar rechazados por Dios, bajo condenación de la Ley, y separados de Dios. Podemos entender esto teóricamente, pero nuestros hechos demuestran que no lo creemos personal e individualmente. Y al no creer en esto, nunca tendremos una necesidad genuina de Cristo, ni del Espíritu Santo, ni de la gracia del Padre. Por lo tanto, nunca seremos hombres y mujeres verdaderamente convertidos, sino únicamente profesos cristianos. Nuestro entendimiento intelectual de la Palabra de Dios no es evidencia de la conversión. Un carácter que se desarrolla a la imagen de Dios es la evidencia del trabajo del Espíritu Santo regenerando el ser humano. Tal como dijo nuestro Señor Jesús:
“Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos.” (Mt. 7:17-18)
¿Cuáles son los buenos frutos y malos frutos? Gálatas 5:19-20 tenemos los malos frutos:
“Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, 20 idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, 21 envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.” (Ga. 5:19-21)
Los buenos frutos son:
“Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, 23 mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.” (Ga. 5:22-23)
“Buenos frutos” no es predicar día y noche de aquí para allá. Un hombre puede predicar hasta agotar todas sus energías sin ser convertido y siendo dominado por el demonio de la aspereza. Entonces, la predicación NO es evidencia de conversión.
“Buenos frutos” no es dejar de consumir carne. Un hombre puede dejar de consumir carne por su propio esfuerzo humano sin ser convertido y seguir manifestando envidia, celos, iras, contiendas, herejías, y otros frutos de la carne. Entonces, dejar de consumir carne NO es evidencia de conversión.
“Buenos frutos” no es vender todo lo que tienes e irte a vivir al campo. Un hombre puede irse a vivir al campo por miedo y por su propio esfuerzo. Un hombre puede renunciar a sus cuentas de banco, a las cosas materiales por legalismo.
Un hombre puede hacer muchas cosas con su propio esfuerzo humano, pero siendo todavía dominado por el orgullo, la presunción, la maldad, la arrogancia y varios otros atributos satánicos. Entonces, las cosas EXTERNAS NO pueden ser evidencia de conversión. Hay algo INTERNO que es la fuente de las cosas EXTERNAS que dan evidencia de cuál es el motor que mueve nuestras acciones y pensamientos. Esta raíz, esta fuente, es la que arroja aguas amargas o aguas puras. Esta raíz o fuente es la que arroja luz o tinieblas.
“Buenos frutos” es obedecer la Ley de Dios voluntariamente y manifestando un carácter semejante al de Cristo con: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Entonces, la obediencia a toda Palabra que sale de la boca de Dios con un carácter semejante al de Cristo SI es evidencia de conversión, es evidencia de que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5).
Daniel tenía en su interior ese Espíritu Santo que creó en él los frutos del Espíritu. El carácter de Daniel era tan evidentemente superior al carácter de los demás hombres en la corte de Babilonia, que el propio rey reconocía esta realidad:
“Yo el rey Nabucodonosor he visto este sueño. Tú, pues, Beltsasar, dirás la interpretación de él, porque todos los sabios de mi reino no han podido mostrarme su interpretación; mas tú puedes, porque mora en ti el espíritu de los dioses santos.” (Dn. 4:18)
Ya que Daniel estaba desarrollando un carácter semejante al de Cristo, Daniel no buscaba la destrucción de Nabucodonosor—así como Dios no busca nuestra destrucción—sino que buscaba la restauración y salvación del rey—así como Dios busca nuestra regeneración y redención.
¿Cuáles fueron las primeras palabras de Daniel al rey Nabucodonosor?
Luego de estar perturbado pensando durante una hora, sus primeras palabras fueron “Señor mío”. Estas palabras denotan no sólo amor sino también respeto. Son palabras provenientes de un corazón manso y humilde, semejante al de nuestro Señor Jesús.
“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.” (Mt. 11:29)
Daniel no llegó a ser manso y humilde de la noche a la mañana. Daniel no aprendió a pensar antes de hablar apresurada y apasionadamente sin dominio propio de la noche a la mañana. Dios provee las pruebas pequeñas a lo largo de nuestra vida para que podamos desarrollar ese nuevo carácter semejante al de Cristo. Depende de nosotros si cooperamos con Dios o si rechazamos su misericordia.
Daniel cooperó con el Espíritu Santo desde su juventud. Cuando era todavía un adolescente recién llegado a la corte de Babilonia, entró en una crisis en la cual casi pierde su vida pues el rey Nabucodonosor—quien actuó apresurada y apasionadamente sin pensar y sin dominio propio—dictó un edicto para matar a todos los sabios de Babilonia porque no habían podido decirle el sueño que tuvo en Daniel capítulo 2.
¿Cómo actuó el joven inexperto Daniel? No actuó como un adolescente apasionado y sin dominio propio. De hecho, actuó más calmado y con más dominio propio que muchos de los mayores y ancianos de la corte de Babilonia. En su adolescencia ya actuaba con más dominio propio que muchos de nosotros mayores de edad que él.
“Entonces Daniel habló sabia y prudentemente a Arioc, capitán de la guardia del rey, que había salido para matar a los sabios de Babilonia.” (Dn. 2:14)
Arioc—capitán de la guardia del rey—venía a matarlo a él y a sus amigos hebreos. ¿Cómo reaccionaríamos si estuviéramos en esa misma situación? ¿Actuaríamos calmados o desesperados? ¿Actuaríamos mansa o violentamente? ¿Qué palabras saldrían de nuestros labios? El joven Daniel “habló sabia y prudentemente”. Hablar “sabiamente” implica tener conocimiento. Daniel era un estudioso de las Escrituras, la Palabra de Dios era la fuente de su sabiduría. Pero no basta tener únicamente conocimiento. El conocimiento en sí mismo no tiene poder para regenerarnos, lo mismo que la Ley no tiene poder alguno para salvarnos. Podemos tener mucho conocimiento y mucha sabiduría, pero sin embargo hablar palabras toscas, rudas, perversas y sin misericordia. Al manifestar estos frutos de la carne demostramos que nuestro conocimiento es letra muerta. Al manifestar estos frutos de la carne demostramos que toda nuestra obediencia externa es puro esfuerzo humano, es obediencia servil. Es el Espíritu el que da vida.
Daniel habló “sabia” y “prudentemente” a Arioc que venía a matarlo. “Prudentemente” nos describe el carácter, la forma que Daniel habló a Arioc. Lo que distingue a un hijo de Dios de los demás es “sabia y prudentemente”. Únicamente conocimiento, únicamente “sabiamente” no es señal de que se es hijo de Dios. Se necesita la otra parte “prudentemente” para poder distinguir a un hijo de Dios.
Cuando el rey Saúl estaba siendo atormentado por un espíritu malo, él mandó llamar a un músico que toque el arpa y pueda traerle alivio. Esta es la descripción que dio uno de sus criados acerca de David:
“He aquí yo he visto a un hijo de Isaí de Belén, que sabe tocar, y es valiente y vigoroso y hombre de guerra, prudente en sus palabras, y hermoso, y Jehová está con él.” (1 Sa. 16:18)
El criado le dijo al rey Saúl que Jehová estaba con David. ¿Cuál fue una de las características de David que el criado citó para dar evidencia de que Jehová estaba con David? El criado no le dijo “David vive en el campo” o “David no come carne” o “David tiene mucho conocimiento de las Escrituras”. Esto no quiere decir que esas cosas no tienen importancia. Pero sin duda hay algo que tiene más importancia y que si no se tiene, todo lo demás de nada sirve. El criado dijo de David: “Prudente en sus palabras”—esto nos habla del CARÁCTER de David. Un carácter semejante al de Cristo es lo que le hace “hermoso”, pues es el adorno interior lo que valora el Señor. David, al igual que Daniel, era una persona que pensaba bien antes de hablar. Todo hijo e hija de Dios obrará de igual manera con domino propio, con los frutos del Espíritu.
“Y David se conducía prudentemente en todos sus asuntos, y Jehová estaba con él.” (1 Sa. 18:14)
“En los labios del prudente se halla sabiduría; Mas la vara es para las espaldas del falto de cordura.” (Pr. 10:13)
“En las muchas palabras no falta pecado; Mas el que refrena sus labios es prudente.” (Pr. 10:19)
“El que carece de entendimiento menosprecia a su prójimo; Mas el hombre prudente calla.” (Pr. 11:12)
“El necio al punto da a conocer su ira; Mas el que no hace caso de la injuria es prudente.” (Pr. 12:16)
“Todo hombre prudente procede con sabiduría; Mas el necio manifestará necedad.” (Pr. 13:16)
“El sabio de corazón es llamado prudente, Y la dulzura de labios aumenta el saber.” (Pr. 16:21)
Vamos a analizar la reacción de otro hijo de Dios ante la desgracia ajena. Vamos a estudiar la reacción del profeta Samuel al enterarse de las consecuencias del pecado del rey Saúl. El rey Saúl necia y orgullosamente desistió de reconocer y confesar sus pecados por mucho tiempo. Dios le dio varias oportunidades para arrepentirse, pero Saúl manifestaba necedad y justificación propia.
Por ejemplo, cuando debía esperar a Samuel para que realice el holocausto para recibir la bendición de Dios antes de ir a guerra contra los filisteos, Samuel se demoró en llegar. Esto era una prueba para ver si Saúl estaba dispuesto a obedecer toda Palabra de Dios. Pero Saúl no esperó y él mismo realizó el holocausto a pesar de que no estaba autorizado por Dios para hacerlo (1 Sa. 13:9). Cuando el profeta llegó y supo lo que sucedió le preguntó “¿Qué has hecho?” (1 Sa. 13:11). La respuesta del rey fue “Porque vi que el pueblo se me desertaba, y que tú no venías dentro del plazo señalado, y que los filisteos estaban reunidos en Micmas…” (1 Sa. 13:11). Saúl no quiso reconocer su pecado y más bien culpó al pueblo e incluso culpó a Samuel de su pecado. El mismo espíritu de justificación propia y carente del don del arrepentimiento que manifestó el primer Adán cuando cayó en el pecado y culpó a Dios y a su prójimo: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí” (Gn. 3:12).
Saúl, por su propia negligencia y pecado, atrajo sobre sí mismo como consecuencia el perder el derecho a ser rey de Israel. A pesar de este hecho, esto no significaba que era desechado por Dios completamente. Es decir, perdería el derecho a ser rey, pero si aceptaba las consecuencias y se arrepentía de su pecado podía ser salvo. Saúl podía hallar gozo y paz en saber que lo más importante—la vida eterna—estaba todavía a su alcance. Pero por sus acciones posteriores podemos ver que su interés no estaba en la vida venidera, sino en este mundo pasajero.
El rey Saúl había dado muchos dolores de cabeza al profeta Samuel, e incluso le había faltado el respeto.
¿Cuál fue la reacción del profeta cuando se enteró que, como consecuencia de sus pecados, Saúl perdería el derecho a ser rey de Israel?
“Y vino palabra de Jehová a Samuel, diciendo: Me pesa haber puesto por rey a Saúl, porque se ha vuelto de en pos de mí, y no ha cumplido mis palabras. Y se apesadumbró Samuel, y clamó a Jehová toda aquella noche.” (1 Sa. 15:10-11)
El profeta se “apesadumbró”—es decir, se abatió, se afligió, se entristeció por Saúl. Esto es lo opuesto a alegrarse por la desgracia ajena. Podemos razonar que la enfermedad es consecuencia de la violación a las leyes de la salud. Sin embargo, esto no nos da derecho a actuar de manera farisea y severa contra quien sufre consecuencias por sus pecados. Esto NO es el espíritu de Cristo.
Un verdadero hijo de Dios NO SE ALEGRA por el mal ajeno, NO SE ALEGRA porque le vaya mal al que abierta o ignorantemente desobedece a Dios. Por el contrario, el verdadero cristiano SUFRE al ver que su prójimo cae en las garras de Satanás, y CLAMA fervientemente a Jehová a favor de la liberación y restauración de su prójimo. Samuel “clamó a Jehová toda aquella noche”—no pudo dormir por orar a Dios por Saúl. Es el fariseo el que se complace en condenar, juzgar, y aplicar una dureza cruel contra su prójimo caído en el campo de batalla, pues se compara con su hermano caído y se cree superior.
Estos son tan solo algunos de los muchos ejemplos que tenemos en la Palabra de Dios para aprender cuál es el espíritu de Cristo ante la desgracia ajena. Pero si queremos aprender más del espíritu de Cristo, tenemos que estudiarlo a Cristo, y tenemos muchos ejemplos que nos dejó para estudiar su hermoso carácter perfecto.
Una de las reacciones más impactantes de Cristo fue su reacción ante el juicio inminente que iba a caer sobre Jerusalén. La destrucción de Jerusalén a manos del imperio romano ya estaba predicha siglos antes en Daniel 9:26: “y el pueblo de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad y el santuario”. Cristo conocía bien esto, y tomemos en cuenta de que se trata del pueblo que lo rechazó y participó en su muerte espantosa en la cruz del Calvario. Los enemigos más abiertos y escarnecedores de Cristo iban a sufrir una muerte primera terrible, y les estaba reservada la muerte segunda para un futuro lejano. ¿Cuál fue la reacción de Cristo al meditar en esto que iba a acontecer a sus peores enemigos?
“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! He aquí, vuestra casa os es dejada desierta; y os digo que no me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor.” (Lc. 13:34-35)
Cristo lloró y sufrió por la destrucción de sus enemigos. Dijo que su sentimiento por ellos era como el de un padre por sus hijos. Si el Príncipe de Paz, el Dios Eterno, no se complace en la desgracia y sufrimiento ajeno, tengamos por seguro que sus hijos tampoco compartirán estos sentimientos, sino que como Cristo sufrirán, llorarán y orarán por su prójimo en toda circunstancia. ¿Por qué le llamamos Señor, Señor, ¿pero no actuamos como Él lo haría? ¿Si es en verdad nuestro Maestro, porque no copiamos su ejemplo?
“¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lc. 6:46)
CC pg. 12.1 – “Jesús no suprimía una palabra de la verdad, pero siempre la expresaba con amor. En su trato con la gente hablaba con el mayor tacto, cuidado y misericordiosa atención. Nunca fue áspero ni pronunció innecesariamente una palabra severa, ni ocasionó a un alma sensible una pena inútil. No censuraba la debilidad humana. Decía la verdad, pero siempre con amor. Denunciaba la hipocresía, la incredulidad y la iniquidad; pero las lágrimas velaban su voz cuando profería sus penetrantes reprensiones. Lloró sobre Jerusalén, la ciudad amada, que rehusó recibirle, a El, que era el Camino, la Verdad y la Vida. Sus habitantes habían rechazado al Salvador, mas El los consideraba con piadosa ternura. Fue la suya una vida de abnegación y preocupación por los demás. Toda alma era preciosa a sus ojos. A la vez que se condujo siempre con dignidad divina, se inclinaba con la más tierna consideración sobre cada uno de los miembros de la familia de Dios. En todos los hombres veía almas caídas a quienes era su misión salvar.
“Tal fue el carácter que Cristo reveló en su vida. Tal es el carácter de Dios. Del corazón del Padre es de donde manan para todos los hijos de los hombres los ríos de la compasión divina, demostrada por Cristo. Jesús, el tierno y piadoso Salvador, era Dios ‘manifestado en la carne’ (1 Timoteo 3:16).” {CC 12.2}
Después de leer los anteriores párrafos, nuevamente debe hacerse la pregunta:
“¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lc. 6:46)
A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien
Para finalizar nuestro estudio sobre las aflicciones de este mundo, debemos también entender que pecamos al dar rienda suelta al temor, miedo, incredulidad, cuando ocurre una desgracia inesperada.
Nunca debemos perder de vista que Dios está al timón del gran barco, que este mundo no se encuentra sin Capitán que dirige el rumbo. Y no podríamos tener mejor Capitán que el Rey de Paz, el Gran Juez justo y misericordioso. Confiemos en Él, y andaremos confiados, pase lo que pase, sin importar las circunstancias, como dijo el apóstol Pablo mientras estaba encerrado en una prisión.
“Pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación.” (Fil. 4:11)
“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.” (2 Ti. 1:7)
Charles Spurgeon concluye su sermón “Accidentes, No Castigos” con la siguiente meditación:
Por tanto, no estén abatidos por las muertes inesperadas, ni tampoco estén turbados por estas calamidades. Continúen con sus actividades normales, y si sus llamados los llevan a cruzar el campo de la propia muerte, háganlo, y háganlo valerosamente. Dios no ha soltado las riendas del mundo, no ha quitado Su mano del timón de gran barco, todavía:
«Él en todas partes tiene imperio,
y todas las cosas sirven a Su poderío;
Cada acto suyo es pura bendición,
Su camino es luz sin mancha.»
Sólo aprendan a confiar en Él, y no tendrán ningún temor a la muerte inesperada; «Gozará él de bienestar, y su descendencia herederá la tierra.” (Sal. 25:13)
“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” (Ro. 8:28)
Este versículo debería ser nuestro mayor consuelo en el horno de la aflicción. Es el resumen del principio de la Providencia Divina.
El apóstol Pablo, por inspiración divina, dice que “a los que aman a Dios”—es decir, aquellos que han recibido el don sobrenatural del amor del Espíritu Santo, aquellos que han sido adoptados como hijos de Dios—“todas las cosas les ayudan a bien”. No dice “algunas cosas” o “solamente las cosas buenas”, sino que dice TODAS LAS COSAS LES AYUDAN A BIEN—sean buenas o sean malas ante los ojos humanos.
“A los que conforme a su propósito son llamados.” ¿Cuál es el propósito de Dios? En este estudio lo hemos analizado reiteradamente: nuestra restauración, nuestra santificación (1 Tes. 4:3). Es decir que todo lo que Dios permite en nuestras vidas, todo lo que da, todo lo que quita, nos ayudan a bien para nuestra santificación, para que podamos desarrollar un nuevo carácter semejante al de Cristo, si cooperamos con los propósitos de Dios.
Hay una certeza en las palabras del apóstol: “SABEMOS que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien.” Pablo estaba plenamente convencido en la Soberanía Divina. Pablo había aprendido a confiar pacientemente en la Providencia de Dios y a esperar pacientemente en Dios. Es por esto que pudo decir con mayor certeza:
“¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; Somos contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Ro. 8:31-39)
Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Ninguna enfermedad, ninguna tribulación, ninguna aflicción, ningún sufrimiento, ningún ángel, ninguna potestad, nada podrá separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús. Únicamente nosotros, por decisión propia y voluntaria, nos separamos de Cristo. Al murmurar, al ceder a la incredulidad y a la desesperación, nos separamos voluntariamente de Dios. El Enemigo puede crear circunstancias muy adversas, pero no puede controlar nuestra actitud ante las circunstancias. Si, como el apóstol, llegamos a creer y confiar en la Soberanía Divina, nada puede separarnos del amor de Dios.
Todos los aspectos más horribles del dolor que tenemos que soportar en este mundo, sin importar cuán intensos sean, no tienen el poder de cortar la relación que tenemos con una Providencia amorosa, amable y soberana.
El azar no existe, nada sucede por el azar o la coincidencia. Todas las cosas están bajo el gobierno Soberano de Dios—un Dios justo y misericordioso al mismo tiempo. Dios está al control de toda la creación y de todas sus operaciones. Tanto en el macrosistema de las galaxias, como en el microorganismo humano, Dios reina, Dios es Soberano. El “quita reyes, y pone reyes” (Dn. 2:21), levanta y destruye reinos, nada sucede sin que Él no lo permita. El mundo y el universo están bajo el control de Dios—un Dios bueno, misericordioso, justo y tierno; un Padre amoroso que nos dice: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Jn. 14:27).
Estas verdades deberían traer paz y consuelo a nuestras almas, pues “todas las cosas nos ayudan a bien.”
“Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo.” (Gn. 50:20)
Los hijos de Jacob vendieron como esclavo a su hermano José, le hicieron una tremenda maldad. José fue esclavo en Egipto, y a pesar de ser fiel a su amo, fue acusado injustamente y lanzado a la cárcel. Humanamente podríamos decir que “José no hizo nada para merecer todo el mal que le vino.” Pero esto equivaldría a murmurar y decir que Dios fue injusto con José. ¿Qué merece José, siendo pecador? Merece la muerte segunda. Dios no nos da lo que merecemos sino lo que necesitamos.
En la esclavitud de Egipto y de la prisión, José desarrolló un carácter semejante al de Cristo, aprendió a confiar y a esperar pacientemente en Dios. José aprendió a confiar en la Soberanía Divina, y eventualmente fue liberado y puesto como gobernador, sólo debajo del emperador de Egipto. ¿Para qué sirvió esta bendición? Para que su familia, y muchas otras familias que sufrían por el hambre, pudieran sobrevivir: “Para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo.”
Pero Dios no sólo estaba operando para salvar del hambre a mucho pueblo, Dios opera en un plano superior al nuestro. Dios está obrando para la salvación de la raza caída, para reivindicar su santa Ley ante el universo entero por toda la eternidad—para que el pecado sea derrotado definitivamente y para siempre.
“Vosotros pensasteis mal”—el pecado entró en el universo e interrumpió la armonía y la paz de la creación. El pecado ha ocasionado muerte y miseria por siglos en nuestro mundo, y todos se preguntan ¿por qué Dios lo permitió? Este es el misterio de la Providencia Divina: “Mas Dios lo encaminó a bien.” Dios permite el mal, por un tiempo, porque en su Sabiduría sabe que es lo mejor para la eterna felicidad. Esto en un nivel general.
En un nivel personal, “vosotros pensasteis mal” es nuestro pecado, es nuestro dolor y sufrimiento. “Mas Dios lo encaminó a bien”—Dios está tratando de obrar en cada uno de nosotros una obra de redención, de restauración. Dios está tratando de pulir todos nuestros defectos de carácter.
Pase lo que pase, siempre debemos tener presente que Dios es bueno y su misericordia y su justicia son la fuente de nuestro consuelo. Si nos mantenemos firmes hasta el fin, lograremos entender lo que no entendemos hoy, y un día podremos decir: “para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo.”
Meditación Final
Hermanos y hermanas, hasta aquí se puede ver que hemos fallado y hemos pecado en muchas ocasiones. Hemos luchado contra el Espíritu Santo obstinadamente y hemos lastimado y fallado también a nuestro prójimo. Efectivamente, es únicamente por la misericordia de Dios que hasta aquí no hemos sido consumidos. No se debe a un mérito propio, o a que somos menos pecadores que otros hombres. Es por la misericordia de Jehová que no hemos sido consumidos.
“Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias.” (Lc. 3:22)
Cuando los hombres, incluyendo a sus discípulos, manifestaron ese espíritu fariseo de satisfacción por la desgracia ajena y emitieron sus juicios apresurados sentenciando perversamente a su prójimo, la amonestación de Cristo fue:
“O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.” (Lc. 13:4-5)
Dios nos invita a arrepentirnos de este y todo pecado. Nos invita a renunciar al espíritu del farisaísmo, al espíritu de la aspereza, y a clamar a Dios por liberación. Nos invita a pedirle valor, amor y dominio propio (2 Ti. 1:7). Nos invita a tener necesidad de todos los frutos del Espíritu (Ga. 5:22-23). Nos invita a tener necesidad de desarrollar un nuevo carácter semejante al de Cristo para que dejemos de ser una higuera estéril que no da frutos de amor, paz, paciencia, ternura, bondad, dominio propio, fe y valor.
“Dijo también esta parábola: Tenía un hombre una higuera plantada en su viña, y vino a buscar fruto en ella, y no lo halló. Y dijo al viñador: He aquí, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo; córtala; ¿para qué inutiliza también la tierra? Él entonces, respondiendo, le dijo: Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la abone. Y si diere fruto, bien; y si no, la cortarás después.” (Lc. 13:6-9)
Estamos a las puertas de una gran crisis final, donde se revelará qué carácter hemos formado—uno sobrenatural a la semejanza divina u otro natural a la semejanza satánica. No hay tiempo que perder. Cuando el dueño de la viña venga a buscar fruto en ella, qué frutos encontrará: Gálatas 5:19-21 o Gálatas 5:22-23? Quizás con esta pandemia Él ha venido a buscar frutos y no los ha hallado. Pudo habernos cortado, pero en su misericordia, nos ha dado una breve y nueva oportunidad. Una nueva oportunidad para “abonar” la viña con su santo espíritu. Pero no puede esperar por siempre. “Si diere fruto, bien. Y si no, la cortarás después.” De nosotros depende el resultado.
PVGM pg. 170.5 – “Jesús no habló en la parábola acerca del resultado de la obra del viñero. Su parábola terminó en ese punto. El desenlace dependía de la generación que había oído sus palabras. A los hombres de esa generación se les dio la solemne amonestación: “Si no, la cortarás después”. De ellos dependía el que las palabras irrevocables fuesen pronunciadas. El día de la ira estaba cercano. Con las calamidades que ya habían caído sobre Israel, el dueño de la viña los había amonestado misericordiosamente acerca de la destrucción del árbol infructífero.”
PVGM pg. 171.1 – “La amonestación resuena a través del tiempo hasta esta generación. ¿Eres tú, oh corazón descuidado, un árbol infructífero en la viña del Señor? ¿Se dirán respecto a ti antes de mucho las palabras de juicio? ¿Por cuánto tiempo has recibido sus dones? ¿Por cuánto tiempo ha velado y esperado él una retribución de amor? Plantado en su viña, bajo el cuidado especial del jardinero, ¡qué privilegios son los tuyos! ¡Cuán a menudo ha conmovido tu corazón el tierno mensaje del Evangelio! Has tomado el nombre de Cristo; en lo exterior eres un miembro de la iglesia, que es su cuerpo, y sin embargo eres consciente de que no tienes ninguna conexión vital con el gran corazón de amor. La corriente de su vida no fluye a través de ti. Las dulces gracias de su carácter, ‘los frutos del Espíritu’, no se ven en tu vida.
“El árbol infructífero recibe la lluvia, la luz del sol y el cuidado del jardinero. Obtiene alimento de la tierra. Pero sus ramas improductivas solamente oscurecen el terreno, de manera que las plantas fructíferas no pueden crecer bajo su sombra. Así los dones de Dios, que te fueron prodigados, no reportan bendición para el mundo. Estás despojando a otros de los privilegios que, si no fuera por ti, serían suyos. {PVGM 171.2}
“Comprendes, aunque sea sólo oscuramente, que eres un estorbo en el terreno. Sin embargo, en su gran misericordia, Dios no te ha cortado. No te considera con frialdad. No se vuelve con indiferencia, ni te abandona a la destrucción. Al mirar sobre ti, clama, como clamó hace tantos siglos con respecto a Israel: ‘¿Cómo tengo de dejarte, oh Efraim? ¿he de entregarte yo, Israel? … No ejecutaré el furor de mi ira, no volveré para destruir a Efraim: porque Dios soy, y no hombre’ (Oseas 11:8, 9). El piadoso Salvador dice con respecto a ti: Déjalo este año, hasta que yo excave alrededor de él, y lo cultive.” {PVGM 171.3}
Quiera Dios que todos de manera personal e individual lleguemos a dar a nuestro Señor una digna retribución de amor que Él espera. Quiera Dios que cada uno tome la decisión de que “las dulces gracias de su carácter” se reflejen en nosotros y lleguemos a ser representantes de Cristo aquí en la tierra.
Que Dios los bendiga. Amén.
“Él entonces, respondiendo, le dijo: Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la abone. Y si diere fruto, bien; y si no, la cortarás después.” (Lc. 13:8-9)